lunes, 29 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (XI): La guerra por el infierno

LA VENGANZA DE LAS FLORES

¡Cada lunes un capítulo! 


- Enlaces a capítulos anteriores (aunque puedes mirarlos más abajo en este mismo blog):


11. ~ LA GUERRA POR EL INFIERNO ~

Así que me encaminé hacia el suroeste, justo a la zona que los duendes y los fuwas, copiando a los sagrárines, llamaban el Extremo Oeste. El lugar en donde estaba Occitia.

Estaba muerto de miedo, pero no pensaba mucho en lo que me esperaba. Días atrás me había sentido muy nervioso, con sudores fríos que me iban y venían, a medida que se aproximaba el día en que debía partir. Pero ahora todo aquello se me había ido y, de hecho, era como si no hubiese ocurrido nunca. Ahora había muchas otras cosas que me quitaban el sueño: entre ellas, saber si era posible que una máquina a vapor tuviera fuerza suficiente para transportar a todo un pueblo.

No podía parar de mirar bajo mi brazo, donde llevaba el libro de mis experimentos. Ahí estaba la respuesta a todas las preguntas que podía formular... y que estaba formulando. No había dejado de oír voces desde que lo había leído por primera vez. Las voces me hacían preguntas, miles de preguntas a la vez, y me herían la conciencia al no poder darles respuesta. El libro ofrecía saciarlas; sin embargo, al mismo tiempo, al recordar cómo me había sentido leyéndolo, y todo lo que me había sucedido hasta vomitar, me echaba para atrás. No podía dejar de pensar en el libro y en lo mal queme sentía por no leerlo, pero a la vez me daba un miedo terrible volver a abrir sus páginas.

No fue fácil conseguir llevármelo. Fue con el pretexto de necesitarlo para distraerme cuando debiera hacer algún descanso en el viaje. Y mientras se iba decidiendo si me lo llevaba me sentí como si mi vida dependiera de ello. Los malditos fuwas se negaron a que cargase el libro conmigo: los muy imbéciles seguían obstinados en que aquello era un compendio de cadáveres, y que cualquiera que lo trajinara estaba cometiendo sacrilegio. Los duendes, en cambio, accedieron a mi petición. Pude ver, por alguno de sus gestos, que aún quedaba algo que lavar en sus conciencias. Se habían visto obligados a ponerme entre la espada y la pared con mi misión, y por mis gestos adivinaron que se me antojaba imposible. Para evitar conflictos, la Asamblea decidió permitir que me llevase el libro. Y la Asamblea nunca se equivoca. Pero estoy seguro de que habría hallado la manera de llevármelo conmigo igualmente; empequeñeciéndolo con magia, por ejemplo. De todas formas, yo es que no soportaba la idea de separarme de él: si empequeñecerlo tampoco hubiese sido posible, estoy seguro de que habría preferido darme a la fuga antes que dejarlo en mi cabaña.

Cada paso que daba hacia el sur, cada paso hacia el oeste, me acercaba al matadero. Pero yo no lo veía como tal, aunque lo fuera. Los fantasmas del pasado me volvieron al recuerdo como hienas asesinas que mordían barras de metal. En aquel desierto desolado con ínfulas de país me habían sucedido tantas cosas horribles que me sorpendió la indiferencia que sentía a entrar en ese matadero. Sí que es cierto que no debía temer por mi vida ahora que sabía hacer magia. Pero me extrañaba que me diera igual la posibilidad de fracasar en la misión.

Y no obstante... ¿Cómo haría para convencer a aquella gente de que se sumara a una guerra contra Sagrania? ¿Qué me haría la Asamblea si fracasaba? Esas y millones de preguntas más, como por ejemplo cómo combinar la magia duende con la magia del futuro, o si era posible sacar energía del uranio, invadían mi mente hasta el punto de obsesionarme.

¿Pero cómo haría para convencer a los occitios? La única respuesta, la misma que buscaba a todas mis preguntas, la tenía bajo el brazo. Pero allí en aquellos bosques, con tantas plantas y árboles viéndome y oyéndome, no me atrevía a leerlo.

Fuwas y duendes me habían propuesto apelar a la venganza contra los que, siglos atrás, habían echado a los occitios al desierto. Pero ni fuwas ni duendes sabían, claro está, que los occitios no tienen ni idea de su propia historia. A los habitantes del Extremo Oeste cualquier cosa que hubiera pasado hace más de un mes ya les traía sin cuidado. Si les hablaba de lo mal que habían sido tratados por los sagrárines, lo más probable era que me atacaran por el mero hecho de haberles dirigido la palabra. Con el único pensamiento en mente de ver si en mis ropas extranjeras llevaba algo de valor. Y si alguno me escuchase, no me creería. Sin embargo, claro está, no me atreví a decirle nada de esto a la Asamblea. La Asamblea nunca se equivoca. A la Asamblea no se le puede llevar la contraria.

Pero lo peor era la extraña sensación de vigilancia que pendía sobre mi nuca.

Me sentía observado por las plantas. Ahora que sabía que los árboles hablaban con los fuwas no sabía si podría estar tranquilo nunca más. Sabrían en todo momento dónde estaba y hacia dónde iba, y si me atrevía a poner cara de que aquello iba a salir mal, estaba seguro de que los fuwas lo sabrían también... No me atrevía a hacer nada. Por no atreverme, ni siquiera me atrevía a volver a leer el libro que llevaba conmigo. Lo cual, por cierto, casi me torturaba tanto como todo lo anterior junto.

Pero al mismo tiempo que maldecía mi suerte y me lamentaba de no poder leer mi libro, y de tener que volver a aquel yermo sin vida y sin árboles... se me encendió la luz. Si había un sitio en todo el mundo en el que fuese factible burlar la vigilancia de la Asamblea Forestal para leer mi libro... un sitio sin árboles al margen de la civilización... ese era Occitia.

De repente aceleré, con una única cosa en mente. No es que quisiera darme a la fuga, ni burlar la vigilancia de la Asamblea. Porque de la Asamblea es imposible escapar, la Asamblea nunca se equivoca. Y además a nadie, sencillamente, se le hubiera ocurrido exiliarse en un sitio tan horrible como Occitia. Antes prefería huir de aquellos fuwas y duendes en otro país. Por mucho que tuviera que pasar mis días en alerta, por mucho que en ese otro lugar hubiera árboles. No, lo que yo quería era burlar la vigilancia de los fuwas para algo muy concreto.

Atravesé bosques y montañas, campos y llanuras, pueblos y ciudades... y al final, después de semanas de trayecto, volví a encontrarme en medio del desierto. Ya nada a mi alrededor. Sólo aquellas dunas y las feas plantas deserteras que, para mi asombro, representaban la libertad y el paraíso en ese momento.

Como un chacal que roba un trozo de carroña y encuentra por fin un sitio donde comerlo, o como un par de enamorados presa de la pasión que encuentra la oportunidad en una habitación vacía, mis ojos se entregaron a ese libro abierto.

Y una vez más... volví a sentir aquel torrente de emociones y de síntomas desagradables, de modo que, por segunda vez, creí que iba a morir... y entonces tuve sueños vívidos y dolorosos, en los que volaba sobre un mar... era un mar de olas de fuego en el que perecía todo el mundo menos yo. Fue un sueño horripilante, lleno de caos y destrucción, pero que al mismo tiempo me llenaba de un alivio maquiavélico, de la sensación de que no importaba qué ocurriera a los demás si yo me salvaba.

Desperté nervioso, entre sudores. Era como si hubiese pasado, saliendo airoso de milagro, por una experiencia cercana a la muerte. Pensé que algo había ido mal y que por fin el libro había terminado conmigo. Todo el cuerpo me dolía como si se me hubieran roto todos los huesos, y tenía un frío atroz. Y como no veía nada, por unos segundos creí que me había quedado ciego. Luego me di cuenta, cuando recobré el conocimiento del todo, de que en realidad era de noche, una de esas noches, oscuras y frías, típicas de Occitia. ¿Qué había pasado?

Lo primero que hice fue buscar el libro a tientas: sentí un gran alivio al comprobar que estaba junto a mí. Aunque estaba totalmente solo, me apresuré a agarrarlo, pues en mi viaje no me separaba de él ni tan siquiera para dormir. Y por un momento odié la noche y su falta de luz, pues lo primero que pensé al tenerlo entre mis manos fue en volver a leerlo. Había saciado mi sed de respuestas, y la náusea que sentía al estar atiborrado de conocimientos sólo conocía parangón con mi satisfacción. Sin embargo, lo que aprendía me planteaba ahora más preguntas. Luego se me ocurrió que podía iluminar mi mano con magia para leer a falta de sol, pero decidí que sería más prudente quedarme a descansar aquella noche. Leer el libro me había fatigado tanto que ni siquiera podía moverme. El dolor del cuerpo era en realidad cansancio extremo más allá de todo punto insoportable, como si hubiese estado corriendo todo el día con piedras atadas a los brazos y a las piernas. Además no se me había terminado de pasar la sensación de falta de aliento, ni aquella otra de estar aún en proceso de burlar a la muerte.

Y las voces, las malditas voces, vinieron a hacerme compañía. Miles de voces hablando a la vez, impidiéndome pensar. Y esta vez, en medio de la oscuridad, venían acompañadas de imágenes. Monstruos como dragones, cocodrilos, fuwas monstruosos, formaban figuras rojas, como hechas de arañazos entre las estrellas.

Y al hacerse de día reconocí la tierra roja y pedregosa, y vi que me encontraba al otro lado del desierto. ¿Pero cómo era posible? Lo había atravesado... aunque eso explicaba por qué me dolían tanto los tobillos, por qué estaba tan cansado que no me podía ni levantar. Y aún tuve que descansar todo el resto de aquel día, y media noche, antes de levantarme de nuevo. Al horizonte rojizo de poniente divisaba ya los primeros pueblos, con aquellas casuchas de barro, con agujeros que hacen pasar por ventanas. Todo era más triste aún de lo que recordaba. Casas de barro cocido, sucias y agrietadas. Tierra seca sin plantas, sólo con alguna brizna medio muerta de sed. Peñas rocosas de color rojizo... ya estaba de vuelta.

Me seguía preocupando la reacción de los occitios. ¿Cómo iba a convencerles de invadir un país del que ni habían oído hablar? Y esperaba no tener que llegar al extremo de tentarles con magia. ¿Qué pasaría si alguno decidía abandonar Occitia como yo, y por alguna casualidad aprendía a hacerla y la enseñaba a los demás? La idea de encontrarme a ese país de bárbaros con un poder así era ya del todo insoportable.

Cuando me acerqué llamaba demasiado la atención. Iba con ropas extranjeras que había robado por el camino, y con un objeto muy extraño bajo el brazo. Además mi piel había mudado su color con el paso de los años. Seguía teniéndola rojiza, pero estaba paliducho comparado con la gente que me iba encontrando. Todo el mundo me miraba por las calles de los pueblos, como si fueran a lanzarse sobre mí en cualquier momento.

No obtuve ningún resultado. Era como predicar para chacales. Todos mis intentos terminaban de la misma forma. Intenté hablarles de lo que podían encontrar en Sagrania, o lo que podían aprender allí. Siempre parecían interesados al principio, pero yo ya los veía venir. En efecto, su fingida atención sólo era una treta para que me confiara, mientras se acercaban estudiando la manera de saltarme encima. La visión de un tipo vestido de extranjero con la cara roja, pero tan pálida, les llamaba demasiado la atención, y ofrecía demasiadas perspectivas de botín y presa fácil. Querían quitarme el libro, y eso no podía permitirlo aunque no supieran leer. De modo que, las más de las veces, tuve que usar magia para defenderme y, lejos de procurarme tranquilidad, aquello sólo hacía que atraer curiosos. Tuve que cambiar de pueblo cada vez antes de volver a intentarlo. Se mirase como se mirase, el plan estaba siendo un gran fracaso.

Con el objetivo de pasar por uno de ellos, usé mi magia para colorear mi piel tal cual estaba al principio. Luego transformé mi ropa en una piel de chacal como las que llevaba antes. Y una vez hecho esto fui a Isolacrán. Pero allí no obtuve mayor éxito. Y seguía temiendo por el libro. No encontré a nadie conocido por ninguna parte, ni siquiera a Lávice. Y ninguno de mis argumentos me hacía cosechar mejores resultados que los anteriores. ¿Qué iba a hacer en un país donde estaban acostumbrados a que todo el mundo les mintiera? Hasta mi forma de hablar había cambiado, así que a veces ni siquiera me entendían. Pero la idea de volver ante la Asamblea con las manos vacías era superior a mí.

¿Qué iba a hacer? Estaba allí preso. Si salía de Occitia, los árboles y plantas podrían decirle a los fuwas dónde me encontraba... No hice caso de las voces de mi cabeza, que me proponían toda suerte de espantosas posibilidades... entre ellas, quitarme la vida o quedarme allí para siempre. Lo que hice fue volver a donde estaba mi antigua casa, pero se había derrumbado. Cosas así pasaban de vez en cuando, por mucho que uno cuidara aquellos monstruos de barro. No tuve más remedio que vagabundear de un sitio a otro, probando suerte.

No dormía en las ciudades, prefería hacerlo fuera. Nunca estaba muy tranquilo y nunca pude huir de aquellas voces, que me preguntaban insistentes como niños, y a toda velocidad, la fecha del siguiente eclipse solar, y por qué los electrones están siempre en movimiento, y cuánto son tres mil millones dividido por cincuenta coma nueve. Pero al menos estar en el desierto, a merced de todo aquello, era mejor que vivir aterrado por lo que diría la Asamblea, o por si mi libro iba a caer en otras manos. Los chacales puede que atacasen por la noche, pero al menos con mi magia yo podía protegerme. Y seguro que no me querrían quitar el libro.

Pero en estas que, un buen día, las voces me despertaron a gritos, alertándome de un peligro inminente. Alguien, que no sé si era real o si lo imaginé, me dijo que mirase hacia oriente. Al principio no vi nada, pero al cabo de un buen rato vi una raya oscura que cubría el horizonte. Era como un mar de color negro que inundaba la planicie. No podía creer lo que veía. Lanzas, espadas, bastos, hondas, piedras, armaduras... Nada menos que un ejército, el ejército de Sagrania. Pero... ¿cómo era posible? En miles de años, a nadie se le había ocurrido la estúpida idea de invadir el desierto...

Corrí a la ciudad más próxima a avisar a los occitios. Esta vez sí que me hicieron caso, en cuanto cieron que lo que les decía era verdad.

Los primeros ataques se sucedieron con lanzamientos de jabalina, apedreamientos de las catapultas que destruían las frágiles casas, soldados armados corriendo por las calles con sus imponentes y brillantes armaduras, cascos, lanzas, escudos, espadas. La población huía en todas direcciones, o trataba de hacer frente a los ataques por sus propios medios. Pero muchos acabaron atravesados, agonizando en charcos de sangre, en medio de aquel mar de destrucción.

Y entonces, al calor del fuego que se formaba a mi alrededor, comprobé lo que me dijo la Asamblea sobre lo que recordaban de pasadas guerras: El ejército de Sagrania contaba con la ayuda de los nobles más duchos en el arte de la magia. Vi sus enormes rayos de magia, grandes como cañonazos, arrasando las casas de Isolacrán y matando a la gente a decenas, atacando a los pequeños grupos de milicia occitia que se formaban de manera espontánea. Entretanto, la infantería avanzaba. Al llenar los soldados la ciudad, los occitios se defendieron con toda su fiereza de aquellos hombres acorazados que iban armados con lanzas, espadas, arcos y hachas. Pese a que los vecinos no tenían armas, su fiereza y fuerza física sorprendió al enemigo. La gente cogía piedras y se despachaba a gusto con los sagrárines. Cualquier cosa servía, hasta los cascotes de sus propias casa derruidas. Vi peleas y reyertas por toda la ciudad. Hombres, mujeres, niños, todos los occitios tomaban parte en la carnicería, y hacían gala de una agresividad que significó un gran número de bajas en el enemigo. Pero estaban luchando contra hombres armados y, para entonces, los rayos mágicos del enemigo habían causado una verdadera carnicería y un baño de sangre entre la población local, y los de mi ciudad contaban con inferioridad numérica. Por no hablar de la gran desventaja de no poseer escudos ni armas como sí tenían nuestros atacantes.

Al principio no hice nada al ver a los occitios peleando con gente que los iba atravesando con sus espadas. Mi mayor preocupación era alejarme para no resultar herido. Usando mi magia para umentar mi velocidad, pasé de un sitio a otro manteniendo el libro a salvo. Pero a cada puñalada que veía clavarse, algo en mí también sentía la hoja del mismo modo. Puede que aquel fuera el peor país del mundo, pero seguía siendo el mío. Había llegado el momento de actuar.

Tuve que hacerlo con una sola mano, mientras sostenía el libro con la otra. Los rayos de magia y la telekinesia que utilicé contra el ejército sagrarin sorprendió al enemigo hasta el punto de hacer que en él saltaran todas las alarmas. Las explosiones que provocaba hacían saltar por los aires a aquellos hombres armados, algunos de ellos con pedazos de su cuerpo yendo libres por el cielo. Me sorprendí a mí mismo de la energía que salía de mis manos en forma de bolas de fuego. Leer mi libro había tenido algo que ver, por supuesto: no era sólo de conocimientos científicos de lo que se había llenado mi mente, sino también de conocimientos mágicos. Sólo que yo no me había dado cuenta hasta entonces. En mis ataques tuve que usar más veces la telekinesia para protegerme, así como escudos protectores de magia, y huir varias veces antes de buscar un nuevo sitio desde el cual volver a atacar. Porque el occitio que hacía magia llamó la atneción, y se convirtió enseguida en la diana de todas las flechas enemigas.

Durante un buen rato lo hice bien. Logré salvar a muchos de los míos y frustrar muchos ataques sagrárines. Picas y espadas se volvieron contra ellos, al tiempo que decenas de escudos se elevaban por los aires y cambiaban de bando, cayendo junto a mis congéneres. Entretanto, los cadáveres de unos y otros se amontonaban en las plazas. Pero no podría seguir así por mucho tiempo. Poco a poco, se me iba terminando la energía. Y necesitaba algo de ella para escapar de aquel infierno... si es que lo lograba.

Pero si escapaba, entonces... ¿qué pasaría con la misión que me había encomendado la Asamblea? Y no lo había pensado estando como estaba en medio del fragor de una batalla, pero... ahora que lo pensaba, ¿qué demonios hacía en Occitia el ejército de Sagrania?

Entonces, un mortífero rayo de color verde me acertó en el hombro. Mi libro cayó al suelo, y ya no vi ni pensé nada: un gran dolor, muy superior a nada que pudiera describir, me había arrancado de la realidad, me transportaba a otro mundo. En mi dolor miré hacia la procedencia de aquel fulgor verde, y vi una mano apuntándome. Desde lejos, uno de los nobles de Sagrania me había derribado...

Me encorvé en el suelo, aullando de dolor. Miré furtivamente el libro. Seguía conmigo. Intenté cogerlo, pero no tenía con qué. Luego pude ver formarse un charco de sangre en el mismo suelo en el que yo me retorcía y me di cuenta de lo que pasaba: había perdido el brazo derecho.

Reaccionar en un momento como ese no se consigue así como así. Pero al final, con todo el esfuerzo del que fui capaz, me levanté. Cogí el libro con el brazo izquierdo, salí corriendo y me escondí tras una casa medio derruida. Allí usé mi magia para taponar la enorme herida de mi brazo, que suturó en cuestión de segundos. Pero apenas me quedaba magia para curarme del todo, pues los daños no se limitaban sólo al brazo, y tenía heridas por todo el cuerpo. Y aunque hubiera sabido cómo, no habría podido pegarme el brazo de nuevo al cuerpo. Mi brazo derecho había desaparecido. La magia lo había fulminado, lo hbía convertido en poco más que ceniza.

Ya no me quedaban fuerzas. Iba a terminar mis días en aquella guerra.

A mi alrededor seguía la masacre. No pude creer lo que veía. Los soldados mataban hombres, mujeres, niños... Por todas partes estaba teniendo una orgía de dolor y destrucción que no tenía fin... Los golpes y peleas de la contienda, los gritos desgarradores de los vencidos, las explosiones de magia que estallaban a mi alrededor. Apenas pude, con mi fino oído, captar una arenga lejana que entonces deseé haberme imaginado:

— ¡Está allí, tras esa casa! ¡El de la magia! ¡Tiren a matar!

Pero en cualquier caso yo estaba perdido. Había perdido el brazo y no me quedaban apenas fuerza, energía ni magia. Iba morir. Justo en el sitio que me había jurado no volver a pisar...

No sé si fue el asco que experimenté al pensar en ello, el miedo a morir, la desesperación de ver a mi pueblo sufriendo de aquella manera... o si fueron las ganas de saciar mi nueva obsesión. No sé qué me movió a tomar el paso. Creo que, en realidad, me lo pedían cuerpo y mente. Estaba enganchado. Llevaba pensando en ello sin parar desde... desde la primera vez que lo leí, a decir verdad. Y me di cuenta de que, si mi obsesión por él se había desvanecido en la última hora fue por una razón muy sencilla. Que, en el fragor de la batalla, apenas había tenido tiempo de pensar en otra cosa.

Por no mencionar que, si leía el libro, entonces podría ser la última cosa que hacía en la vida...

Pero después de todo... ¿qué podía hacer si no?

Y entonces un fuerte relámpago rojo cegó mi visión, y un potente trueno perforó mis oídos. Como una metralla, cascotes y piedrecitas golpearon, entraron e hicieron cortes en cada zona de mi cuerpo que pudieron encontrar. Lleno de heridas, con el cuerpo echando hilos de sangre y arenilla metida en los ojos por todas partes, apenas pude ver... tenía piedras y cascotes por la espalda, medio enterrado como estaba. A juzgar por lo poco que vi, todo estaba lleno de una gran humareda... los ojos me lloraban. En cuanto el humo se disipó dejó ver que, allá en el mismo sitio donde habían estado las ruinas de la casa tras la que me había refugiado, ahora había un cráter.

Me entró tal ataque de pánico y de rabia que no me lo pensé un segundo más.

Abrí el libro, y todo lo de alrededor se evaporó al instante. Las voces del interior de mi cabeza, que hasta ahora había podido ignorar con los ruidos de la guerra, volvieron a mí gritando a voz en cuello todas a la vez.

Todo el cuerpo me ardió, como si mil pellizcos tirasen de él.

La vista se me nubló, y me entró un temblor tan fuerte que sentí que me moría.






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