LA VENGANZA DE LAS FLORES
¡Cada lunes un capítulo!
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10. ~ EL EXPERIMENTO ~
La Asamblea nunca se
equivoca, pero en aquel momento tuvo lugar un fuerte debate:
— ¿Pero os habéis
vuelto locos? —dije sin poderme contener en la reunión
siguiente—. ¿Ir a Occitia? ¡Me matarían! ¡Esa gente no es
capaz de...!
Como pude, expliqué a
fuwas y duendes que a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido
asociarse con occitios para lo que fuera. Es un mal negocio, sin más.
No era ya lo suficientemente arriesgado hacerlo con uno, que
pretendían hacerlo no con un grupo, no... ¡con todo el país! Un
país que nunca ha cesado en sus luchas internas. Ni a nivel
municipal, ni entre ciudades, ni mucho menos en lo familiar.
Pero no pude explicarlo
como a mí me hubiese gustado.
Tuve que detenerme ante
las caras que pusieron todos, también los duendes. Era tal el miedo
que experimenté que juzgué un error imperdonable el haberles
preguntado si se habían vuelto locos. Mi éxito en las pasadas
misiones y la seguridad que me habían dado mis propias capacidades
mágicas me habían vuelto temerario. Había olvidado que, en aquel
sitio, yo era casi un forastero que sabía demasiado. Alguien a quien
permitían seguir vivo sólo porque todavía me necesitaban. Y que si
la Asamblea se ponía de acuerdo para decidir que alguien era un
traidor, ya podía darme por muerto. Ese día me di cuenta de que
nadie hasta el momento se había atrevido a llevarle la contraria a
la Asamblea.
— ¿Insinúas... —dijo
Numenar, respirando en cada pausa que hacía— que la Asamblea se
ha equivocado... con los planes que lleva madurando... desde hace
años.
— Dice más —intervino
Hokum, que me miraba de hito en hito—. Insinúa que no va a
participar. Ya no quiere ayudarnos. Ha desertado del Nuevo Orden.
— ¿Es eso cierto...
Vérizo? —preguntó Numenar con el ceño fruncido, casi
desesperado ante mi posible respuesta—. ¿No vas a participar en
esta operación tan importante?
Las voces habían sonado
extrañas en el silencio sepulcral que se había formado en el claro
del bosque. Un silencio roto solamente por el ruido ocasional de
pájaros o del viento que mecía las hojas de los árboles. Numenar
intentaba sonreís, pero no conseguía esconder la expresión de
alarma que dibujaba su rostro. Era como si esperaba que en cualquier
momento se desatara una tormenta. Por su parte los fuwas no hacían
nada por disimular su enfado. Sus ojos azules se entornaban mirándome
fijamente, como si pensara en escapar, al tiempo que algunos de ellos
extendían manos tenuamente iluminadas de magia o desenfundaban las
dagas que habían arrebatado a los sagrárines. Parecía que la
única razón por la que no me hubieran hecho pedazos era el temor a
una guerra con los duendes. Pero hasta ellos parecían taladrarme con
la mirada, como esperando un cambio radical en mi postura, justo
ahora que habíamos llegado tan lejos en la implantación del Nuevo
Orden.
Panda de monstruos
inconscientes... y de desagradecidos tontos... daba la impresión de
que se habían olvidado de todo lo que habían conseguido gracias a
mí. ¿De verdad creían que era buena idea llevarme a Occitia a
reclutar refuerzos?
— ¿Estás seguro de
que no vas a ayudarnos en este paso crucial? ¿En un movimiento que
puede ser clave para la invasión de Sagrania? —preguntó Hokum de
una manera que no presagiaba nada bueno.
— Yo... —carraspeé
muerto de miedo— yo no digo eso... yo simplemente digo... que para
eso está la Asamblea, ¿no? Para debatir qué hacer y cómo, y si
es una buena idea o no, y en ese caso...
— No estarás
planeando desertar de nuestro bando, ¿no, forastero? —interrumpió
el duende Egueror en un tono que pretendía ser simpático, pero que
no conseguía esconder el miedo y la desconfianza—. Ahora que
estamos a las puertas de gobernar el mundo...
Aquello me devolvió a la
realidad como un jarro de agua fría. La Asamblea de los fuwas y los
duendes nunca había sido un sitio de debate libre. Sólo un
organismo en el que se ratificaban las posturas y decisiones que
fuwas y duendes ya habían acordado previamente, para luego discutir
acerca de la mejor manera de llevar a cabo aquellas decisiones.
Y yo no entraba en la
primera parte. La decisión ya estaba tomada.
Una gran sensación de
descontrol se apoderó de mí. Me sentía como si estuviese viajando
en un carro de caballos desbocados que corre a toda velocidad junto
al filo de un barranco. Por el tono y las miradas de los fuwas y los
duendes parecía que no aceptaban un no por respuesta. Y entonces
intuí por dónde iban los tiros. Si me negaba a cumplir la misión,
acabaría siendo tan enemigo de ellos como el vizconde que no hacía
una semana que habían descuartizado. En ese momento descubrí, como
pasando de la noche al día en cuestión de segundos, que no tenía
aliados en aquel corral de buitres, y que más me valía andarme con
ojo si no quería que mi vida terminara como alpiste para los
pájaros.
— Es... está bien
—conseguí decir, aunque la voz me temblaba—. Creo que lo
intentaré. Pero necesitaré un tiempo para pensar...
No sirvió de nada. Hokum
ahogó una risa, una risa muy malévola en la que no había pizca de
alegría.
— ¿Pensar qué? —hizo
Numenar, cuya risa era algo más divertida y nerviosa, pero tan
falsa como la del fuwa—. ¿Pensar qué, forastero? ¿Qué es lo
que te tienes que pensarte?
— Yo... necesito algo
de tiempo para...
— Ahora mismo,
forastero —cortó Hokum, que me miraba de hito en hito—. Es muy
sencillo, decídelo yahora. Lo haces o no lo haces. O con
nosotros... o contra nosotros.
Volví a respirar hondo.
Era como si hubiera dado en menos de un minuto otro paso en falso que
me costaría caro. La Asamblea nunca se equivoca, a la Asamblea no se
le puede llevar la contraria, a la Asamblea no se le puede pedir
ninguna clase de salvedad, y cada segundo que pasaba sin que yo
acatara sus decisiones sin más se convertía en un error
imperdonable. Acababa de entender además, en un segundo horroroso,
la forma de actuar y funcionar por las que se regían allí.
— Yo tengo dudas...
—dijo despacio otro fuwa, aspirando y expirando de forma siniestra
el aire—. De que cierta sangre pese demasiado a la Asamblea...
Pero al fin reaccioné:
— ¡Quiero decir que
necesito tiempo para pensar en cómo hacerlo! —dije—. ¡Hace
tiempo que no vivo allí, y necesito pensar bien la mejor manera
de...! —al ver que parecían interesados y menos tensos que antes,
añadí—: ¡Que me habéis entendido mal! ¡Que no estaba diciendo
que no!
Esa vez había dado en el
clavo. Al instante todos se relajaron: había dicho lo que todos
querían oír. No les importaba cómo iba a conseguirlo, lo esencial
era que ya no me oponía. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¡Por
poderoso que me hubiera vuelto, la magia de uno solo no puede nada
contra la de toda una caterva!
Disolvimos la Asamblea
acordando volver a reunirnos en tres días. Al cabo de otros cuatro
días más, yo ya partiría para Occitia. Lo único a lo que había
que esperar de cara a urdir un plan era que yo, el occitiense, el que
conocía el terreno y a su gente, elaborase mi versión del plan.
Pero lo primero que hice
en cuanto llegué a mi cabaña fue encerrarme y respirar como si
aquellos fueran los últimos alientos que fuera yo a tomar en vida.
Me tapé la boca con la mano. Ya no confiaba en aquella gente, y
aquella gente ya no confiaba en mí. Lo vi muy claro durante aquel
día y los que le siguieron. Ya ni siquiera contaba con la confianza
de una mitad de la Asamblea. Los duendes, que hasta hace poco
consideraba mis mejores protectores contra la locura de los fuwas, y
a los que incluso había visto como compañeros, se habían
convertido en otro grupo más que me podría vender por cuatro
clavos. Se habían vuelto maestros en el arte de esconder su rastro
mágico, pero siempre habían sido pésimos aficionados en esconder
sus emociones e intereses.
En mi cabaña no pude
hacer nada. Se suponía que debía reflexionar sobre cómo pedirle a
los occitios que se unieran a nosotros en la invasión de Sagrania.
Pero yo ya no tenía ganas de reflexionar, sólo de saber cómo
escapar de aquella gente. Y, sin embargo, no se me ocurría la
manera. ¿Cómo diantres puedes escapar de dos tribus de seres que se
habían vuelto tan poderosos, teniendo en cuenta que además una de
ellas contaba con los árboles de todo el mundo como espías?
Además, era incapaz de
pensar. El miedo había penetrado por los poros de mi piel y se me
había quedado dentro, como el agua de un chaparrón que cala hasta
los huesos y no se puede secar debido a la humedad y el frío. Los
pensamientos se agolpaban unos contra otros en mi cabeza. ¿Qué
debía hacer? ¿Huir a Sagrania y esconderme? Imposible, esa gente
pensaba invadir el país. ¿Volver a Occitia? Ni loco. ¿Huir a otro
lugar completamente nuevo? No, por Anjín, bastante lejos me había
ido ya... y además, como acababa de recordar, había árboles por
todas partes... fuera a donde fuera, las plantas terminarían
chivándose a los fuwas de mi paradero...
Cogí uno de los libros
que tenái en la cabaña. Me puse a leer, diciéndome que habría
tiempo de encontrar alguna solución. Pero no podía concentrarme en
la lectura. Me decía que era tonto, como si pretendiera que en ese
libro pudiera estar la solución del lío en el que estaba. Pero yo
no la estaba buscando allí, tampoco. ¿Buscaba entonces la
iluminación divina, acaso? Ni yo mismo lo sabía. No, lo que estaba
buscando era la manera de, ante todo, tranquilizarme para pensar.
Me costó un poco, pero
cuando me di cuenta ya estaba enfrascado entre las páginas del
libro. Era una historia, un cuento que narraba las aventuras de un
viajero que iba por los diferentes países de Momeria. Ya lo había
leído dos veces, y era tan distraída y trepidante que lo había
empezado una tercera. Ya lo tenía a medias, de hecho, cuando recurrí
a él para olvidarme del peligro que corría...
Me distraje lo necesario
como para tranquilizarme. Luego, tras unos minutos de recorrer la
cabaña y el terreno cercano al árbol donde estaba, nada había
cambiado. Yo seguía como un flan. ¿Pero qué iba a hacer? Si no
encontraba la manera de tener éxito en aquella misión, si no
hallaba la forma en que los occitios decidieran dejarlo todo para
ayudarnos a invadir Sagrania —y la cosa no pintaba nada bien—
entonces podía contar con pocas garantías de seguir con vida mucho
tiempo.
Mientras cenaba seguía
reflexionando. Podría procurar tentar a los occitios con la
oportunidad de invadir un país lleno de maravillas. Decirles que el
botín de su pillaje les mantendría la vida resuelta. Que nunca más
tendrían que pasar penalidades... que podrían desollar a quien
quisieran...
Era imposible que me
hicieran caso. Pensarían que les estaba intentando engañar, porque
eso es lo que hacen todos entre sí. Y aunque me creyeran daba igual.
De todas formas nunca hacen caso de nadie. Y si se volvían contra
mí, cosa más que probable, entonces me vería en la obligación de
usar la magia contra ellos... Y sin duda querrían saber de dónde
había sacado esos poderes un occitio... todos querrían averiguar la
fuente de esas habilidades. No, no, no, aquello podía llegar a ser
un verdadero desastre para todo el mundo si alcanzaban su objetivo.
No había otra salida.
Debía salir volando del bosque y huir lejos, irme a la otra punta
del mundo. No me atraía la idea de marcharme tan y tan lejos, y de
ser un fugitivo por el resto de mi vida. Pero yo no iba a esperar a
que me mataran. Y no soportaba la idea de que los occitios
aprendieran a hacer magia.
Suspiré al imaginar una
posible solución a todo aquello. Se me ocurrió que, si en alguno de
los libros estuviera escrita la solución a mis problemas, entonces
sabría qué hacer. Volví a suspirar. No saldría vivo de aquello...
Como si todo fuera tan fácil...
Como si fuera cosa de
magia...
Pero...
¿Había dicho «cosa de
magia»?
Y entonces se me ocurrió
una idea tan sencilla que me entraron ganas de reír.
Era una locura, sí. Pero
merecía la pena intentarlo. Al fin y al cabo, la Asamblea siempre
tiene la razón.
Hice experimentos de
fusión en mi cabaña. Con las habilidades mágicas que había
desarrollado, y usando las manos para apretar objetos entre sí,
conseguí realizar pequeñas mezclas. Juntaba en un solo objeto cosas
como piedras y ramas. En unos días logré obtener seres semiinertes,
como por ejemplo piedras de las que salían ramitas con hojas y
flores, que sobrevivían unos días antes de caer y marchitarse.
Cuando la Asamblea se
volvió a reunir, yo les dije que por nada del mundo quería retrasar
la operación. Sólo que necesitaba un poco de tiempo para madurar un
plan que iba a ser muy efectivo para nuestra causa. Si confiaban en
mí, les dije, podría llevar a todo el mundo a un sorprendente
éxito, y a obtener un poder con el que sólo habrían podido soñar.
Los duendes dieron luz verde a mi propuesta, y votaron concederme más
tiempo. Los fuwas se mostraron más reacios al principio,pues
desconfiaban hasta de su sombra. Sin embargo, por lo visto no los
conocía lo suficiente como para saber que su sed de poder les
cegaría hasta el punto de aceptar esperar un poco más. Pero era
ignorancia, también. Porque nadie con sentido común —o al menos
con el sentido común que había en mi país— creería en las
promesas de un occitio.
Pobres diablos. La de
cosas que habían aprendido soibre magia y sociedad sagrarin... su
cultura, historia, ciencia tecnología... y al final mi pequeña
ventaja residía en saber una única cosa, una estupidez de la que en
mi pueblo hasta el más tonto es un maestro. En Occitia, mentir como
un bellaco no sirve de mucho porque es tan normal como el aire que
respiras. El líquido elemento, la moneda con que se paga el derecho
a vivir un día más en Occitia, se llama mentira. Pero yo ya hacía
tiempo que sabía que en otros países, a corto plazo, mentir es la
clave del éxito.
Seguí con los
experimentos de fusión. Pero esta vez aplicado a libros, que era la
parte que me interesaba en realidad. Poco a poco, conseguí que el
libro de historia formara uno con el de geografía, aunque las letras
de ambos formasen al principio marañas ininteligibles. Pero tras
varios intentos, con la ayuda de la magia, logré obtener un tomo
híbrido entre ambas disciplinas: un tratado sobre geografía a lo
largo de la historia. Del ensayo de psicología y el de matemáticas
conseguí un ensayo bastante completo, bien que al leerlo se
solapaban párrafos de ambos temas y había que leerlos de manera
alterna. Y así fui probando cosas nuevas. Hasta que me puse manos a
la obra con mi gran idea, y fui juntando volúmenes hasta que me
quedó un compendio gordo y grande, una especie de enciclopedia
completa en la que estaban, desordenados pero enteros, los contenidos
de todos los libros con los que había formado este. Un libro que
hablaba de prácticamente todo.
Entretanto iba juntando
varias corrientes de la magia en mis experimentos. Magia fuwa, magia
duende, magia sagrarin, y aquella otra que era propia e intrínseca
en mí, mi magia personal, el estilo que había desarrollado con la
única ayuda de mi propio aprendizaje, basado en mi propia esencia.
La desesperación y la
pasión que ponía en las mezclas sobre la base de los libros que iba
fusionando, unos con otros, hicieron que no reparase en ideas
alocadas. Invoqué la sabiduría de las plantas y la habilidad
rastreadora de los duendes en especial la que imitaba del duende
Egueror, el rastreador de ideas útiles y buenas. Hice mi mayor
esfuerzo, esperando que mi magia fuese lo suficientemente poderosa
como para atraer los pensamientos de los árboles y los conocimientos
de los sabios de Momeria. Y metí todo eso también, algo así como
un imán de ideas y de la sabiduría de árboles y personas, dentro
del libro. Acumulé la magia sagrarin más poderosa que pude llegar a
producir y almacenar, y la reconcentré en el mismo objeto, aquel
libro, mi gran obra maestra, varias veces al día. No podía —ni
quería— detenerme. Actuaba movido por el miedo y la excitación,
sin saber qué consecuencias podría tener aquello. Sin saber, de
hecho, si acaso iba a funcionar. Pero no tenía tiempo de pensar en
lo que hacía. La situación era desesperada, y no daba lugar a la
reflexión. Era salir vivo o muerto de aquella situación, de
aquellos diablos del bosque. Y después de todo, ¿desde cuándo un
occitio se ha parado a pensar en lo que hace?
Hasta que al final fuwas
y duendes no pudieron esperar más. Una nueva reunión de la Asamblea
fue convocada, con carácter inaplazable. Yo había conseguido
retrasarlas con la presentación de mi experimento como una terrible
arma de la magia que iba a ser revolucionaria. Pero entonces se llegó
a la decisión irrevocable de reunir a la Asamblea en un plazo de
cuatro días.
¡Cuatro días! Apenas me
quedaba tiempo. Creo que fueron los más destructivos de mi vida,
mucho peores que mis años en Occitia. Porque allí me destrozaba el
cuerpo, pero aquí me destrozaba la mente, aquella mente tan genial
que estaba concibiendo... lo más terrible que había conseguido
hacer en vida.
Me volví loco intentando
acelerar el proceso de creación del libro. Sabiendo que mi vida
dependía de aquello. No dormí ni comí demasiado. Una y otra vez
volvía a aquel experimento, en el que no escatimaba en magia. Usé
la mejor que había aprendido, la que me había dado mejores
resultados, y muchas otras que desarrollaba sobre la marcha. Una
enorme dosis de magia experimental en mis momentos de mayor
inspiración, una magia que no tenía ni idea de qué podía provocar
en mi obra. Tomé decisiones con más temeridad que antes, cada vez
más arriesgadas. No tenía alternativa.
Los experimentos me
dejaban tan agotado que creía que no iba a poder más. Pero no podía
parar. Si no tenía éxito, jamás me libraría de la amenaza de los
duendes y los fuwas. Porque nadie escapa del poder de la Asamblea. Y
yo sabía que usar magia era un gasto de energía tal que podía
llegar a pasar factura a mi salud, pero no conocía el alcance que
tenía abusar de ello. Tras las sesiones con el objeto de mis
experimentos la cabeza me daba vueltas, y después sufría de
jaquecas terribles. Por las noches no conseguía conciliar el sueño
y, cuando lo hacía, sufría de pesadillas que no le deso ni a mi
peor enemigo.
Por las noches, a la luz
de la vela de cera que encendía con mi magia, leía y releía el
libro, que ahora decía cosas sorprendentes. Sinsentidos y disparates
que pretendían decir la verdad, como por ejemplo que Momeria no era
un mundo plano, sino esférico. Y locuras alarmantes como el hecho de
que el sol era otra bola sobre la que estábamos cayendo a una
velocidad de vértigo, o que la luna era otra bola que giraba a
nuestro alrededor. Todo en aquel libro iba acompañado de frases tan
largas y rebuscadas que había que leerlas varias veces para llegar a
entenderlas. Pero luego, cuanto más las leía, más sentido
cobraban, y más me asustaba la posibilidad de que algo de aquello
fuese cierto. Pero no era sólo aquello lo que más me sorprendió,
porque otras de aquellas frases hablaban del futuro... y las
perspectivas que dejaban entrever aquellas líneas me daban tantos
escalofríos que hasta prefería pensar que aquel experimento no
estaba saliendo tan bien como pensaba.
Al segundo día yo ya
estaba muy agotado, y empecé a temer por mi salud. Creía que me iba
a volver loco porque, sobre todo por la noche, comencé a percibir
cosas que sabía que no existían de verdad. Oía voces y veía
sombras y figuras de colores, como fantasmas, correteando por las
paredes de mi choza. Sensaciones ante las cuales yo necesitaba cada
vez más tiempo para convencerme de que no existían en la realidad.
Por los agujeros de la cabaña se filtraban malos olores de
procedencia incierta, y se oían risas de seres inexistentes que se
mofaban de mí a carcajada limpia. Todo era tan nítido que tuve que
salir de mi cabaña un par de veces a respirar aire fresco, a
comprobar que nadie me estaba espiando. Pero fuera nunca había nada.
También en la materia
tangible creía ver cosas que no tenían sentido. Como por ejemplo,
páginas del libro pasándose solas. Ocurría cuando me lo dejaba
abierto sobre el suelo de la cabaña. Un sitio en el que, por cierto,
apenas entraba aire, porque había tapado muy bien con barro las
junturas de las ramas y las piedras. Por un momento se me ocurrió
pensar... que el libro estuviese vivo.
Y los días pasaron, así
hasta la víspera de la Asamblea. Se me había echado el tiempo
encima. Al día siguiente, fuwas y duendes dictarían mi regreso a
Occitia. Así que, juntando todas mis habilidades y energías, en un
último esfuerzo desesperado por darle al libro todo mi poder, lo
dejé abierto bocarriba en el suelo de la habitación. A continuación
conjuré toda la magia que tenía dentro —y la que pude atraer del
ambiente— y la enterré entre las páginas. Cuando las luces de
magia que salían de mis manos hicieron estallar el libro en un
relámpago verde, pensé que ya no podía hacer más. Respiré muy
cansado y, sin ya poder más, me derrumbé sentándome en el suelo.
Era ahora o nunca. Tenía
que ver si funcionaba como yo esperaba o, por lo menos, hasta dónde
llegaba el alcance de su magia.
Miré el libro. Era
extraño, pero estaba cerrado. Y yo hubiera jurado que segundos antes
estaba abierto.
De modo que lo abrí.
Pero, al intentar leerlo, me ocurrió algo insólito. Fue una
experiencia... fue una experiencia horrible.
Como empujadas por un
viento fortísimo, las páginas se fueron pasando solas a velocidad
de vértigo. Pero yo apenas podía verlo. Los ojos se me iban a
derecha e izquierda, a una velocidad tan grande que conseguía leer
las líneas antes de que las páginas se pasaran. La cantidad de
cosas que pasaron por mi mente a cada segundo me paralizaron el
cuerpo. Veía imágenes vívidas como la misma realidad, que iban
yendo y viniendo como granos de arena empujados por un huracán. Oía
voces que hablaban todas a la vez, a un ritmo tan rápido que no
puedo entender cómo pude comprender lo que decían. Y la sensación
era terrible, no veía dónde estaba, no veía ni el libro ni la
habitación ni la cabaña. Todo aquello me hizo sentir que moriría
de un momento a otro. No podía moverme, no veía nada. Era como si
pelease con cincuenta fuwas.
¿Cuánto tiempo pasé
así? Parecía que tenía una olla a presión en el cráneo, lleno a
rebosar como me estaba quedando. Cifras, hechos, datos, imágenes...
y la sensación cada vez más preocupante de que el libro que había
creado iba a matarme. Y de que yo me había convertido en un esclavo,
en la marioneta de un señor malvado y poderoso que vivía dentro de
aquel tomo...
Entonces unas risotadas,
que hasta entonces no me había dado cuenta de que las oía de fondo,
empezaron a sonar alrededor. Sin dejar de ver aquel tornado de
palabras que se movían de un lado a otro, empecé a mover los brazos
desesperado. Me sentía tan mal que empezaba a pensar que no iba a
resistirlo y que me iba a quedar en el sitio. Y sentía el final tan
cerca que empecé a barbotar incoherencias presa del pánico,
aleteando con los brazos como un idiota. Pero no conseguía zafarme
del conjuro de mi propio libro. Vi salir rayos verdes de mis manos.
En un momento dado, un atronador relámpago de luz verde estalló
entre el libro y yo. Salté varios metros hacia atrás. La explosión
me había quemado la cara, y me di un fuerte golpe en la espalda y el
occipital. Pero sentí que aquello me había salvado la vida.
El relámpago había
enviado lejos el volumen, que se cerró de golpe sobre el suelo.
Luego me di cuenta de que el autor de aquel rayo de luz había sido
yo. Pero justo en ese momento me sentía tan debilitado, aturdido y
sin fuerzas que creía que iba a morir. Los ojos me seguían dando
vueltas, no podía controlarlos. Estaba agotadísimo y muy mareado,
como si hubiera cogido, multiplicada por diez, la peor de las
borracheras imaginables junto al más terrible de los delirios por
enfermedad. Entonces vomité y acto seguido, luchando por no
mancharme en mi propio charco de quimo, rodé por el suelo de mi
cabaña. No tenía fuerza ya ni para abrir los ojos. Y entonces ya no
pude más y me desvanecí.
No sé cuánto tiempo
pasó hasta que me desperté. Cuando lo hice me sentía tan enfermo
como nunca antes en la vida. Fue como si de repente me hubiera subido
la fiebre hasta tal punto que, si me subía más, acabaría muerto.
Creo que pasé así la tarde entera. En mis delirios dije cosas
inconexas, vi cosas que creía que existían de verdad, sentía que
me moría. Hasta que caí inconsciente de nuevo.
Fue entonces cuando por
fin pude despertar de una manera normal. Pero seguía sin sentirme
bien. Tenía la cara bañada en sudor, así que me levanté, salí de
casa y traté de limpiarme. Utilicé las hojas de un arbusto cercano,
porque no me sentía con fuerzas de retirarla con mi magia.
Cuando espabilé del todo
me vinieron a la cabeza, de repente, varios de los datos que había
leído. Era como si me hubiera leído, en lo que había durado aquel
trance, el equivalente a varios libros. Todo de una sentada. De
repente había adquirido la facultad de usar el lenguaje de una forma
muy distinta a como lo había estado haciendo toda la vida. Ahora
sabía un montón de cosas más que antes sobre los países de
Momeria, su organización social, y muchas cosas más. El agua es un
líquido incoloro, inodoro e insípido. El bronce se obtiene de la
aleación de cobre y estaño. Diez entre dos son cinco, y la raíz
cuadrada de un millón es mil.
Pero lo mejor de todo es
que me sentía capaz de utilizar nuevas formas de magia con las que
ni siquiera habría podido soñar.
Una leve carcajada afloró
de mi semblante. Sí, lo había logrado. El libro funcionaba y,
cuando tuviera tiempo, mi obra me convertiría en el amo del mundo.
Si no es que me mataba yo primero, leyéndolo. ¿Pero cómo iba a
morirse el mago más poderoso de toda Momeria?
Más tarde tendría
tiempo de incluir más libros en aquel compendio, todos los demás
que pudiera robar. Era sólo cuestión de tiempo que la respuesta a
todas las preguntas que pudiera hacerme estuviera al alcance de mi
mano. Y entonces... entonces no sólo averiguaría la forma de
escapar del control de la Asamblea, sino que el mundo entero estaría
bajo mis pies.
Al día siguiente se
reunió la Asamblea, y sus dos mitades perfilaron el tema de mi
vuelta a Occitia en un plazo no superior a dos días.
Pero yo apenas presté
atención a lo que en ella se dirimía. Estaba más preocupado por
las voces que de repente empezaba a oír, que no pertenecían ni a
duendes ni a fuwas. Y que, al buscarlas, su origen no aparecía por
ningún sitio. Me entró un miedo terrible a estar volviéndome loco,
porque ni sabía de dónde venían ni podía parar de oírlas. Y
decían cosas sin sentido, pero algunas eran tan escalofriantes que
no quise creerme nada. Entre ellas, que los fuwas pensaban
traicionarme, que Lávice había muerto y que el agua estaba hecha de
unas cosas llamadas átomos de hidrógeno y átomos de oxígeno. Y
también que, al cabo de doscientos años en el futuro, un monarca
llamado Moari iba a conquistar el mundo entero.
La todopoderosa Asamblea
Forestal deliberaba sus resoluciones, pero yo ya no escuchaba. Daba
igual, porque la Asamblea nunca se equivoca. Pero a mí me daba igual
lo que dijeran los fuwas y los duendes. El libro que había creado
acaparaba toda mi atención y empezaba a sentirme muy culpable por no
estar leyéndolo, y muy estúpido por no haberlo escondido mejor.
Todo el miedo que me sacudía por los huesos a que los fuwas me
ajusticiaran por traidor quedó pequeño, muy pequeño, ante la
espantosa posibilidad de que alguien me robase el libro. Me lo había
dejado en la cabaña, y lo que sentía por él era mucho más fuerte
que lo que pudiera sentir por un oasis que hubiese encontrado en
medio del desierto, o por una mujer occitia que me hubiese dejado a
medio follar. En medio de la Asamblea tuve que reprimir bastantes
veces el impulso de marcharme y comprobar que el libro aún estaba en
mi cabaña.
Cuando Numenar me llamó
la atención me llevé un buen susto, pues no prestaba atención a
dónde estaba. Era como si acabaran de despertarme a puñetazos.
Numenar me dijo que la Asamblea había alcanzado su resolución, y
que ya podía ponerme en camino a mi país natal, y que si tenía
alguna cuestión que consultar. Pero yo tardé unos segundos en
comprobar superada la impresión, carraspeé, me puse derecho y dije
a todo el mundo:
— Partiré para
Occitia en el acto. Dejadme que lleve conmigo un par de cosas, y me
marcharé justo después de la hora de comer. La Asamblea puede
confiar en mí.
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