LA VENGANZA DE LAS FLORES - LA ASAMBLEA FORESTAL
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Y sin más dilación:
8. ~ LA ASAMBLEA FORESTAL ~
¿Nuevo Orden?
¿Qué demonios era eso?
Hokum, el jefe de los
fuwas, miró al portavoz de los duendes, el llamado Numenar, y luego
me miró a mí. Estaba algo inquieto, como si lo que hubiesen dicho
los duendes me tuviera que importar. A mí, que como es lógico sólo
pensaba en si iba a salir vivo de aquello. Luego se volvió a mirar
al duende con la anterior expresión de enfado.
— ¡Duende estúp...!
—casi insultó—. ¿A qué viene hablar de...? ¡Ahora sí nos
has cargado de razones para liquidarlo!
— No veo razón para
que tengáis que hacerlo. En nuestra mitad de la Asamblea ya se ha
decidido que nos puede ser de ayuda.
— ¿Y pensáis que
sólo con vuestra mitad podéis decidir, de manera unilateral, sobre
uno de nuestros juicios? ¡Este desgraciado es un asesino que...!
— A nadie le interesan
vuestras tonterías con los libros, Hokum. ¿Qué quieres, que
iniciemos una guerra? —amenazó Numenar—. Si nos es de ayuda, no
hará falta aniquilarlo. Y yo creo que estará de acuerdo en
ayudarnos.
Yo contuve el aliento,
por un lado con alivio y por el otro preocupado. Parecía que podía
salvarme de la horca. Y sin embargo, ¿qué quería de mí esta panda
de locos?
— ¿Y de qué creéis
que va a servirnos este asesino de árboles y plantas? —preguntó
el fuwa.
— Habría que darle
algunas vueltas a la cuestión. Sea como sea, la asamblea se ha de
reunir de inmediato —presionó el duende, aprovechando el silencio
del jefe fuwa—. Nuestros portavoces vienen hacia aquí. ¡En
nombre de nuestra mitad de la Asamblea, este juicio queda
interumpido!
— Estás jugando con
fuego, duende... —masculló Hokum.
Sin embargo, con un gesto
de la mano, hizo que la mitad de sus congéneres se retiraran hacia
atrás, hasta un poco más allá de los troncos de los árboles.
De modo que tenía unos
minutos más de vida. Respiré aliviado viendo como una munión de
duendes se acercaba desde arbustos, árboles, saltando de rama en
rama. Otros, como por arte de magia, aparecían de debajo de las
plantas, de la tierra o de las mismas piedras, o se materializaban a
partir de sombras que hasta hace poco no habría dicho que los
cubrían como sábanas.
Los duendes ocuparon
posiciones en su mitad del claro. Muchos se subieron a los árboles
que había ante nosotros. Una vez aposentados, medio claro estuvo
ocupado por ellos y el otro medio por los fuwas. Yo seguí en el
medio, custodiado por los matones de Hokum.
— Se abre la sesión
—declaró el gran jefe fuwa—. Y se exige a los portavoces
de los duendes que nos comuniquen qué razón es tan importante como
para que interrumpan un juicio fuwa.
Eran cinco los duendes
que se habían subido a las ramas intermedias de los árboles más
cercanos al claro. Esos parecían ser los portavoces.
— Pues... como ya se
ha dicho... —empezó uno de los cinco duendes, que vestía una
casaca roja—. Nuestros espías advirtieron la presencia del sujeto
que os disponíais a ajusticiar, y dirimieron tratar al mencionado
sujeto, en vista de su deslealtad con la sociedad sagrarin, de la
manera acorde a lo que sus actos merecen.
No lo entendía. ¿Pero
entonces me las había cargado por atacar a aquellos tipos en
Sagrarin? ¿Y a esta gente qué les importaba?
Hubo murmullos entre los
fuwas, hasta que al final el jefe dijo:
— ¿Desleal a los
sagrárines? —se extrañó Hokum—. ¿Este? No me lo creo. ¡Si
es uno de ellos! No hay más que verlo. ¡Si hasta lleva la misma
ropa que ellos! ¿Qué es lo que ha hecho para que habléis tan bien
de él?
¿«Tan bien»? Pero
entonces, según él, ¿atacar a unos sagrárines me hacía
respetable? Y además, ¿a mí que me importaba ser leal o desleal a
nadie?
— Preguntádselo a los
árboles —contestó el segundo duende, que iba vestido con una
casaca azul—. Estoy seguro de que tienen algo que contaros al
respecto.
¿Cómo que se lo
preguntaran a los árboles? ¿Es que aquella gente hablaba con los
árboles? Pero en ese momento me asustó más la mirada que Hokum
lanzó al duende. Lo miraba de hito en hito, clavándole sus ojos
azules como si nadie en su sano juicio se hubirera atrevido jamás a
decirle a él cuándo debía consultar a los árboles. Sin embargo,
estimó oportuno no contestar. A continuación llamó a dos de sus
compinches y les dijo algo en su lengua fuwa. Y entonces los dos
fuwas se marcharon, saliendo del claro y perdiéndose en el bosque.
— Mientras esperamos,
duendes —empezó Hokum en un tono extraño que intentaba parecer
amable— ¿por qué no nos contáis vuestro plan? Así puede que
el detenido escuche más de aquello que no debe, y tengamos más
razones para demostrar que hay que pasarlo por el látigo... o por
el mortero. O tal vez por...
— Antes de proceder a
tan civilizadas prácticas, Hokum —le interrumpió el tercer
duende, que llevaba una casaca violeta— debemos hacerle unas
preguntas. Primero de todo, ¿cómo te llamas, extraño viajero?
—preguntó mirándome.
Me aclaré la garganta,
consciente de que esta era una prueba que, si fallaba, tal vez
pagaría con la vida.
— Mi nombre es Vérizo
—respondí con voz ronca, sin poder evitar fruncir el ceño al
decir esto.
— ¿Y de dónde eres?
— De Isolacrán.
— ¿Eso qué es?
— Pues una ciudad...
—respondí al tiempo que empezaba a oírse un murmullo entre los
fuwas.
— ¿Una ciudad? No me
suena, ¿se puede saber dónde está?
— En Occitia. Hacia el
este, no muy lejos de...
— ¿Occitia? ¿Es tu
comarca?
— No, es mi país.
— ¡Silencio! —pidió
el primer duende—. ¿Cómo es que nunca hemos oído hablar de él?
¿Dónde está tu país, Vérizo?
— Está al oeste de
Sagrania. Tras la llanura desértica.
Pero el murmullo volvió
a crecer entre los fuwas y los duendes y esta vez ni siquiera mi
interlocutor pudo evitar hacer algunas preguntas a los duendes que
tenía cerca.
— ¿Tras la llanura
del oeste? Pero... ¿es que hay algo más allá de ese desierto?
Asentí.
— ¿Y vive gente allí?
Volví a asentir.
— Pero entonces...
Los murmullos ya se
habían convertido en griteríos. Todos, duendes y fuwas, hablaron a
la vez.
— ¡SILENCIO! —gritó
el jefe de los fuwas; todo el mundo calló de inmediato—. ¿A
dónde queréis llegar con estas preguntas, duendes?
— ¿Has estado en
Sagrarin, forastero? —me preguntó el duende que se llamaba
Numenar, sin hacer caso de Hokum.
— ¿Yo? Sí, ¿por
qué?
— ¿Y qué piensas de
los sagrárines?
— Yo... ¿a qué viene
esa pregunta?
— Nuestros espías nos
han contado que sintieron olor a sangre sagrarin cuando te vieron
huyendo de Sagrania. ¿Qué te ocurrió allí? ¿Tuviste algún
problema?
— Yo...
No sabía que me habían
espiado, pero ya me preocuparía de ello más tarde. Tampoco vi razón
para no contarles lo que me había pasado con los borrachos, el fuwa
y la policía. Al fin y al cabo, era lo que había querido aducir en
mi defensa, y ni duendes ni fuwas parecían tener a los sagrárines
en alta estima. Más a mi favor para que aquellos locos me
indultasen, ¿no?
Y les conté todo.
Insistí en que la pelea vino por defender precisamente al fuwa que
estaban maltratando. Porque, a pesar de las palabras de Hokum al
respecto, no tenía pinta de saber defenderse. Él se indignó de
repente, y enfadado me cortó, antes de que acabase mi relato:
— ¡Y un cuerno! ¡No
me lo creo! ¿Cómo puede ser que este asesino de árboles haya
ayudado a uno de los nuestros?
— Pues le ayudé
porque le estaban pegando una paliza, y él...
— ¡Él estaba
interpretando su papel! ¡Nadie te pidió que le ayudases! ¡Sabemos
defendernos, para que te enteres! Me apuesto lo que quieras a que el
desgraciado que se atrevió a golpearle ya ha cobrado su merecido...
¡No nos subestimes!
— Yo sólo digo que...
— ¡Pues que pare de
contarnos monsergas sobre que los fuwas necesitamos ayuda, y que
empiece a soltar de dónde ha venido y a qué se dedica...! ¡A ver
si tiene lo que hay que tener, a ver hasta dónde llegan sus
mentiras!
Respiré hondo y seguí
con mi historia. Les hablé de mi vida en Occitia, y de lo diferentes
a nosotros que eran los sagrárines. No me prestaron mucha atención
hasta que empecé a quejarme de las cosas del país que acababa de
abandonar que más me habían sacado de quicio. Entonces los duendes
parecieron interesados y los fuwas, por primera vez, atentos.
Les conté cómo me
habían tratado sólo porque era occitio. Cómo me había molestado
la manera en que habían tratado a aquel fuwa. Las cosas que Dana me
contó sobre las injusticias de su país, y cómo al final no dejaban
de ser tan distintos de los occitios. Mi país estaba lleno de gente
que se destruía mutuamente, pero Sagrania estaba en manos de
déspotas que permitían la pobreza entre su gente y que habían
empujado a nuestros antepasados a vivir tras un desierto seco y
repugnante. Todo aquello en palabras de la misma Dana. Entonces, como
viera que cambiaba la reacción de los duendes y hasta de los fuwas,
elevé el tono de mi discurso contra toda aquella gente. Y acabé
quedándome a gusto:
— Van de santos, de
superiores, de civilizados inteligentes... pero roban, multan,
pegan, insultan sin tener ni media torta... a poco que te pelees con
nadie viene medio pueblo o llaman a la poli, tienen a gente viviendo
en la calle con la riqueza que hay... ¡y la policía abusa de la
gente, pero luego no les puedes ni tocar un pelo...! No odio a los
sagrárines... ¡pero con más de uno me rompía la pierna,
desollándoles el culo a patadas!
Todos me miraron con la
boca abierta. Nadie dijo nada más. Se hizo el silencio en medio del
bosque.
Y entonces, de pronto,
descubrí que aquel silencio no venía por lo que acababa de
decirles. Justamente estaban de regreso los dos guardias que Hokum
había enviado. Se acercaron a su jefe y le dijeron algo. Y entonces
este, mirándome como si fuese un excremento que acababa de pisar, se
aclaró la garganta y comunicó a la Asamblea:
— Hemos recibido una
respuesta de los árboles...
¿Había oído bien? ¿O
me estaba volviendo majara?
— Y los árboles nos
han respondido que toda la historia que cuenta el detenido es
cierta.
Hubo más murmullos.
— Según ellos —siguió
Hokum, carraspeando otra vez— el forastero proviene de un país
remoto que se encuentra en el extremo oeste de Momeria. Es una
tierra desolada del extremo occidental, más allá del desierto que
señala el fin de Sagrania. Allí despojó de sus frutos, sin tener
ningún permiso para ello, a varios de los árboles más cercanos al
país de nuestros opresores —hubo murmullos de enfado—. A
continuación se dirigió hacia el este, y llegó a un pueblo. Allí
asesinó a un granjero local y le robó sus gallinas —hubo
murmullos de aprobación—. Parece ser que permaneció un tiempo
vagabundeando de aquí para allá, viviendo de robar hasta
desembocar en Sagrarin. Ese es el lugar donde encontró el objeto de
tortura y muerte llamado libro —cesaron los murmullos—. Y según
el mismo testimonio de los árboles, debo admitir ante la Asamblea
que, antes de venir aquí, este sujeto defendió a uno de nuestros
espías fuwa de la agresión de su amo. Para finalizar, según
parece, el forastero propinó una paliza a los compañeros del
mencionado agresor y de paso atacó a varios policías.
Yo estaba perplejo oyendo
aquello. ¿Cómo sabían tanto? ¿De verdad se lo habían contado los
árboles? ¿En serio creían que todas aquellas maldades me hacían
digno de elogio? ¿Qué hacía yo con tanto desquiciado? ¿Me estaba
volviendo loco? En mala hora se me había ocurrido poner un pie en el
bosque aquel...
— Pero cómo... ¿Cómo
sabéis todo eso? ¿Cómo puede ser que los árboles...?
— Los fuwas, como
debes saber —me dijo Numenar— tienen la habilidad de comunicarse
con las plantas. Y las plantas, estimado forastero... por extraño
que te parezca, son sensibles a todo aquello que pasa a su
alrededor, aunque no sientan de forma parecida a como hacemos
nosotros. Se dan cuenta de muchas cosas sin que lo sepamos, y hablan
entre ellas. Los fuwas, simplemente, recogen parte del conocimiento
de los árboles.
No tuve valor de decir lo
que pensaba: que estaban sonados, y que tal vez yo lo estuviera
también.
— ¿Y vosotros? —dije
en el silencio sepulcral que se formó—. ¿Qué queréis de mí?
— ¿Nosotros? —me
contestó Numenar—. Pues, como seguramente habrás oído,
queríamos pedirte ayuda.
— ¿Para qué?
— Creo que tenemos
cosas en común.
— ¿Ah, sí?
— Como por ejemplo el
hecho de que los antepasados de los sagrárines expulsaran a los
occitios a los confines del desierto.
Hokum entornó sus ojos
azulados. También soltó aire por el pico de pato, para expresar
desacuerdo y algo de desprecio.
— ¿Eso tenemos en
común? —pregunté—. ¿Por qué?
— Escucha, forastero.
Los duendes y los fuwas no hemos vivido siempre en este bosque,
¿sabes? —me explicó Numenar.
— ¿Ah, no?
— No. Antiguamente
había tribus nuestras distribuidas a lo largo y ancho de toda
Momeria. Todos los países de Momeria, desde el extremo oriental
hasta seguramente el desierto, estaba habitado por nuestras dos
especies.
— Numenar —hizo
Hokum en tono de advertencia—. A ver qué le cuentas a este
asesino...
— ¿Y qué les pasó?
—pregunté interesado.
— Cuando los
sagrárines se convirtieron en la raza dominante, hace miles de
años... —hizo Numenar, y se aclaró la garganta—. Rehicieron el
mundo a su convenciencia. Cambiaron el que había antes, donde todas
las especies vivíamos en armonía, por otro nuevo, hecho por y para
ellos. Y en unos cuantos años...
— ¡Talaron bosques
enteros...! —interrumpió Hokum apretando los puños y los
dientes, sin poderse contener—. Y aún hoy continúan. Ni los
árboles ni nosotros podremos olvidarlo nunca. Asesinos...
— De nuestras antiguas
alianzas, que tan necesarias fueron desde hacía muchos siglos, no
quisieron saber nada —siguió el duende—. Decidieron que ya no
nos necesitaban, y se les cayó la careta. No eran tan justos como
parecía, sólo empezaron a brillar ante la ausencia de quien les
hacía sombra... y entonces intentaron esclavizar a nuestros
antepasados, fuwas por un lado y duendes por el otro. Hubo
rebeliones, claro está, pero los sagrárines tenían ejércitos muy
numerosos armados hasta los dientes, y ayudados por su magia
poderosa.
— ¿Magia? —hice
incrédulo.
— ¡Numenar...!
—volvió a advertir el jefe Hokum, al que parecía que empezaban a
sacar de sus casillas—. ¡No sigas por ese camino, o tendrás
problemas con...!
— ¡Si al final no te
convence nuestra idea, Hokum, y si crees que yo me he ido de la
lengua ante los oídos de vuestro reo... siempre podéis matarlo!
¡Pero deja al menos que diga todo lo que tengo que decir!
— Estás jugando con
fuego, duende estúpido... —masculló entre dientes el gran jefe.
Y gruñó algo más, en
palabras tan insultantes como inaudibles. Numenar miró con miedo a
aquella bestia con aspecto de palmera de hojas rojas. Pero luego echó
otra mirada a sus compañeros duendes, respiró hondo y continuó,
como si nadie le hubiese amenazado:
— Como iba diciendo...
sí... magia. Fuimos incapaces de vencer a los sagrárines y a su
terrible magia.
— Pero... ¿pero
magia? —me extrañé, dudando otra vez de la cordura de aquel
duende—. ¿Pero es que la magia existe?
— Claro que existe.
No me atreví a decirle
lo que pensaba de él. Todavía tenían mi vida en sus manos.
— Nosotros también
podemos usarla —dijo Numenar—. Pero nuestro conocimiento de la
misma no es rival para el nivel de la magia de los sagrárines, que
llevan siglos practicándola y desarrollándola. No pudimos ganar
aquellas guerras.
— Pero...
— Y después, los
supervivientes huyeron a los bosques. Nosotros somos la última
colonia de fuwas y duendes que aún vive.
— Te habrás quedado a
gusto, Numenar... —suspiró Hokum, aunque su aliento sonó muy
ronco y amenazador—. Ya puedes tener una buena razón para que no
lo matemos...
— Hace años, fuwas y
duendes formamos una alianza —continuó Numenar—. Somos los
últimos descendientes de las tribus de fuwas y duendes que se
refugiaron en la profundidad del Bosque de Medonia. Desde aquí,
juramos no olvidar jamás lo que la raza sagrarin nos ha hecho... y
pagarles con su misma moneda en el futuro.
Parpadeé varias veces.
— ¿Y por qué me
cuentas todo esto? ¿Qué es lo que queréis de mí? ¿Para qué
necesitáis mi ayuda?
— Verás, nosotros
hace tiempo que...
— ¡Basta! —gritó
Hokum—. Por ahí no paso. Como cuentes una sola palabra más de
nuestro plan...
— Si nuestro amigo se
fuera de la lengua, Hokum... lo sabríamos. Y que te quede muy
claro, antes de que digas nada, que los duendes tendríamos el mismo
interés que tú en silenciar cualquier rumor —añadió
escudriñándome con un elocuente brillo en la mirada.
Pero el miedo que me
estaba entrando no era tan fuerte como mi interés por escuchar lo
que tuvieran que decirme.
— ¿Qué plan es ese,
Numenar? —le pregunté—. Puedes contármelo, puedes confiar en
mí. Lo juro por Asp... lo juro por Aspín.
— Nosotros hace tiempo
que recopilamos información sobre Sagrania —prosiguió él—.
Los fuwas, como habrás podido comprobar, han distribuido a su gente
por todo el país haciéndoles pasar por seres dóciles distintos a
sus antepasados, dispuestos a servir a los sagrárines a cambio de
cobijo y comida. Pero no son más que espías.
Tragué saliva.
— Estamos planeando
desde hace años un movimiento muy importante. Pero nos falta algo
que tú puedes darnos...
— ¿Yo?
— Sí. Según nos han
dicho nuestros espías, tú sabes leer. ¿No es así?
Miré a derecha y a
izquierda. Por un lado, los fuwas me miraban, a mí y a los duendes,
con desconfianza. Por el otro, los duendes parecían expectantes a lo
que tuviera que decir. Al final asentí.
— Pero... ¿para qué
quieres a una persona que sepa leer? ¿Es que vosotros no sabéis?
— Verás, los fuwas no
tienen derechos en Sagrania. Sus habitantes no acaban de confiar en
ellos, y nunca les han enseñado muchas cosas. Entre ellas, a leer.
Pero a ti sí. Has conseguido que te transmitan esa habilidad. Y has
pasado tiempo con ellos en los últimos tiempos. Sin duda podrías...
volver allí, a ver qué más puedes traernos sobre ellos, ¿no?
— ¿Como por
ejemplo...?
— Bueno, esos libros
de los que hablan los fuwas parece que contienen mucha información
importante acerca de temas muy variados... y si nos enseñaras a
leer la escritura sagrarin... hace tiempo que nuestro conocimiento
sobre los avances de la ciencia está muy estancado. Sobre todo
porque no podemos ni salir del bosque sin que descubran que,
efectivamente, aún hay fuwas y duendes fuera de la civilización
sagrarin...
— ¿Pero para qué
necesitáis información sobre Sagrania?
— Numenar... ¡no!
Numenar volvió a
respirar.
— A propósito —me
dijo antes de aclararse la garganta— te queríamos hacer una
propuesta. Habíamos pensado en contar contigo para... ¿querrías
ayudarnos en nuestra misión... por un Nuevo Orden mundial?
— ¿Nu... Numenar?
—hizo el jefe fuwa como si no pudiese creerlo.
Pero Numenar parecía
decidido. Volví a parpadear.
— ¿A qué os referís?
—pregunté, aunque ya intuía a qué se refería.
— Bueno, no tenemos
por qué caer en la tentación de ser crueles con nuestros opresores
de raza sagrarin… pero digamos que... podemos hacer... un mundo
mejor, más armónico... más justo. Sí, eso es. Un lugar donde las
diversas especies podamos volver a vivir en igualdad de derechos y
oportunidades... incluidos los occitios, claro... en lugar de
aceptar las cosas tal y como están... reequilibrar la balanza en
toda Momeria. ¿No quieres?
Le estaban contando la
parte bonita de la verdad a un ciudadano del país de las mentiras.
Ya sabía qué se proponía aquella gente. No necesitaban disfrazarlo
de una bondad que brillaba por su ausencia.
— Si nos ayudas...
—siguió Numenar—. Vaya, si nos ayudas... podemos hacer muchas
cosas por ti. Como por ejemplo encargarnos de que nunca más pases
apuros. Y también me preguntaba... ¿te gustaría aprender a hacer
magia, forastero? Podrías convertir Occitia en un vergel, y luego
gobernarla... ¡o hacer lo que quisieras en el Nuevo Orden!
Me lo pensé unos
segundos. Sabía que no podía confiar en ellos. Que no podía ser
que la magia existiera. Que sería todo una gran mentira. Sin
embargo, no tenía dudas. Quería saber qué se proponían. Si he de
ser franco, pensé al ver las lanzas de los fuwas que aún apuntaban
hacia mí, también debo decir que no tenía opciones...
— ¿Qué es lo que
tengo que hacer? —quise saber, rebuscando en mi interior para
elegir el tono y las palabras más amables y mansas que pude
encontrar.
No fue hasta días
después que me di cuenta de que no sólo era una falta de opción.
Creo que al final venció el instinto de poder y la voluntad de
progresar en la vida. Y ver qué oportunidades me brindaban aquellas
compañías, que para alguien criado en Occitia no eran tan malas. De
momento quería quedarme en el bosque, aunque fuese con aquella gente
tan siniestra y tan extraña.
Si tan convencidos
estaban de que sabían hacer magia, entonces yo no quería morirme
sin verla. Y si iban a enseñarme a hacerla, por Anjín que iba a
quedarme. Luego ya vería qué podría hacer, y dónde, y si debía
emprender una fuga o no. Por no mencionar que había estado
arrastrando desde casa, durante todo mi viaje, los recuerdos que me
traje de Isolacrán.
¿Qué puedo decir? No me arrepiento en absoluto. La Asamblea Forestal no se equivoca nunca.
Nadie
en su sano juicio hubiese preferido regresar a Occitia.
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