lunes, 8 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (VIII): La Asamblea Forestal



LA VENGANZA DE LAS FLORES - LA ASAMBLEA FORESTAL


¡Cada lunes continúa la aventura! 


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8. ~ LA ASAMBLEA FORESTAL ~


¿Nuevo Orden? ¿Qué demonios era eso?

Hokum, el jefe de los fuwas, miró al portavoz de los duendes, el llamado Numenar, y luego me miró a mí. Estaba algo inquieto, como si lo que hubiesen dicho los duendes me tuviera que importar. A mí, que como es lógico sólo pensaba en si iba a salir vivo de aquello. Luego se volvió a mirar al duende con la anterior expresión de enfado.

— ¡Duende estúp...! —casi insultó—. ¿A qué viene hablar de...? ¡Ahora sí nos has cargado de razones para liquidarlo!
— No veo razón para que tengáis que hacerlo. En nuestra mitad de la Asamblea ya se ha decidido que nos puede ser de ayuda.
— ¿Y pensáis que sólo con vuestra mitad podéis decidir, de manera unilateral, sobre uno de nuestros juicios? ¡Este desgraciado es un asesino que...!
— A nadie le interesan vuestras tonterías con los libros, Hokum. ¿Qué quieres, que iniciemos una guerra? —amenazó Numenar—. Si nos es de ayuda, no hará falta aniquilarlo. Y yo creo que estará de acuerdo en ayudarnos.

Yo contuve el aliento, por un lado con alivio y por el otro preocupado. Parecía que podía salvarme de la horca. Y sin embargo, ¿qué quería de mí esta panda de locos?

— ¿Y de qué creéis que va a servirnos este asesino de árboles y plantas? —preguntó el fuwa.
— Habría que darle algunas vueltas a la cuestión. Sea como sea, la asamblea se ha de reunir de inmediato —presionó el duende, aprovechando el silencio del jefe fuwa—. Nuestros portavoces vienen hacia aquí. ¡En nombre de nuestra mitad de la Asamblea, este juicio queda interumpido!
— Estás jugando con fuego, duende... —masculló Hokum.

Sin embargo, con un gesto de la mano, hizo que la mitad de sus congéneres se retiraran hacia atrás, hasta un poco más allá de los troncos de los árboles.

De modo que tenía unos minutos más de vida. Respiré aliviado viendo como una munión de duendes se acercaba desde arbustos, árboles, saltando de rama en rama. Otros, como por arte de magia, aparecían de debajo de las plantas, de la tierra o de las mismas piedras, o se materializaban a partir de sombras que hasta hace poco no habría dicho que los cubrían como sábanas.

Los duendes ocuparon posiciones en su mitad del claro. Muchos se subieron a los árboles que había ante nosotros. Una vez aposentados, medio claro estuvo ocupado por ellos y el otro medio por los fuwas. Yo seguí en el medio, custodiado por los matones de Hokum.

— Se abre la sesión —declaró el gran jefe fuwa—. Y se exige a los portavoces de los duendes que nos comuniquen qué razón es tan importante como para que interrumpan un juicio fuwa.

Eran cinco los duendes que se habían subido a las ramas intermedias de los árboles más cercanos al claro. Esos parecían ser los portavoces.

Pues... como ya se ha dicho... —empezó uno de los cinco duendes, que vestía una casaca roja—. Nuestros espías advirtieron la presencia del sujeto que os disponíais a ajusticiar, y dirimieron tratar al mencionado sujeto, en vista de su deslealtad con la sociedad sagrarin, de la manera acorde a lo que sus actos merecen.

No lo entendía. ¿Pero entonces me las había cargado por atacar a aquellos tipos en Sagrarin? ¿Y a esta gente qué les importaba?

Hubo murmullos entre los fuwas, hasta que al final el jefe dijo:

— ¿Desleal a los sagrárines? —se extrañó Hokum—. ¿Este? No me lo creo. ¡Si es uno de ellos! No hay más que verlo. ¡Si hasta lleva la misma ropa que ellos! ¿Qué es lo que ha hecho para que habléis tan bien de él?

¿«Tan bien»? Pero entonces, según él, ¿atacar a unos sagrárines me hacía respetable? Y además, ¿a mí que me importaba ser leal o desleal a nadie?

— Preguntádselo a los árboles —contestó el segundo duende, que iba vestido con una casaca azul—. Estoy seguro de que tienen algo que contaros al respecto.

¿Cómo que se lo preguntaran a los árboles? ¿Es que aquella gente hablaba con los árboles? Pero en ese momento me asustó más la mirada que Hokum lanzó al duende. Lo miraba de hito en hito, clavándole sus ojos azules como si nadie en su sano juicio se hubirera atrevido jamás a decirle a él cuándo debía consultar a los árboles. Sin embargo, estimó oportuno no contestar. A continuación llamó a dos de sus compinches y les dijo algo en su lengua fuwa. Y entonces los dos fuwas se marcharon, saliendo del claro y perdiéndose en el bosque.

— Mientras esperamos, duendes —empezó Hokum en un tono extraño que intentaba parecer amable— ¿por qué no nos contáis vuestro plan? Así puede que el detenido escuche más de aquello que no debe, y tengamos más razones para demostrar que hay que pasarlo por el látigo... o por el mortero. O tal vez por...
— Antes de proceder a tan civilizadas prácticas, Hokum —le interrumpió el tercer duende, que llevaba una casaca violeta— debemos hacerle unas preguntas. Primero de todo, ¿cómo te llamas, extraño viajero? —preguntó mirándome.

Me aclaré la garganta, consciente de que esta era una prueba que, si fallaba, tal vez pagaría con la vida.

— Mi nombre es Vérizo —respondí con voz ronca, sin poder evitar fruncir el ceño al decir esto.
— ¿Y de dónde eres?
— De Isolacrán.
— ¿Eso qué es?
— Pues una ciudad... —respondí al tiempo que empezaba a oírse un murmullo entre los fuwas.
— ¿Una ciudad? No me suena, ¿se puede saber dónde está?
— En Occitia. Hacia el este, no muy lejos de...
— ¿Occitia? ¿Es tu comarca?
— No, es mi país.
— ¡Silencio! —pidió el primer duende—. ¿Cómo es que nunca hemos oído hablar de él? ¿Dónde está tu país, Vérizo?
— Está al oeste de Sagrania. Tras la llanura desértica.

Pero el murmullo volvió a crecer entre los fuwas y los duendes y esta vez ni siquiera mi interlocutor pudo evitar hacer algunas preguntas a los duendes que tenía cerca.

— ¿Tras la llanura del oeste? Pero... ¿es que hay algo más allá de ese desierto?

Asentí.

— ¿Y vive gente allí?

Volví a asentir.

— Pero entonces...

Los murmullos ya se habían convertido en griteríos. Todos, duendes y fuwas, hablaron a la vez.

— ¡SILENCIO! —gritó el jefe de los fuwas; todo el mundo calló de inmediato—. ¿A dónde queréis llegar con estas preguntas, duendes?
— ¿Has estado en Sagrarin, forastero? —me preguntó el duende que se llamaba Numenar, sin hacer caso de Hokum.
— ¿Yo? Sí, ¿por qué?
— ¿Y qué piensas de los sagrárines?
— Yo... ¿a qué viene esa pregunta?
— Nuestros espías nos han contado que sintieron olor a sangre sagrarin cuando te vieron huyendo de Sagrania. ¿Qué te ocurrió allí? ¿Tuviste algún problema?
— Yo...

No sabía que me habían espiado, pero ya me preocuparía de ello más tarde. Tampoco vi razón para no contarles lo que me había pasado con los borrachos, el fuwa y la policía. Al fin y al cabo, era lo que había querido aducir en mi defensa, y ni duendes ni fuwas parecían tener a los sagrárines en alta estima. Más a mi favor para que aquellos locos me indultasen, ¿no?

Y les conté todo. Insistí en que la pelea vino por defender precisamente al fuwa que estaban maltratando. Porque, a pesar de las palabras de Hokum al respecto, no tenía pinta de saber defenderse. Él se indignó de repente, y enfadado me cortó, antes de que acabase mi relato:

— ¡Y un cuerno! ¡No me lo creo! ¿Cómo puede ser que este asesino de árboles haya ayudado a uno de los nuestros?
— Pues le ayudé porque le estaban pegando una paliza, y él...
— ¡Él estaba interpretando su papel! ¡Nadie te pidió que le ayudases! ¡Sabemos defendernos, para que te enteres! Me apuesto lo que quieras a que el desgraciado que se atrevió a golpearle ya ha cobrado su merecido... ¡No nos subestimes!
— Yo sólo digo que...
— ¡Pues que pare de contarnos monsergas sobre que los fuwas necesitamos ayuda, y que empiece a soltar de dónde ha venido y a qué se dedica...! ¡A ver si tiene lo que hay que tener, a ver hasta dónde llegan sus mentiras!

Respiré hondo y seguí con mi historia. Les hablé de mi vida en Occitia, y de lo diferentes a nosotros que eran los sagrárines. No me prestaron mucha atención hasta que empecé a quejarme de las cosas del país que acababa de abandonar que más me habían sacado de quicio. Entonces los duendes parecieron interesados y los fuwas, por primera vez, atentos.

Les conté cómo me habían tratado sólo porque era occitio. Cómo me había molestado la manera en que habían tratado a aquel fuwa. Las cosas que Dana me contó sobre las injusticias de su país, y cómo al final no dejaban de ser tan distintos de los occitios. Mi país estaba lleno de gente que se destruía mutuamente, pero Sagrania estaba en manos de déspotas que permitían la pobreza entre su gente y que habían empujado a nuestros antepasados a vivir tras un desierto seco y repugnante. Todo aquello en palabras de la misma Dana. Entonces, como viera que cambiaba la reacción de los duendes y hasta de los fuwas, elevé el tono de mi discurso contra toda aquella gente. Y acabé quedándome a gusto:

— Van de santos, de superiores, de civilizados inteligentes... pero roban, multan, pegan, insultan sin tener ni media torta... a poco que te pelees con nadie viene medio pueblo o llaman a la poli, tienen a gente viviendo en la calle con la riqueza que hay... ¡y la policía abusa de la gente, pero luego no les puedes ni tocar un pelo...! No odio a los sagrárines... ¡pero con más de uno me rompía la pierna, desollándoles el culo a patadas!

Todos me miraron con la boca abierta. Nadie dijo nada más. Se hizo el silencio en medio del bosque.

Y entonces, de pronto, descubrí que aquel silencio no venía por lo que acababa de decirles. Justamente estaban de regreso los dos guardias que Hokum había enviado. Se acercaron a su jefe y le dijeron algo. Y entonces este, mirándome como si fuese un excremento que acababa de pisar, se aclaró la garganta y comunicó a la Asamblea:

— Hemos recibido una respuesta de los árboles...

¿Había oído bien? ¿O me estaba volviendo majara?

— Y los árboles nos han respondido que toda la historia que cuenta el detenido es cierta.

Hubo más murmullos.

— Según ellos —siguió Hokum, carraspeando otra vez— el forastero proviene de un país remoto que se encuentra en el extremo oeste de Momeria. Es una tierra desolada del extremo occidental, más allá del desierto que señala el fin de Sagrania. Allí despojó de sus frutos, sin tener ningún permiso para ello, a varios de los árboles más cercanos al país de nuestros opresores —hubo murmullos de enfado—. A continuación se dirigió hacia el este, y llegó a un pueblo. Allí asesinó a un granjero local y le robó sus gallinas —hubo murmullos de aprobación—. Parece ser que permaneció un tiempo vagabundeando de aquí para allá, viviendo de robar hasta desembocar en Sagrarin. Ese es el lugar donde encontró el objeto de tortura y muerte llamado libro —cesaron los murmullos—. Y según el mismo testimonio de los árboles, debo admitir ante la Asamblea que, antes de venir aquí, este sujeto defendió a uno de nuestros espías fuwa de la agresión de su amo. Para finalizar, según parece, el forastero propinó una paliza a los compañeros del mencionado agresor y de paso atacó a varios policías.

Yo estaba perplejo oyendo aquello. ¿Cómo sabían tanto? ¿De verdad se lo habían contado los árboles? ¿En serio creían que todas aquellas maldades me hacían digno de elogio? ¿Qué hacía yo con tanto desquiciado? ¿Me estaba volviendo loco? En mala hora se me había ocurrido poner un pie en el bosque aquel...

— Pero cómo... ¿Cómo sabéis todo eso? ¿Cómo puede ser que los árboles...?
— Los fuwas, como debes saber —me dijo Numenar— tienen la habilidad de comunicarse con las plantas. Y las plantas, estimado forastero... por extraño que te parezca, son sensibles a todo aquello que pasa a su alrededor, aunque no sientan de forma parecida a como hacemos nosotros. Se dan cuenta de muchas cosas sin que lo sepamos, y hablan entre ellas. Los fuwas, simplemente, recogen parte del conocimiento de los árboles.

No tuve valor de decir lo que pensaba: que estaban sonados, y que tal vez yo lo estuviera también.

— ¿Y vosotros? —dije en el silencio sepulcral que se formó—. ¿Qué queréis de mí?
— ¿Nosotros? —me contestó Numenar—. Pues, como seguramente habrás oído, queríamos pedirte ayuda.
— ¿Para qué?
— Creo que tenemos cosas en común.
— ¿Ah, sí?
— Como por ejemplo el hecho de que los antepasados de los sagrárines expulsaran a los occitios a los confines del desierto.

Hokum entornó sus ojos azulados. También soltó aire por el pico de pato, para expresar desacuerdo y algo de desprecio.

— ¿Eso tenemos en común? —pregunté—. ¿Por qué?
— Escucha, forastero. Los duendes y los fuwas no hemos vivido siempre en este bosque, ¿sabes? —me explicó Numenar.
— ¿Ah, no?
— No. Antiguamente había tribus nuestras distribuidas a lo largo y ancho de toda Momeria. Todos los países de Momeria, desde el extremo oriental hasta seguramente el desierto, estaba habitado por nuestras dos especies.
— Numenar —hizo Hokum en tono de advertencia—. A ver qué le cuentas a este asesino...
— ¿Y qué les pasó? —pregunté interesado.
— Cuando los sagrárines se convirtieron en la raza dominante, hace miles de años... —hizo Numenar, y se aclaró la garganta—. Rehicieron el mundo a su convenciencia. Cambiaron el que había antes, donde todas las especies vivíamos en armonía, por otro nuevo, hecho por y para ellos. Y en unos cuantos años...
— ¡Talaron bosques enteros...! —interrumpió Hokum apretando los puños y los dientes, sin poderse contener—. Y aún hoy continúan. Ni los árboles ni nosotros podremos olvidarlo nunca. Asesinos...
— De nuestras antiguas alianzas, que tan necesarias fueron desde hacía muchos siglos, no quisieron saber nada —siguió el duende—. Decidieron que ya no nos necesitaban, y se les cayó la careta. No eran tan justos como parecía, sólo empezaron a brillar ante la ausencia de quien les hacía sombra... y entonces intentaron esclavizar a nuestros antepasados, fuwas por un lado y duendes por el otro. Hubo rebeliones, claro está, pero los sagrárines tenían ejércitos muy numerosos armados hasta los dientes, y ayudados por su magia poderosa.
— ¿Magia? —hice incrédulo.
— ¡Numenar...! —volvió a advertir el jefe Hokum, al que parecía que empezaban a sacar de sus casillas—. ¡No sigas por ese camino, o tendrás problemas con...!
— ¡Si al final no te convence nuestra idea, Hokum, y si crees que yo me he ido de la lengua ante los oídos de vuestro reo... siempre podéis matarlo! ¡Pero deja al menos que diga todo lo que tengo que decir!
— Estás jugando con fuego, duende estúpido... —masculló entre dientes el gran jefe.

Y gruñó algo más, en palabras tan insultantes como inaudibles. Numenar miró con miedo a aquella bestia con aspecto de palmera de hojas rojas. Pero luego echó otra mirada a sus compañeros duendes, respiró hondo y continuó, como si nadie le hubiese amenazado:

— Como iba diciendo... sí... magia. Fuimos incapaces de vencer a los sagrárines y a su terrible magia.
— Pero... ¿pero magia? —me extrañé, dudando otra vez de la cordura de aquel duende—. ¿Pero es que la magia existe?
— Claro que existe.

No me atreví a decirle lo que pensaba de él. Todavía tenían mi vida en sus manos.

— Nosotros también podemos usarla —dijo Numenar—. Pero nuestro conocimiento de la misma no es rival para el nivel de la magia de los sagrárines, que llevan siglos practicándola y desarrollándola. No pudimos ganar aquellas guerras.
— Pero...
— Y después, los supervivientes huyeron a los bosques. Nosotros somos la última colonia de fuwas y duendes que aún vive.
— Te habrás quedado a gusto, Numenar... —suspiró Hokum, aunque su aliento sonó muy ronco y amenazador—. Ya puedes tener una buena razón para que no lo matemos...
— Hace años, fuwas y duendes formamos una alianza —continuó Numenar—. Somos los últimos descendientes de las tribus de fuwas y duendes que se refugiaron en la profundidad del Bosque de Medonia. Desde aquí, juramos no olvidar jamás lo que la raza sagrarin nos ha hecho... y pagarles con su misma moneda en el futuro.

Parpadeé varias veces.

— ¿Y por qué me cuentas todo esto? ¿Qué es lo que queréis de mí? ¿Para qué necesitáis mi ayuda?
— Verás, nosotros hace tiempo que...
— ¡Basta! —gritó Hokum—. Por ahí no paso. Como cuentes una sola palabra más de nuestro plan...
— Si nuestro amigo se fuera de la lengua, Hokum... lo sabríamos. Y que te quede muy claro, antes de que digas nada, que los duendes tendríamos el mismo interés que tú en silenciar cualquier rumor —añadió escudriñándome con un elocuente brillo en la mirada.

Pero el miedo que me estaba entrando no era tan fuerte como mi interés por escuchar lo que tuvieran que decirme.

— ¿Qué plan es ese, Numenar? —le pregunté—. Puedes contármelo, puedes confiar en mí. Lo juro por Asp... lo juro por Aspín.
— Nosotros hace tiempo que recopilamos información sobre Sagrania —prosiguió él—. Los fuwas, como habrás podido comprobar, han distribuido a su gente por todo el país haciéndoles pasar por seres dóciles distintos a sus antepasados, dispuestos a servir a los sagrárines a cambio de cobijo y comida. Pero no son más que espías.

Tragué saliva.

— Estamos planeando desde hace años un movimiento muy importante. Pero nos falta algo que tú puedes darnos...
— ¿Yo?
— Sí. Según nos han dicho nuestros espías, tú sabes leer. ¿No es así?

Miré a derecha y a izquierda. Por un lado, los fuwas me miraban, a mí y a los duendes, con desconfianza. Por el otro, los duendes parecían expectantes a lo que tuviera que decir. Al final asentí.

— Pero... ¿para qué quieres a una persona que sepa leer? ¿Es que vosotros no sabéis?
— Verás, los fuwas no tienen derechos en Sagrania. Sus habitantes no acaban de confiar en ellos, y nunca les han enseñado muchas cosas. Entre ellas, a leer. Pero a ti sí. Has conseguido que te transmitan esa habilidad. Y has pasado tiempo con ellos en los últimos tiempos. Sin duda podrías... volver allí, a ver qué más puedes traernos sobre ellos, ¿no?
— ¿Como por ejemplo...?
— Bueno, esos libros de los que hablan los fuwas parece que contienen mucha información importante acerca de temas muy variados... y si nos enseñaras a leer la escritura sagrarin... hace tiempo que nuestro conocimiento sobre los avances de la ciencia está muy estancado. Sobre todo porque no podemos ni salir del bosque sin que descubran que, efectivamente, aún hay fuwas y duendes fuera de la civilización sagrarin...
— ¿Pero para qué necesitáis información sobre Sagrania?
— Numenar... ¡no!

Numenar volvió a respirar.

— A propósito —me dijo antes de aclararse la garganta— te queríamos hacer una propuesta. Habíamos pensado en contar contigo para... ¿querrías ayudarnos en nuestra misión... por un Nuevo Orden mundial?
— ¿Nu... Numenar? —hizo el jefe fuwa como si no pudiese creerlo.

Pero Numenar parecía decidido. Volví a parpadear.

— ¿A qué os referís? —pregunté, aunque ya intuía a qué se refería.
— Bueno, no tenemos por qué caer en la tentación de ser crueles con nuestros opresores de raza sagrarin… pero digamos que... podemos hacer... un mundo mejor, más armónico... más justo. Sí, eso es. Un lugar donde las diversas especies podamos volver a vivir en igualdad de derechos y oportunidades... incluidos los occitios, claro... en lugar de aceptar las cosas tal y como están... reequilibrar la balanza en toda Momeria. ¿No quieres?

Le estaban contando la parte bonita de la verdad a un ciudadano del país de las mentiras. Ya sabía qué se proponía aquella gente. No necesitaban disfrazarlo de una bondad que brillaba por su ausencia.

— Si nos ayudas... —siguió Numenar—. Vaya, si nos ayudas... podemos hacer muchas cosas por ti. Como por ejemplo encargarnos de que nunca más pases apuros. Y también me preguntaba... ¿te gustaría aprender a hacer magia, forastero? Podrías convertir Occitia en un vergel, y luego gobernarla... ¡o hacer lo que quisieras en el Nuevo Orden!

Me lo pensé unos segundos. Sabía que no podía confiar en ellos. Que no podía ser que la magia existiera. Que sería todo una gran mentira. Sin embargo, no tenía dudas. Quería saber qué se proponían. Si he de ser franco, pensé al ver las lanzas de los fuwas que aún apuntaban hacia mí, también debo decir que no tenía opciones...

— ¿Qué es lo que tengo que hacer? —quise saber, rebuscando en mi interior para elegir el tono y las palabras más amables y mansas que pude encontrar.

No fue hasta días después que me di cuenta de que no sólo era una falta de opción. Creo que al final venció el instinto de poder y la voluntad de progresar en la vida. Y ver qué oportunidades me brindaban aquellas compañías, que para alguien criado en Occitia no eran tan malas. De momento quería quedarme en el bosque, aunque fuese con aquella gente tan siniestra y tan extraña.

Si tan convencidos estaban de que sabían hacer magia, entonces yo no quería morirme sin verla. Y si iban a enseñarme a hacerla, por Anjín que iba a quedarme. Luego ya vería qué podría hacer, y dónde, y si debía emprender una fuga o no. Por no mencionar que había estado arrastrando desde casa, durante todo mi viaje, los recuerdos que me traje de Isolacrán.

¿Qué puedo decir? No me arrepiento en absoluto. La Asamblea Forestal no se equivoca nunca.

Nadie en su sano juicio hubiese preferido regresar a Occitia.







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