lunes, 1 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (VII): El juicio del bosque



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7. ~ EL JUICIO DEL BOSQUE ~





Las ciudades se fueron convirtiendo en pueblos a medida que avanzaba en mi camino al norte. Y al final los municipios se quedaron reducidos a pequeñas aldeas, cada vez más alejadas a lo largo del campo.

Las arboledas y bosquecillos entre prados dieron paso a bosques cada vez más grandes y frondosos. Los árboles crecían en altura, con lianas y plantas parásitas en medio de los troncos. El sotobosque se llenaba de hierbas altas, arbustos y helechos, cada vez más grandes y frondosos.

No sé si creía las leyendas que me contó Dana sobre los seres mágicos del bosque. Según ellas, el Bosque de Medonia estaba lleno de criaturas con habilidades sobrenaturales. Pero no me lo creía. Lo más probable es que, en el fondo, lo que deseara fuese una excusa, para retrasar mi vuelta a Occitia tanto como fuera posible. Sin embargo, dirante días no encontré otra cosa que vegetación, masa forestal y animales salvajes. Acabé de decidirme. No tenía más remedio que volver a Isolacrán. Al fin y al cabo, ya tenía un arma. No podía aspirar a mucho más en Sagrania, pero en Occitia sería de los más respetados.

Ya viajaba de vuelta al sur. Pero un día, de repente, vi a un animal veloz como el rayo, que saltaba de una rama a otra con agilidad simiesca. Me quedé asombrado. No lo había visto bien, había ido tan rápido... no había podido ni seguirlo con la mirada, pues enseguida había desaparecido entre las sombras de la jungla.

No anduve mucho más aquel día. Fue cuando encontré unas cabañas en lo alto de los árboles. ¿Pero es que había gente viviendo allí?

Me quedé allí quieto, a ver si veía a la gente que las ocupaba. Hasta que, entonces, apareció otra de esas criaturas que yo había tomado por monos.

¡Por Azivi! No sabía que los fuwas pudieran trepar y brincar de esa manera... en Sagrarin parecían debiluchos, frágiles, torpes y tontos... me quedé pasmado viéndolos saltar de rama en rama. Tanto que permanecí un buen rato mirándolos, oculto tras un matorral.

Pero entonces, de repente, se dejó oír por todo el bosque un chirrido monumental de una intensidad y estridencia más que insoportable. A continuación, de las copas de los árboles, salió un enjambre de fuwas que saltaban como locos de árbol en árbol, hacia todas direcciones. Acto seguido, antes de que pudiera notar que alguien se acercaba, un relámpago verde oscuro cayó sobre mí como un chaparrón. Dos fuwas se me habían tirado encima, y yo ni siquiera los había visto venir. Quise librarme de ellos a codazos, porque su agarre se clavaba en mi cuerpo como zarpas de águila y sus gritos atroces me perforaban los oídos. Luchaban con una fuerza enorme de la que no les hubiera creído capaces, vistos los finos dedos que salían de aquellos brazos enclenques, y me llenaron el cuerpo de unos arañazos que dolían como cuchilladas.

Para mi asombro, no me pude levantar del suelo. No conseguía quitarme de encima a los dos fuwas. Les golpeé, pero respondieron con tal fuerza que me abrieron una brecha en la frente, me dejaron un ojo a la funerala y me hicieron sangrar el labio. Mi mano intentó llegar al pico del zurrón, pero era inútil. Un tercer fuwa aterrizó detrás de mí y me lo arrancó de un tirón, un tirón tan fuerte que rompió las asas de cuero y me hizo gritar de dolor. Aquellos monstruos me habían crujido los brazos, como si me los hubiesen dislocado, y gritaban cosas ininteligibles en un idioma que no conocía.

Otro fuwa cayó frente a mí desde lo alto. Para entonces yo ya no luchaba por liberarme. Me pasó una liana de plantas parásitas por los brazos y, con ayuda de los otros dos que me sujetaban, me inmovilizaron brazos y piernas. Me obligaron a levantarme.

No tuve que estar de pie por mucho tiempo más. El tremendo golpe de un leño en la cabeza me quitó el sentido, y los pocos segundos todo se hizo oscuro, los sonidos se marcharon y el bosque desapareció a mi alrededor.

Tuve varios sueños en el largo camino al despertar, en el que volví a dormirme varias veces sin siquiera darme cuenta. Ya no estaba ni despierto ni dormido. Todo estaba borroso en algún lugar entre la realidad y el sueño. Cuando por fin pude parpadear a conciencia, vi que estaba en un claro del bosque. No era demasiado grande. La frondosidad del bosque se apreciaba aún muy cerca en todas direcciones, y las copas de los altos árboles tapaban casi todo el cielo del ocaso. Más que un espacio al aire libre era como un salón hecho de árboles y arbustos, más allá de cuyos troncos sólo se veía bosque.

Todo estaba lleno de fuwas a mi alrededor. Todos con sus luminosos ojos de color azul, todos con sus flecos de pelo sedoso de todos los colores imaginables. Rojos, azules, verdes, naranjas, rosas, amarillos... Todos con su pico de pato en aquel cuerpo delgado, con aquella piel que parecía de aguacate. Pero algunos se cubrían con hojas mejor cosidas y bordadas que otros. Vi túnicas exquisitas de seda o algodón, tapadas por hombreras o faldas de un brillante rojo anaranjado u oscuro, como el de las hojas en otoño. Los vestidos de otros eran tan elegantes y trabajados que había que fijarse mucho para ver las hojas de que estaban hechos. Unos tenían lanzas, otros espadas. Sentados o de pie, cual si fueran centinelas, me cortaban la retirada.

Me miraban furiosos, como si no vieran la hora de arrancarme la piel a tiras. Con una expresión que no se parecía en nada a aquella otra tan patética que había visto en ellos en Sagrarin.

Empezaba la noche. De las cabañas de los árboles cercanos empezaron a encenderse farolillos. Aquí y allá pendían varios más, iluminando el claro con una luz verde casi amarillenta. Por todas partes, más allá de la primera línea de soldados, asomaban lanzas, picas y alabardas del grosor de un brazo y longitud de cocodrilos. Era inútil escapar de allí.

Al ver que estaba despierto, los fuwas silbaron con aquellos sonidos chirriantes. Era cruel oír aquel sonido que me desgarraba los tímpanos. Yo estaba muy asustado.

— ¿Qué estoy haciendo yo aquí? —exclamé—. ¿Por qué me habéis...?
— ¡Silencio! —gritó una voz grave detrás de mí, y todo ruido se extinguió.


Me extrañó lo contundente que había sonado la voz del fuwa. Era brutal, casi violenta, en comparación con el hilo de voz aguda y a aquel habla diplomática que les había oído a sus congéneres en Sagrarin. 

Al girarme vi a un fuwa corpulento, el único que no parecía un tirillas. Llevaba las ropas más imponentes de todas, y me sacaba una cabeza y media. Sobre la suya tenía unos plumones rojos como la sangre, que le salían en todas direcciones como las ramas de una palmera. Iba vestido de una manera tan suntuosa que enseguida comprendí que era alguien importante. Tenía en su mano mi libro amarillo, el que había robado de la tienda de Dana, y me miraba como si hubiera cometido un imperdonable crimen. No dejaba lugar a dudas. Ese fuwa era el jefe de toda la banda.

— Oye... —le dije—. ¿Qué hago yo en...?
— ¡SILENCIO! —repitió más fuerte que antes—. ¿Quién eres, y qué haces en nuestro bosque? ¿Por qué tienes la piel granate?
— Porque... soy occitiense.
— ¿Occitiense? ¿Qué demonios es eso? ¿Te estás burlando de nosotros?
— ¡No! Es lo que soy...

Otro fuwa, más delgado y espigado que el anterior, pero igualmente vestido con pompa, se aclaró la garganta. A continuación se echó para trás el pelo verde claro que tenía, avanzó un paso, sacó un pergamino y leyó en voz alta:

— Por la presente se pone a conocimiento del detenido de que se encuentra bajo las acusaciones de allanamiento de dominio y posesión de este... —dijo señalando el libro de los occitienses en manos del jefe—. De este sanguinario cuerpo del delito que se le ha encontrado en el zurrón.

Al instante los aullidos y gritos de rabia de los fuwas se hicieron oír, más fuertes que nunca. En su idioma, gritaban insultos contra mí, pero yo no podía comprender lo que me estaban dedicando. El espigado que me estaba acusando elevó la voz y pidió silencio antes de continuar:

— ¿Niega el acusado haber entrado sin permiso en nuestro bosque sin permiso?
— ¡Claro que no...! Pero no tenía ni idea de que estos bosques fueran su...
— ¡SILENCIO!
— ¿Y niega el acusado haber estado en posesión de este instrumento hecho de muerte, tortura, sufrimiento y aniquilación vital? —dijo el espigado señalando al libro que tenía el grande.

Yo no salía de mi asombro. Ahora sí que parecía que estuviera soñando.

— ¿Instrumento de muer...? —pregunté extrañado—. ¡Pero si es un libro...!

El murmullo volvió a subir de tono. Muchos de los fuwas me lanzaron amenazas.

— ¡Pero por Aspín! No sabía que eso fuese algo tan grave... ¿Desde cuándo ir por el bosque con un libro es un crimen tan horrible?

Hubo más chirridos y gritos de furia. Algunos de los fuwas se tapaban la cara, los picos o los lados de la cara, o se tiraban de los plumones y las hojas que les salían de las cabezas. Y de repente alguien soltó:

— ¡Y qué va a saber este asesino, qué va a saber! ¡Si no tienen respeto! ¡No distinguen las personas de las piedras, no! ¡Panda de buitres hambrientos... sin escrúpulos!
— ¡Va a haber que talarlos y prensarlos para que al fin se den cuenta de lo que...! —gruñó otro.
— ¡La gentuza como él no tiene consideración por la vida! —se oyó que gritaba una tercera voz.
— ¡A colgarlo! ¡A colgarlo!
— ¡A la hoguera! ¡A la hoguera!
— ¡El mortero!
— ¡La tirada!
— ¿Pero qué...? —hice yo, sin tener ni idea de qué demonios estaba pasando ni en qué momento había aparecido gente tan chiflada por el mundo.

Pero entonces me acordé de lo que Dana me había contado sobre los fuwas. Eran medio plantas, ¿no? ¡Les crecía hierba en la piel y hojas en la cabeza! Ahora lo entendía. Para ellos aquel libro era como un cadáver...

Vi como los fuwas mejor vestidos hablaban entre ellos, debatiendo algo. Pero por Aspín, y por Anjín, y por Azivi... ¿Qué demonios iban a hacerme...? ¡Esa panda de fanáticos...!

— ¡Este tribunal ya ha tomado una decisión! —determinó el fuwa del pelo rojo—. ¡El jurado ya ha alcanzado un veredicto! ¡Halla culpable al acusado, y se le condena a morir ejecutado por azotamiento!
— ¡Pero venga, por favor...! —me indigné—. ¡Yo no puedo llevar un libro porque está hecho de papel...! ¿Y en cambio aquí se usan pergaminos?
— ¡Hechos de piel de cerdo, cacho ignorante! —gritó alguien.

A lo lejos se empezó a oír el retumbar de unos tambores de guerra.

— ¡Azotar, azotar! —corearon los fuwas, enojados—. ¡Azotar hasta matar!
— Pero... —le dije al fuwa más cercano, que también cantaba la canción—. ¡Esto no tiene sentido! ¿Los tambores no están hechos de madera?
— ¡Claro, imbécil! ¡De madera de árboles muertos!
— Pero... pero...
— ¡A, zo, tar! ¡A, zo, tar! ¡A, zo, tar, has, ta, ma, tar!
— ¡Pero yo...! —intenté hablar por encima del tumulto que se formó—. ¡Yo no sabía...! ¡Puedo pediros disculpas, puedo explicarlo! Allí donde lo hice... ¡no es nada malvado! Yo no he talado al árbol que ha servido para hacerlo! ¡Yo no he fabricado el libro!

Pero estaban desbocados. Ya no hacían caso de nada. Un fuwa con plumones negros se acercó al claro, blandiendo un látigo inmenso del mismo color.

— ¿Qué? —grité desesperado—. ¿Pero cómo van a matarme a latigazos? ¿Es que piensan hacerlo hasta que muera?
— ¡A, zo, tar! ¡A, zo, tar! —cantaban a voz en grito—. ¡A, zo, tar, has, ta, ma, tar!
— ¡Un momento! ¡No podéis hacerme esto! ¡En Sagrarin libré a un fuwa del ataque de unos borrachos! ¡Yo...! ¡SOIS UNA PANDA DE ANORMALES, ESO ES LO QUE SOIS! ¿Por qué no érais tan chulos en Sagrarin?
— Los fuwas que viven en Sagrarin, pequeño monstruo granate... —me dijo el fuwa de plumón rojo—. ¡Son espías! Hacen ver que sirven a los habitantes de Sagrania.
— ¿Qué?
— ¡Pero no te preocupes, saben quitar de enmedio a todo aquel que se propase! ¡Saben defenderse, te lo aseguro! ¡Y cobrarse su venganza...!
— Pero... pero, ¿y yo? ¿Por algo tan estúpido vais a matarme...? ¡He defendido a un fuwa en Sagrarin, lo juro! ¡Yo...! ¡NOOOOOOO...! —grité en cuanto vi que el verdugo ya estaba a punto de descargar su primer golpe.

Pero entonces se oyó desde lo alto una voz que lo detuvo todo:

— ¡Eh! ¡Los de abajo!

Era una voz melosa y aguda que había sonado desde lo alto de un árbol. Provenía de un hombrecillo pequeño y vestido con casaca amarilla, pantalón negro y botas. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de color rojo.

Iba asimismo acompañado de unos cuantos como él. El color de las casacas y los gorros difería, pero los pantalones eran todos negros y las botas marrones.

— ¡Ey! —seguían llamando a los fuwas esos hombrecillos—. ¡Aquí!
— ¡Miradnos, hola!
— ¡Hooooolaaaa!

El claro se llenó de los gritos de rabia de los fuwas.

— ¡Qué oportuno, duende! ¿No ves que estamos ocupados? ¡Nada menos que a punto de ejecutar sentencia! ¡Vuelve con los tuyos, anda!
— ¡Debéis deteneros! ¡Estáis a punto de cometer un error!

Hubo risas entre los fuwas.

— Lo que hace la envidia, ¿eh? —dijo el fuwa jefe, el de los plumones rojos—. ¡Míralo bien, Numenar! ¡Hemos atrapado a un sagranio! ¿Qué te parece, eh? ¿A cuántos de ellos habéis atrapado vosotros hasta ahora? ¡Diría que a muy pocos!
— Eso no es un sagranio, Hokum.
— ¿Ah, no? Y entonces, ¿qué dirías que es?
— De hecho ni siquiera es de raza sagrarin. ¿No habéis visto que tiene la piel grana? ¿Y desde cuándo los sagrárines tienen los ojos del color del ámbar? Además, diría que tenéis mucho interés en escuchar lo que he venido a deciros... ¡Yo de vosotros no lo mataría!

Los fuwas se miraron entre ellos y luego al duende. A juzgar por la mueca con la que intentaban reprimir esas miradas salvajes de odio, daba la impresión de que querían matarlo, pero que había algo que se lo impedía.

— ¿Que no ejecutemos al condenado? ¿Ahora que lo tenemos en las manos? ¿Cómo piensas privarnos de ello, Numenar?
— Traigo un mensaje de nuestra mitad de la Asamblea. Debéis dejar lo que estáis haciendo para reunirnos, y escuchar lo que los duendes tenemos que...
— ¿Ahora? ¿Y habéis tenido que elegir este momento?
— De hecho es imposible encontrar uno mejor.
— ¿A qué te refieres?
— Pues a que el mensaje que me han encargado transmitir dice... explícitamente... que debéis perdonarle la vida a vuestro reo.

Los fuwas no dieron crédito.

— ¿He oído bien? —dijo el fuwa jefe.
— Nuestros vigías ya avistaron hace tiempo el acercamiento a nuestros territorios de un ser ajeno al bosque, Hokum —dijo el de la casaca naranja—. Hemos elaborado planes que podrían ser interesantes para nuestra causa, y aquí es donde entra esta persona. Nuestra mitad de la Asamblea ya determinó que nos podría ser útil... ¡para el proyecto del Nuevo Orden!







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