La venganza de las flores es una nueva novela escrita por Ego Revenio que, a diferencia de El descontrol, consideramos mucho más adecuada al blog del Oniródromo por su relación estrecha con el mundo de Momeria. Procederemos, pues, a publicarla por entregas en nuestro blog, con la periocidad regular de un capítulo por la semana (uno cada lunes).
A continuación mostramos el primer capítulo:
— LA DECISIÓN —
Vengo
de un país donde se oyen más mentiras que verdades. Tanto es así
que allí no ayuda asegurar que uno está diciendo la verdad para que
los demás la crean.
Sin
embargo, la Asamblea Forestal no se equivoca nunca. La historia de cómo llegó a conquistarlo todo para hacer del mundo un lugar mejor merece una buena historia.
Creo que todo empezó en
aquella porquería de lugar llamado Isolacrán. Ahora que vuelvo la
vista atrás, el motivo por el que abandoné mi ciudad natal me
parece increíble. Con la de razones importantes que tenía para irme
de allí... ¿de verdad lo hice por algo tan estúpido como encontrar
un arma? ¿O viajar un poco? No deja de tener su gracia...
Mientras me toco la
barbilla con la mano me doy cuenta de que sí, que esa es la verdad.
Para mí, debéis saber, no había nada más importante por aquel
entonces. Porque, en el país de Occitia, un arma puede suponer la
diferencia entre llevar una buena vida o sucumbir a una mala muerte.
La vida que llevaba allí, antes de escapar al extranjero, era
lamentable, aunque entonces mi mayor problema no era otra cosa que
saber si comería al día siguiente.
Sí, llevaba tiempo
diciéndome que necesitaba un arma. Y que en el extranjero habría
posibilidades de encontrar alguna sin tener que jugarme la vida. No
me decidía, sin embargo, a dar el paso. También tenía ganas de
cambiar de aires por un tiempo. Pero huir al extranjero en busca de
un futuro incierto no es algo que se pueda plantear de hoy para
mañana, aunque sea por escapar de un sitio como Occitia. Antes de
salir de su frontera, por ejemplo, había que franquear un gran
desierto, del que no sabía si saldría vivo.
Pero entonces sucedió algo que me hizo decidirme a abandonar Isolacrán el mismo día.
Creo que fue el día
que... sí, fue la tarde en que se me cayó el tercer colmillo.
Ocurrió poco después de
que me hubieran robado la cesta de fruta que tenía en casa, mientras
dormía la siesta. Recuerdo que, al despertarme y darme cuenta, monté
en cólera. Enseguida salí a la calle hecho una fiera, jurando por
Anjín y por mis cicatrices que en cuanto encontrase al desgraciado
le arrancaría los ojos.
Corrí furioso por las
calles levantando polvo y tierra, porque en ese yermo que se hace
pasar por país no hay calles adoquinadas en ninguno de sus
poblachos, ni tan siquiera hierba. Iba preguntando a gritos por mi
cesta a quien fuera que me sostuviera la mirada. Entretanto soltaba
tacos y pisaba el suelo con fuerza, como si quisiera hacerle daño.
Tras unos minutos de
búsqueda, yo ya no esperaba encontrar al ladrón. No sé si en
realidad lo que quería era descargar mi rabia, hacer algo que me
cansara, correr... Pero al final, no muy lejos de una mata de espinos
en uno de los descampados, encontré a un grupo de tres adolescentes
que comían fruta de mi cesta. Los muy palurdos la miraban como si
fuese diamante, porque nunca habían visto nada parecido. Pero la
cesta la había hecho yo, y mi trabajo me costó, a partir de una
planta del desierto parecida a la que ellos tenían al lado. Una...
bueno, sí, a falta de una palabra mejor era una planta... que
consiste sólo en tallos negros y espinas afiladas. Cuando recordé
lo que me había costado arrancarle los pinchos y trenzar los tallos,
la rabia me quemó la sangre.
Hacer algo en Occitia sin
pensar le puede salir caro a uno, pero no hacerlo se puede llegar a
pagar con la vida. Y yo no sabía cuándo iba a ser la siguiente vez
que comería. Me abalancé sobre ellos sin más, saltando como un
chacal. Mordí brazos y piernas como si fuera a devorarlos. Arañé
como si quisiera dejarme allí las uñas. Golpeé y coceé con todas
mis fuerzas, descontrolado, soltando los tacos más soeces que sabía.
Conseguí ponerles en fuga y recuperar la cesta. Pero a costa de un
precio muy caro. Entre los varios moratones y heridas vi, en un
charco de sangre en el suelo, uno de los dos colmillos que solían
quedarme. Ahora ya sólo tenía uno en el que confiar.
Me dolía todo una
barbaridad. No sé cómo pude ponerme en pie y volver a casa después
del vapuleo. Pero el miedo a las miradas que me echaban los vecinos,
que cada vez eran más, terminó de hacer su trabajo. Al primer ruido
de pasos que se acercó demasiado me decidí por fin. Alguien soltó
una risotada. Saqué fuerzas de flaqueza, me levanté y volví a casa
cojeando.
Sin embargo había hecho
bien. Estaba en juego que pensaran que robarme sale gratis, y en
Occitia eso nadie se lo puede permitir. Había hecho bien. O al menos
eso me repetí mil veces, intentando convencerme. Del contenido de la
cesta, sólo la mitad estaba intacta. Me lo fui comiendo por el
camino, antes de que fuera demasiado tarde. Porque además, de
entrada, un artículo hecho de madera llama demasiado la atención.
— ¿Y vosotras qué miráis? —lancé a dos muchachas que me crucé.
— ¿Y vosotras qué miráis? —lancé a dos muchachas que me crucé.
Me estaban sonriendo con
malicia. Debía de ser por el aspecto que ofrecía, y lo más
probable es que hubieran visto la pelea. Primero reforcé el agarre
de mi cesta. Luego se me ocurrió que tal vez les gustaba. A las
mujeres occitias no se las impresiona siendo amable, eso está claro.
Pero aquel día ya no estaba para tonterías. Fue ahí cuando tomé
mi decisión. Iba a irme al extranjero aquella misma tarde.
Tardaría un poco en
estar de vuelta, pero con algo contundente podría hacerme respetar
aún a falta de colmillos. No quería un cuchillo o una espada para
formar y proteger un negocio o dominio, como hacen algunos, ni para
obligar a nadie a asociarse conmigo en la empresa que fuera. Yo
sencillamente pensé que, si volvía con un arma, nadie se atrevería
a molestarme. O al menos eso era lo que creía yo.
Conseguir un arma blanca
en una ciudad es rápido y simple, pero requiere de paciencia.
También hay que contar con un pedrusco como mínimo, así como con
la habilidad de encontrar el momento adecuado... y una fuerza,
rapidez y ganas de jugarse el pellejo que yo no tenía.
Pero había oído que en
el extranjero era todo muy distinto. El desierto que nos separaba del
resto de países ya no me aterraba, y pensé que merecía la pena
intentar atravesarlo. Por lo menos estaría tranquilo por un tiempo
alejándome del resto de aquella gentuza. De modo que terminé de
decidirme. Iba a prepararme para partir de allí el mismo día, con
la idea de marchar hacia el este en busca de armas.
En casa tenía un gran
zurrón de piel de chacal, con asas para llevar a la espalda. Busqué
de qué llenarlo, pero no había gran cosa. La cesta iba a llevármela
aunque estuviera vacía, porque allí era poco menos que un objeto de
valor. Puse también la túnica de piel que tenía de repuesto y una
botella de barro cocido, que llenaría cada mañana con el agua de
las charcas del rocío.
La botella estaba tapada
con tapón de corcho. No tuve que sacudir demasiado al viejo
solitario al que se la robé, que vivía en una casa de piedra en
medio del desierto, para que me dijera de dónde lo había sacado. Y
no creí su respuesta, como es natural. Pero encima es que se quedó
a gusto. ¿Cómo iba a creerme que había estado en la Cordillera
Sur? Sin embargo me divertí oyendo su relato, que incluía desafiar
la prohibición divina de llegar a las montañas, y una huida por los
pelos de los monstruos que algunos dicen que las habitan. Y además
me reí mucho cuando dijo que había extraído el corcho de la
corteza de un árbol. Deliraba, el pobre, pero no consiguió
asustarme. El tapón lo habría robado a un extranjero. Ahí se
quedó, gimiendo como un perro tirado por el suelo, y soltando tacos
de otro siglo que me hicieron reír más.
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