Para ayudar al lector en la navegación de capítulo a capítulo de LA VENGANZA DE LAS FLORES, preludio y novela anterior en el tiempo a EL REFLEJO DE LOS DIOSES, actualmente en construcción, procedemos a facilitarle la presente
Años después, justo en
el lugar del bosque en que años atrás los fuwas habían celebrado
un juicio contra Vérizo, justo en el claro donde se reunía la
Asamblea, ya no había nada de vegetación. Ni árboles ni arbustos
ni hierba, nada, ahora ya no había nada por ninguna parte en
kilómetros a la redonda.
En su lugar, una gran
planicie de tierra seca, un paisaje monótono de arena y piedras, se
extendía hasta un horizonte verde que había a su alrededor, en el
que por fin comenzaba otra vez la masa forestal. El claro de la
Asamblea parecía una especie de isla amarilla flotando en un océano
verde. Un desierto rodeado de selvas. En aquel yermo, como por efecto
de una extraña maldición, no crecía un mísero hierbajo. Como si
alguien hubiese inaugurado una sucursal de Occitia en medio del
frondoso bosque.
¿Y no había nada en
absoluto allí? No exactamente. Justo en medio, un enorme palacio de
un intenso y reluciente color verde ocupaba el centro de la zona.
Por dentro, aquel palacio
verde era alto y ancho como una catedral. Tenía ventanales inmensos
a través de los que se podían ver amplios salones con columnas que
aguantaban arcos y vueltas. Y todas las paredes, columnas y arcos
estaban hechas del mismo extraño material verde traslúcido. Como si
el palacio estuviera hecho de esmeraldas. O de un hielo lleno de
plancton, cristal coloreado o caramelo de menta. Por esta misma
razón, no era necesario asomarse a las ventanas para ver si había
algo detrás. Era posible ver algo a través de las traslúcidas
paredes verdes del palacio, como si de vidrio esmerilado se tratase.
Y cualquiera que se hubiera atrevido a aventurarse al solitario
palacio en medio del desierto en medio del profundo bosque hubiera
visto que una sombra se movía en el interior de las paredes verdes.
Sin embargo, el aparente
lujo de dentro contrastaba con su aspecto exterior. Desde fuera, el
palacio de la Asamblea ofrecía el mismo aspecto de cualquier inmunda
casa de barro como las que ya no se hacían en la arrasada Isolacrán,
ahora reducida a un mar de piedras cubierto de arena.
Fuera, en el pequeño
desierto rodeado de bosque, reinaba un gran silencio. No había un
alma alrededor de aquel extraño palacio que destacaba monolítico en
la extensión de tierra seca. Sólo el viento mecía los árboles del
bosque en la distancia, al tiempo que levantaba finos granos de arena
del suelo. Hasta que, de repente...
— ¡ASAMBLEA...!
—tronó una voz potente que resonó muy fuerte y lejana en medio
del extenso claro.
Y entonces, como si
alguien los hubiera puesto firmes, los lejanos árboles del horizonte
se dejaron de mecer pese al viento. Ni siquiera sus hojas parecieron
obedecer la fuerza de la brisa.
Entonces, el silencio dio
paso a un gran ruido de pasos, de una multitud de seres que corrían
en dirección a la explanada desértica.
Grupos enteros de fuwas
vinieron corriendo desde todas partes del bosque, directos al centro
de la explanada, justo en dirección al palacio. A ellos se les unió
un nutrido grupo de duendes que, al no tener ramas por las que
saltar, corrieron por la arena. Y a medida que iban llegando se
inclinaban ante el palacio verde, sin moverse para nada más una vez
adoptada la postura.
Poco a poco, pese a que
venían corriendo como si les fuera la vida en ello, aquel rebaño de
gente inclinada, congregado ante la puerta del palacio, fue creciendo
más y más. Uno a uno, todo fuwa o duende llegaba y se inclinaba
mientras recuperaba el aliento. Así hasta formar un grupo menos
numeroso que el de la antigua Asamblea Forestal.
Durante un buen rato,
nadie levantó la cabeza ni abrió la boca para hablar. Una calma
sorprendente en un lugar en el que había tanta gente. Y así
estuvieron, por lo menos, diez larguísimos minutos en los que se
mantuvieron a la espera, con la cabeza bien gacha.
— ¡Tú! —gritó de
repente la misma voz que había convocado la Asamblea—. ¡Agafur,
el duende! ¡Sí, te estoy hablando a ti, que eres Agafur y eres un
duende! ¡Levántate, a no ser que quieras desafiarme quedándote de
rodillas!
La voz procedía del
palacio. Al instante, el mencionado duende se puso en pie sobre los
demás en posición de firmes. Con gesto nervioso, respirando a
breves bocanadas, alzó la vista hacia el balcón que coronaba la
entrada del palacio.
Por la puerta del balcón
que entraba en el palacio, caminando hacia la balustrada sobre la que
apoyó los brazos, la figura que había estado morando por el
interior del palacio verde y traslúcido se asomó por el balcón.
Vérizo había cambiado
mucho desde la guerra. El brazo derecho que había perdido en la
batalla por Isolacrán volvía a estar en su sitio. Todas las heridas
y cicatrices que había arrastrado desde Occitia se habían curado,
habían desaparecido. También sus dientes habían vuelto a crecer, y
ya no era el desdentado occitiense de siempre.
Algo más había cambiado
en su aspecto, y no sólo por los pantalones de duende o por la
exquisita túnica fuwa de Hokum con que ahora se vestía. Su pelo,
originalmente de un negro azabache, ahora estaba lleno de canas.
Sin embargo, lo que más
le habían cambiado eran los ojos, y no sólo por las legañas como
ladrillos que ya nunca se limpiaba o por las ojeras, cada vez más
grandes y oscuras, que arrastraba desde hacía meses. Sus iris habían
perdido el color ámbar, y ahora Vérizo miraba al mundo desde dos
ojos de color gris, uno más blanco que el otro. Además se había
vuelto bizco, y mientras uno de sus ojos miraba a la izquierda, el
otro enfocaba a la derecha. Todo aquello, unido a una boca sonriente
pero abierta, como si fuese tonto, hubiera podido parecer cómico,
pero en realidad le daban un aterrador aspecto de viejo demente.
Desde allí contempló a
la multitud que había acudido y luego al propio Agafur, el duende,
que allí seguía en pie.
— Ya podéis
levantaros todos —dijo en un susurro casi inaudible.
Y al instante todos
abandonaron la posición de reverencia y se pusieron en pie. Mientras
se les oía levantarse todos a la vez sobre la arena, Vérizo sonrió.
Estaba seguro de que iban a hacerlo. Tan bien lo sabía como
conciencia tenía de lo asustados que estaban.
— Estimados
compañeros, fuwas y duendes —dijo entonces en voz bien alta—.
Debo felicitaros por lo bien que estáis llevando esta guerra contra
los sagrárines.
No hubo respuesta, pero
Vérizo ya sabía que no iba a haberla.
— No obstante, nuestra
situación es precaria. De no ser por los soplos y las pistas que os
he ido proporcionando, tiempo haría ya que el Nuevo Orden habría
sido vencido por nuestros adversarios. Y esto es tan cierto como que
nuestro planeta es redondo, tan verdadero como que el universo está
en expansión, tan irrefutable como que la luz viaja a 299.792.458
metros por segundo. Tan cierto como que dos de vosotros pensarán en
desertar de nuestro bando pasado mañana y la semana que viene,
respectivamente.
Más silencio. Vérizo
miró alrededor, disfrutando del momento. Sabía que estaban cada vez
más asustados.
— Comparecéis ante
esta Asamblea porque habéis venido aquí, pues de otro modo
estaríais en otro lado. Y también porque debéis saber que habrá
un ataque la semana que viene en pleno Sagrarin, desde el oeste, con
la intención de derrocar al gobierno títere que hemos puesto. Las
tropas insurrectas vendrán desde el oeste con un contingente de
magos reforzando por el sur, desde las montañas. Pero los fuwas
preguntaréis a los árboles del bosque de los alrededores, y
sabréis la posición exacta de las tropas enemigas en todo momento.
Y los duendes os podréis infiltrar con vuestra magia en sus
campamentos, y atacar como unos buenos guerrilleros a los magos que
vendrán. Y así, una vez más, lograremos preservar nuestro dominio
sobre el país que durante tantos años os ha oprimido. Sé que
habéis comprendido la estrategia, es sencillo, simple, fácil de
recordar. Magos desde el sur, tropas desde el oeste, eso es lo que
hay que recordar.
Vérizo dejó pasar unos
segundos, los que sabía que sus fieles aún necesitaban para
terminar de memorizar aquello. Cuando calculó que había pasado el
tiempo suficiente, añadió:
— De todas formas, sé
que el enemigo ha descubierto nuestro escondite, y que sabe dónde
mora la Asamblea. Su magia es poderosa y son muy numerosos, mucho
más que nosotros. Sin embargo, he diseñado también, con ayuda de
la magia que he aprendido de mi libro, una nueva arma que nos
ayudará a defender el bosque de esas hordas invasoras.
Entonces sacó de su
túnica un gran tarro de cristal, en cuyo interior correteaban unos
extraños animales del tamaño de ratas. Luego abrió el tarro y,
para sorpresa de todos, las pequeñas ratas comenzaron a volar en
todas direcciones. De esta forma, los presentes vieron que no se
trataba de ratas. ¡Eran avispas! Grandes avispas que producían un
fortísimo zumbido al aletear, como si fueran sierras circulares
cortando metal. Enormes avispas que empezaron a revolotear sobre las
cabezas de la multitud, cuyos duendes y fuwas se apartaban de ellas
sorprendidos y asustados.
— ¡Ja, ja, ja, ja!
—rió Vérizo—. Ya sé que son grandes, pero no debéis tenerles
miedo. Están amaestradas y no os picarán. Lo sé porque las he
criado yo. De momento he conseguido que estas avispas comprendan
todo aquello que les digo. ¿No son increíbles? Estoy
experimentando con un nuevo grupo de ellas, y estoy intentando
crearlas más grandes e inteligentes. ¡Pronto contaremos con un
nuevo ejército para nosotros solos! ¿Qué os parece? ¡Bueno, ya
es suficiente! ¡Volved aquí! —gritó.
Enseguida las avispas
volvieron con él y se metieron en el tarro. Los fuwas y duendes, por
otro lado, aún se sacudían y se recolocaban de nuevo, pues el
revoloteo de los grandes insectos había provocado un gran revuelo.
Pero entonces Vérizo volvió a tomar la palabra, y el poco ruido de
arena crujiendo bajo pies que aún se oía enmudeció de repente.
— Sabía que
volverían. Las he hecho muy obedientes. Sin embargo, existe otra
razón por la cual la Asamblea os ha convocado. Han llegado a oídos
de la Asamblea, duende Agafur, o quizá diría mejor que han llegado
hasta ojos de la Asamblea... noticias alarmantes de tu parte.
El duende Agafur tragó
saliva. Las piernas le temblaban.
— He leído en fuentes
fidedignas que se te ha pasado por la cabeza conspirar contra la
Asamblea, y contarle tus planes al resto de duendes. Según esas
fuentes, pretendías usar tu magia duende para infiltrarte en mi
palacio y despojar a la Asamblea de esto, de este objerto magnífico
que tantas veces nos ha llevado a la victoria:
Dicho esto, sacó de la
túnica un libro, el mismo que aquel día había leído en Isolacrán.
Pero también el libro había cambiado mucho desde que su dueño lo
llevase a Occitia con él y luego lo trajese de vuelta al bosque
donde lo creó con magia. El volumen tenía ahora la portada de color
granate. Y en ella aparecía, en relieve, la imagen gris de un viejo
con cuernos que, mirando hacia fuera con dos ojos sin pupilas, abría
la boca mostrando unos afilados dientes de pez.
— Y ahora —dijo
Vérizo— yo os pregunto a todos: ¿Es que no hizo suficiente la Asamblea poniéndose a salvo de la guerra que los sagrárines libraron contra Occitia, usando los poderes que la Asamblea aprendió a tener con este libro? ¿No hizo suficiente la Asamblea creando este libro
para dotarse de los poderes mágicos y de la ciencia y el
conocimiento con que ahora contamos para vencer en esta contienda
que dura ya año y medio? ¿No os ha llevado la Asamblea lejos,
conquistando la práctica totalidad del territorio de Sagrania, el
país que tanto odiáis?
Respiró hondo, y
entonces dijo con toda la rabia que aún le quedaba dentro:
— ¿Es que no ha hecho
ya suficiente la Asamblea perdonando vuestra lamentable traición,
al haberme enviado aquel día de vuelta a mi pueblo natal, ahora ya
hace un año y ocho meses, con la sola idea de advertir a los
sagranios de quitarme de en medio? Recordad el horrible destino al
que la Asamblea condenó a sus propios capitostes poco después.
¡Pero eso es lo que ocurre cuando se alerta al enemigo sagrarin de
que uno de los nuestros ha ido a reclutar a los occitios para
comenzar una invasión!
Hubo completo silencio en
la llanura seca. Nadie contestó. Pero nadie esperaba que alguien
fuese a tomar la palabra en la Asamblea, más que la propia Asamblea.
— Y tú, Agafur
—volvió a decir Vérizo—. ¿Quieres correr la misma suerte que
Hokum, Ágalon, Wolfur, Numenar y otros innombrables? He encontrado
nuevas ideas en mi libro. ¿Quieres que te use como ensayo de una
tortura fuwa de hace miles de años, tan antigua que hasta los fuwas
la han olvidado? ¡Sería tan diferente como divertido, pues lo
divertido de la diversión es que divierte lo diverso! ¿No te
divierte?
Todos esperaron. Todos se
lo quedaron mirando, aterrorizados.
— La Asamblea ha
decidido —dijo Vérizo— que el infame acto de Agafur lleva
pareja la pena máxima por los cargos de alta traición.
Todos se quedaron en
silencio.
— La Asamblea se ha
reunido —dijo Vérizo—. La Asamblea ha decidido. Y así se hará.
Entonces todos rodearon a
Agafur, formando un círculo en torno a él, mirándolo.
— Sé que no acabáis
de convenceros de la idea de convertiros en el brazo ejecutor de la
justicia —les dijo Vérizo—. Pero tenéis que saber, queridos
fuwas, que Agafur arrancó hace diez días unas cuantas hierbas, que
él siempre ha denominado malas hierbas, del jardín de su
casa
— ¿Malas
hierbas? —repitió enfadado uno de los fuwas—. ¿Cómo que
malas hierbas.
— ¿Jardín?
—gritó otro—. ¿Jardín? ¿Tienes un jardín, maldito
carcelero.
— ¡Eso es una prisión
para las plantas! —dijo otro fuwa.
— ¿Qué pretendías,
Agafur? —se metió Vérizo—. ¿Hacer daño a los fuwas? ¿Pasarte
por el forro su íntima sensibilidad? ¿Tratar a sus semejantes como
inferiores? ¿Planeabas perturbar la paz y la unidad del Nuevo
Orden? ¿Hacer que perdamos la guerra, que tanto sufrimiento y
sacrificio nos ha costado a todos hasta ahora?
— Yo... yo...
Con los ojos clavados en
el pobre duende, los fuwas temblaban. Pero ahora ya no sólo era de
pánico, sino también de ira, de la rabia que sólo una válvula de
escape fácil les podía proporcionar. También los duendes lo
miraban, aunque en ellos sólo el pánico tenía algún lugar. Y era
a los duendes a quien Vérizo miraba ahora.
— También ha llegado
a mis ojos, Agafur —añadió desde el balcón— que, no contento
con malograr la confianza depositada por esta Asamblea en los
duendes, trabaste amistad y alguna cosa más con una doncella
sagrarin a la que contaste alguno de nuestros planes
—¿Qué? —saltó
uno de los duendes con gesto de asco—. ¿Es eso cierto?
—Tan cierto como que
la raíz cuadrada de novecientos noventa y ocho mil uno es
novecientos noventa y nueve —dijo Vérizo—. Tan verdadero como
que dentro de unos siglos se alzará un nuevo y poderoso rey llamado
Moari que conquistará toda Momeria. ¡Tan verdadero como que el
tío-abuelo de Numenar se llamaba Ostorot y fue quien inventó el
sirope de olmo!
— Co... ¿cómo has
sido capaz de bestialismo semejante, Agafur? —dijo otro duende—.
¿De verdad has...? ¿Con una mujer sagrarin? ¡Estás podrido!
— ¿Y ahora qué le
diremos a tu mujer? —dijo otro duende.
—Yo... —decía él—.
Es... es mentira... es...
—¿Te atreves a
acusar de calumnias a la Asamblea? —dijo Vérizo—. ¿Y entonces
cómo explicas esto? —añadió sacándose de la túnica un vestido
de mujer sagrarin, y tirándolo a la multitud—. Se llamaba Vora,
olía muy bien y comprendía el daño que sus antepasados habían
infligido a los bosques en los que habitabais, y también la manera
en que habían tratado a los fuwas, y también que en cierto modo
merecían esa guerra. ¿No es verdad, Agafur? ¿No es verdad?
¡Atrévete a negarlo!
Los fuwas se acercaron al
colorido vestido rojo y lo cogieron.
— ¡Huele a... duende!
—bramó uno de los fuwas, mientras los duendes lo empezaban a
mirar con rabia—. ¡Y huele a él! ¡Traidor!
— Traidor y mentiroso
—dijo Vérizo—. Cargos de doble traición, desobediencia y
calumnias contra la Asamblea. La Asamblea siempre tiene
razón, Agafur. ¡Atención, fuwas! Hacedle lo que ya sabéis.
Poco a poco, todos los
fuwas se fueron acercando a Agafur de forma cada vez más
amenazadora. Y entonces, profiriendo toda clase de rugidos de rabia,
todos ellos se tiraron encima de Agafur, sin que los duendes movieran
un solo dedo por evitarlo.
Y los alaridos del
duende, los últimos gritos desgarradores que aún profería mientras
los fuwas lo despedazaban, llegaron hasta más allá de la línea
verde en la que empezaban los primeros árboles.