lunes, 22 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (X): El experimento

LA VENGANZA DE LAS FLORES

¡Cada lunes un capítulo! 


- Enlaces a capítulos anteriores (aunque puedes mirarlos más abajo en este mismo blog):



10. ~ EL EXPERIMENTO ~



La Asamblea nunca se equivoca, pero en aquel momento tuvo lugar un fuerte debate:

— ¿Pero os habéis vuelto locos? —dije sin poderme contener en la reunión siguiente—. ¿Ir a Occitia? ¡Me matarían! ¡Esa gente no es capaz de...!


Como pude, expliqué a fuwas y duendes que a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido asociarse con occitios para lo que fuera. Es un mal negocio, sin más. No era ya lo suficientemente arriesgado hacerlo con uno, que pretendían hacerlo no con un grupo, no... ¡con todo el país! Un país que nunca ha cesado en sus luchas internas. Ni a nivel municipal, ni entre ciudades, ni mucho menos en lo familiar.

Pero no pude explicarlo como a mí me hubiese gustado.

Tuve que detenerme ante las caras que pusieron todos, también los duendes. Era tal el miedo que experimenté que juzgué un error imperdonable el haberles preguntado si se habían vuelto locos. Mi éxito en las pasadas misiones y la seguridad que me habían dado mis propias capacidades mágicas me habían vuelto temerario. Había olvidado que, en aquel sitio, yo era casi un forastero que sabía demasiado. Alguien a quien permitían seguir vivo sólo porque todavía me necesitaban. Y que si la Asamblea se ponía de acuerdo para decidir que alguien era un traidor, ya podía darme por muerto. Ese día me di cuenta de que nadie hasta el momento se había atrevido a llevarle la contraria a la Asamblea.

— ¿Insinúas... —dijo Numenar, respirando en cada pausa que hacía— que la Asamblea se ha equivocado... con los planes que lleva madurando... desde hace años.
— Dice más —intervino Hokum, que me miraba de hito en hito—. Insinúa que no va a participar. Ya no quiere ayudarnos. Ha desertado del Nuevo Orden.
— ¿Es eso cierto... Vérizo? —preguntó Numenar con el ceño fruncido, casi desesperado ante mi posible respuesta—. ¿No vas a participar en esta operación tan importante?

Las voces habían sonado extrañas en el silencio sepulcral que se había formado en el claro del bosque. Un silencio roto solamente por el ruido ocasional de pájaros o del viento que mecía las hojas de los árboles. Numenar intentaba sonreís, pero no conseguía esconder la expresión de alarma que dibujaba su rostro. Era como si esperaba que en cualquier momento se desatara una tormenta. Por su parte los fuwas no hacían nada por disimular su enfado. Sus ojos azules se entornaban mirándome fijamente, como si pensara en escapar, al tiempo que algunos de ellos extendían manos tenuamente iluminadas de magia o desenfundaban las dagas que habían arrebatado a los sagrárines. Parecía que la única razón por la que no me hubieran hecho pedazos era el temor a una guerra con los duendes. Pero hasta ellos parecían taladrarme con la mirada, como esperando un cambio radical en mi postura, justo ahora que habíamos llegado tan lejos en la implantación del Nuevo Orden.

Panda de monstruos inconscientes... y de desagradecidos tontos... daba la impresión de que se habían olvidado de todo lo que habían conseguido gracias a mí. ¿De verdad creían que era buena idea llevarme a Occitia a reclutar refuerzos?

— ¿Estás seguro de que no vas a ayudarnos en este paso crucial? ¿En un movimiento que puede ser clave para la invasión de Sagrania? —preguntó Hokum de una manera que no presagiaba nada bueno.
— Yo... —carraspeé muerto de miedo— yo no digo eso... yo simplemente digo... que para eso está la Asamblea, ¿no? Para debatir qué hacer y cómo, y si es una buena idea o no, y en ese caso...
— No estarás planeando desertar de nuestro bando, ¿no, forastero? —interrumpió el duende Egueror en un tono que pretendía ser simpático, pero que no conseguía esconder el miedo y la desconfianza—. Ahora que estamos a las puertas de gobernar el mundo...

Aquello me devolvió a la realidad como un jarro de agua fría. La Asamblea de los fuwas y los duendes nunca había sido un sitio de debate libre. Sólo un organismo en el que se ratificaban las posturas y decisiones que fuwas y duendes ya habían acordado previamente, para luego discutir acerca de la mejor manera de llevar a cabo aquellas decisiones.

Y yo no entraba en la primera parte. La decisión ya estaba tomada.

Una gran sensación de descontrol se apoderó de mí. Me sentía como si estuviese viajando en un carro de caballos desbocados que corre a toda velocidad junto al filo de un barranco. Por el tono y las miradas de los fuwas y los duendes parecía que no aceptaban un no por respuesta. Y entonces intuí por dónde iban los tiros. Si me negaba a cumplir la misión, acabaría siendo tan enemigo de ellos como el vizconde que no hacía una semana que habían descuartizado. En ese momento descubrí, como pasando de la noche al día en cuestión de segundos, que no tenía aliados en aquel corral de buitres, y que más me valía andarme con ojo si no quería que mi vida terminara como alpiste para los pájaros.

— Es... está bien —conseguí decir, aunque la voz me temblaba—. Creo que lo intentaré. Pero necesitaré un tiempo para pensar...

No sirvió de nada. Hokum ahogó una risa, una risa muy malévola en la que no había pizca de alegría.

— ¿Pensar qué? —hizo Numenar, cuya risa era algo más divertida y nerviosa, pero tan falsa como la del fuwa—. ¿Pensar qué, forastero? ¿Qué es lo que te tienes que pensarte?
— Yo... necesito algo de tiempo para...
— Ahora mismo, forastero —cortó Hokum, que me miraba de hito en hito—. Es muy sencillo, decídelo yahora. Lo haces o no lo haces. O con nosotros... o contra nosotros.

Volví a respirar hondo. Era como si hubiera dado en menos de un minuto otro paso en falso que me costaría caro. La Asamblea nunca se equivoca, a la Asamblea no se le puede llevar la contraria, a la Asamblea no se le puede pedir ninguna clase de salvedad, y cada segundo que pasaba sin que yo acatara sus decisiones sin más se convertía en un error imperdonable. Acababa de entender además, en un segundo horroroso, la forma de actuar y funcionar por las que se regían allí.

— Yo tengo dudas... —dijo despacio otro fuwa, aspirando y expirando de forma siniestra el aire—. De que cierta sangre pese demasiado a la Asamblea...

Pero al fin reaccioné:

— ¡Quiero decir que necesito tiempo para pensar en cómo hacerlo! —dije—. ¡Hace tiempo que no vivo allí, y necesito pensar bien la mejor manera de...! —al ver que parecían interesados y menos tensos que antes, añadí—: ¡Que me habéis entendido mal! ¡Que no estaba diciendo que no!

Esa vez había dado en el clavo. Al instante todos se relajaron: había dicho lo que todos querían oír. No les importaba cómo iba a conseguirlo, lo esencial era que ya no me oponía. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¡Por poderoso que me hubiera vuelto, la magia de uno solo no puede nada contra la de toda una caterva!

Disolvimos la Asamblea acordando volver a reunirnos en tres días. Al cabo de otros cuatro días más, yo ya partiría para Occitia. Lo único a lo que había que esperar de cara a urdir un plan era que yo, el occitiense, el que conocía el terreno y a su gente, elaborase mi versión del plan.

Pero lo primero que hice en cuanto llegué a mi cabaña fue encerrarme y respirar como si aquellos fueran los últimos alientos que fuera yo a tomar en vida. Me tapé la boca con la mano. Ya no confiaba en aquella gente, y aquella gente ya no confiaba en mí. Lo vi muy claro durante aquel día y los que le siguieron. Ya ni siquiera contaba con la confianza de una mitad de la Asamblea. Los duendes, que hasta hace poco consideraba mis mejores protectores contra la locura de los fuwas, y a los que incluso había visto como compañeros, se habían convertido en otro grupo más que me podría vender por cuatro clavos. Se habían vuelto maestros en el arte de esconder su rastro mágico, pero siempre habían sido pésimos aficionados en esconder sus emociones e intereses.

En mi cabaña no pude hacer nada. Se suponía que debía reflexionar sobre cómo pedirle a los occitios que se unieran a nosotros en la invasión de Sagrania. Pero yo ya no tenía ganas de reflexionar, sólo de saber cómo escapar de aquella gente. Y, sin embargo, no se me ocurría la manera. ¿Cómo diantres puedes escapar de dos tribus de seres que se habían vuelto tan poderosos, teniendo en cuenta que además una de ellas contaba con los árboles de todo el mundo como espías?

Además, era incapaz de pensar. El miedo había penetrado por los poros de mi piel y se me había quedado dentro, como el agua de un chaparrón que cala hasta los huesos y no se puede secar debido a la humedad y el frío. Los pensamientos se agolpaban unos contra otros en mi cabeza. ¿Qué debía hacer? ¿Huir a Sagrania y esconderme? Imposible, esa gente pensaba invadir el país. ¿Volver a Occitia? Ni loco. ¿Huir a otro lugar completamente nuevo? No, por Anjín, bastante lejos me había ido ya... y además, como acababa de recordar, había árboles por todas partes... fuera a donde fuera, las plantas terminarían chivándose a los fuwas de mi paradero...

Cogí uno de los libros que tenái en la cabaña. Me puse a leer, diciéndome que habría tiempo de encontrar alguna solución. Pero no podía concentrarme en la lectura. Me decía que era tonto, como si pretendiera que en ese libro pudiera estar la solución del lío en el que estaba. Pero yo no la estaba buscando allí, tampoco. ¿Buscaba entonces la iluminación divina, acaso? Ni yo mismo lo sabía. No, lo que estaba buscando era la manera de, ante todo, tranquilizarme para pensar.

Me costó un poco, pero cuando me di cuenta ya estaba enfrascado entre las páginas del libro. Era una historia, un cuento que narraba las aventuras de un viajero que iba por los diferentes países de Momeria. Ya lo había leído dos veces, y era tan distraída y trepidante que lo había empezado una tercera. Ya lo tenía a medias, de hecho, cuando recurrí a él para olvidarme del peligro que corría...

Me distraje lo necesario como para tranquilizarme. Luego, tras unos minutos de recorrer la cabaña y el terreno cercano al árbol donde estaba, nada había cambiado. Yo seguía como un flan. ¿Pero qué iba a hacer? Si no encontraba la manera de tener éxito en aquella misión, si no hallaba la forma en que los occitios decidieran dejarlo todo para ayudarnos a invadir Sagrania —y la cosa no pintaba nada bien— entonces podía contar con pocas garantías de seguir con vida mucho tiempo.

Mientras cenaba seguía reflexionando. Podría procurar tentar a los occitios con la oportunidad de invadir un país lleno de maravillas. Decirles que el botín de su pillaje les mantendría la vida resuelta. Que nunca más tendrían que pasar penalidades... que podrían desollar a quien quisieran...

Era imposible que me hicieran caso. Pensarían que les estaba intentando engañar, porque eso es lo que hacen todos entre sí. Y aunque me creyeran daba igual. De todas formas nunca hacen caso de nadie. Y si se volvían contra mí, cosa más que probable, entonces me vería en la obligación de usar la magia contra ellos... Y sin duda querrían saber de dónde había sacado esos poderes un occitio... todos querrían averiguar la fuente de esas habilidades. No, no, no, aquello podía llegar a ser un verdadero desastre para todo el mundo si alcanzaban su objetivo.

No había otra salida. Debía salir volando del bosque y huir lejos, irme a la otra punta del mundo. No me atraía la idea de marcharme tan y tan lejos, y de ser un fugitivo por el resto de mi vida. Pero yo no iba a esperar a que me mataran. Y no soportaba la idea de que los occitios aprendieran a hacer magia.

Suspiré al imaginar una posible solución a todo aquello. Se me ocurrió que, si en alguno de los libros estuviera escrita la solución a mis problemas, entonces sabría qué hacer. Volví a suspirar. No saldría vivo de aquello... Como si todo fuera tan fácil...

Como si fuera cosa de magia...

Pero...

¿Había dicho «cosa de magia»?

Y entonces se me ocurrió una idea tan sencilla que me entraron ganas de reír.

Era una locura, sí. Pero merecía la pena intentarlo. Al fin y al cabo, la Asamblea siempre tiene la razón.

Hice experimentos de fusión en mi cabaña. Con las habilidades mágicas que había desarrollado, y usando las manos para apretar objetos entre sí, conseguí realizar pequeñas mezclas. Juntaba en un solo objeto cosas como piedras y ramas. En unos días logré obtener seres semiinertes, como por ejemplo piedras de las que salían ramitas con hojas y flores, que sobrevivían unos días antes de caer y marchitarse.

Cuando la Asamblea se volvió a reunir, yo les dije que por nada del mundo quería retrasar la operación. Sólo que necesitaba un poco de tiempo para madurar un plan que iba a ser muy efectivo para nuestra causa. Si confiaban en mí, les dije, podría llevar a todo el mundo a un sorprendente éxito, y a obtener un poder con el que sólo habrían podido soñar. Los duendes dieron luz verde a mi propuesta, y votaron concederme más tiempo. Los fuwas se mostraron más reacios al principio,pues desconfiaban hasta de su sombra. Sin embargo, por lo visto no los conocía lo suficiente como para saber que su sed de poder les cegaría hasta el punto de aceptar esperar un poco más. Pero era ignorancia, también. Porque nadie con sentido común —o al menos con el sentido común que había en mi país— creería en las promesas de un occitio.

Pobres diablos. La de cosas que habían aprendido soibre magia y sociedad sagrarin... su cultura, historia, ciencia tecnología... y al final mi pequeña ventaja residía en saber una única cosa, una estupidez de la que en mi pueblo hasta el más tonto es un maestro. En Occitia, mentir como un bellaco no sirve de mucho porque es tan normal como el aire que respiras. El líquido elemento, la moneda con que se paga el derecho a vivir un día más en Occitia, se llama mentira. Pero yo ya hacía tiempo que sabía que en otros países, a corto plazo, mentir es la clave del éxito.

Seguí con los experimentos de fusión. Pero esta vez aplicado a libros, que era la parte que me interesaba en realidad. Poco a poco, conseguí que el libro de historia formara uno con el de geografía, aunque las letras de ambos formasen al principio marañas ininteligibles. Pero tras varios intentos, con la ayuda de la magia, logré obtener un tomo híbrido entre ambas disciplinas: un tratado sobre geografía a lo largo de la historia. Del ensayo de psicología y el de matemáticas conseguí un ensayo bastante completo, bien que al leerlo se solapaban párrafos de ambos temas y había que leerlos de manera alterna. Y así fui probando cosas nuevas. Hasta que me puse manos a la obra con mi gran idea, y fui juntando volúmenes hasta que me quedó un compendio gordo y grande, una especie de enciclopedia completa en la que estaban, desordenados pero enteros, los contenidos de todos los libros con los que había formado este. Un libro que hablaba de prácticamente todo.

Entretanto iba juntando varias corrientes de la magia en mis experimentos. Magia fuwa, magia duende, magia sagrarin, y aquella otra que era propia e intrínseca en mí, mi magia personal, el estilo que había desarrollado con la única ayuda de mi propio aprendizaje, basado en mi propia esencia.

La desesperación y la pasión que ponía en las mezclas sobre la base de los libros que iba fusionando, unos con otros, hicieron que no reparase en ideas alocadas. Invoqué la sabiduría de las plantas y la habilidad rastreadora de los duendes en especial la que imitaba del duende Egueror, el rastreador de ideas útiles y buenas. Hice mi mayor esfuerzo, esperando que mi magia fuese lo suficientemente poderosa como para atraer los pensamientos de los árboles y los conocimientos de los sabios de Momeria. Y metí todo eso también, algo así como un imán de ideas y de la sabiduría de árboles y personas, dentro del libro. Acumulé la magia sagrarin más poderosa que pude llegar a producir y almacenar, y la reconcentré en el mismo objeto, aquel libro, mi gran obra maestra, varias veces al día. No podía —ni quería— detenerme. Actuaba movido por el miedo y la excitación, sin saber qué consecuencias podría tener aquello. Sin saber, de hecho, si acaso iba a funcionar. Pero no tenía tiempo de pensar en lo que hacía. La situación era desesperada, y no daba lugar a la reflexión. Era salir vivo o muerto de aquella situación, de aquellos diablos del bosque. Y después de todo, ¿desde cuándo un occitio se ha parado a pensar en lo que hace?

Hasta que al final fuwas y duendes no pudieron esperar más. Una nueva reunión de la Asamblea fue convocada, con carácter inaplazable. Yo había conseguido retrasarlas con la presentación de mi experimento como una terrible arma de la magia que iba a ser revolucionaria. Pero entonces se llegó a la decisión irrevocable de reunir a la Asamblea en un plazo de cuatro días.

¡Cuatro días! Apenas me quedaba tiempo. Creo que fueron los más destructivos de mi vida, mucho peores que mis años en Occitia. Porque allí me destrozaba el cuerpo, pero aquí me destrozaba la mente, aquella mente tan genial que estaba concibiendo... lo más terrible que había conseguido hacer en vida.

Me volví loco intentando acelerar el proceso de creación del libro. Sabiendo que mi vida dependía de aquello. No dormí ni comí demasiado. Una y otra vez volvía a aquel experimento, en el que no escatimaba en magia. Usé la mejor que había aprendido, la que me había dado mejores resultados, y muchas otras que desarrollaba sobre la marcha. Una enorme dosis de magia experimental en mis momentos de mayor inspiración, una magia que no tenía ni idea de qué podía provocar en mi obra. Tomé decisiones con más temeridad que antes, cada vez más arriesgadas. No tenía alternativa.

Los experimentos me dejaban tan agotado que creía que no iba a poder más. Pero no podía parar. Si no tenía éxito, jamás me libraría de la amenaza de los duendes y los fuwas. Porque nadie escapa del poder de la Asamblea. Y yo sabía que usar magia era un gasto de energía tal que podía llegar a pasar factura a mi salud, pero no conocía el alcance que tenía abusar de ello. Tras las sesiones con el objeto de mis experimentos la cabeza me daba vueltas, y después sufría de jaquecas terribles. Por las noches no conseguía conciliar el sueño y, cuando lo hacía, sufría de pesadillas que no le deso ni a mi peor enemigo.

Por las noches, a la luz de la vela de cera que encendía con mi magia, leía y releía el libro, que ahora decía cosas sorprendentes. Sinsentidos y disparates que pretendían decir la verdad, como por ejemplo que Momeria no era un mundo plano, sino esférico. Y locuras alarmantes como el hecho de que el sol era otra bola sobre la que estábamos cayendo a una velocidad de vértigo, o que la luna era otra bola que giraba a nuestro alrededor. Todo en aquel libro iba acompañado de frases tan largas y rebuscadas que había que leerlas varias veces para llegar a entenderlas. Pero luego, cuanto más las leía, más sentido cobraban, y más me asustaba la posibilidad de que algo de aquello fuese cierto. Pero no era sólo aquello lo que más me sorprendió, porque otras de aquellas frases hablaban del futuro... y las perspectivas que dejaban entrever aquellas líneas me daban tantos escalofríos que hasta prefería pensar que aquel experimento no estaba saliendo tan bien como pensaba.

Al segundo día yo ya estaba muy agotado, y empecé a temer por mi salud. Creía que me iba a volver loco porque, sobre todo por la noche, comencé a percibir cosas que sabía que no existían de verdad. Oía voces y veía sombras y figuras de colores, como fantasmas, correteando por las paredes de mi choza. Sensaciones ante las cuales yo necesitaba cada vez más tiempo para convencerme de que no existían en la realidad. Por los agujeros de la cabaña se filtraban malos olores de procedencia incierta, y se oían risas de seres inexistentes que se mofaban de mí a carcajada limpia. Todo era tan nítido que tuve que salir de mi cabaña un par de veces a respirar aire fresco, a comprobar que nadie me estaba espiando. Pero fuera nunca había nada.

También en la materia tangible creía ver cosas que no tenían sentido. Como por ejemplo, páginas del libro pasándose solas. Ocurría cuando me lo dejaba abierto sobre el suelo de la cabaña. Un sitio en el que, por cierto, apenas entraba aire, porque había tapado muy bien con barro las junturas de las ramas y las piedras. Por un momento se me ocurrió pensar... que el libro estuviese vivo.

Y los días pasaron, así hasta la víspera de la Asamblea. Se me había echado el tiempo encima. Al día siguiente, fuwas y duendes dictarían mi regreso a Occitia. Así que, juntando todas mis habilidades y energías, en un último esfuerzo desesperado por darle al libro todo mi poder, lo dejé abierto bocarriba en el suelo de la habitación. A continuación conjuré toda la magia que tenía dentro —y la que pude atraer del ambiente— y la enterré entre las páginas. Cuando las luces de magia que salían de mis manos hicieron estallar el libro en un relámpago verde, pensé que ya no podía hacer más. Respiré muy cansado y, sin ya poder más, me derrumbé sentándome en el suelo.

Era ahora o nunca. Tenía que ver si funcionaba como yo esperaba o, por lo menos, hasta dónde llegaba el alcance de su magia.

Miré el libro. Era extraño, pero estaba cerrado. Y yo hubiera jurado que segundos antes estaba abierto.

De modo que lo abrí. Pero, al intentar leerlo, me ocurrió algo insólito. Fue una experiencia... fue una experiencia horrible.

Como empujadas por un viento fortísimo, las páginas se fueron pasando solas a velocidad de vértigo. Pero yo apenas podía verlo. Los ojos se me iban a derecha e izquierda, a una velocidad tan grande que conseguía leer las líneas antes de que las páginas se pasaran. La cantidad de cosas que pasaron por mi mente a cada segundo me paralizaron el cuerpo. Veía imágenes vívidas como la misma realidad, que iban yendo y viniendo como granos de arena empujados por un huracán. Oía voces que hablaban todas a la vez, a un ritmo tan rápido que no puedo entender cómo pude comprender lo que decían. Y la sensación era terrible, no veía dónde estaba, no veía ni el libro ni la habitación ni la cabaña. Todo aquello me hizo sentir que moriría de un momento a otro. No podía moverme, no veía nada. Era como si pelease con cincuenta fuwas.

¿Cuánto tiempo pasé así? Parecía que tenía una olla a presión en el cráneo, lleno a rebosar como me estaba quedando. Cifras, hechos, datos, imágenes... y la sensación cada vez más preocupante de que el libro que había creado iba a matarme. Y de que yo me había convertido en un esclavo, en la marioneta de un señor malvado y poderoso que vivía dentro de aquel tomo...

Entonces unas risotadas, que hasta entonces no me había dado cuenta de que las oía de fondo, empezaron a sonar alrededor. Sin dejar de ver aquel tornado de palabras que se movían de un lado a otro, empecé a mover los brazos desesperado. Me sentía tan mal que empezaba a pensar que no iba a resistirlo y que me iba a quedar en el sitio. Y sentía el final tan cerca que empecé a barbotar incoherencias presa del pánico, aleteando con los brazos como un idiota. Pero no conseguía zafarme del conjuro de mi propio libro. Vi salir rayos verdes de mis manos. En un momento dado, un atronador relámpago de luz verde estalló entre el libro y yo. Salté varios metros hacia atrás. La explosión me había quemado la cara, y me di un fuerte golpe en la espalda y el occipital. Pero sentí que aquello me había salvado la vida.

El relámpago había enviado lejos el volumen, que se cerró de golpe sobre el suelo. Luego me di cuenta de que el autor de aquel rayo de luz había sido yo. Pero justo en ese momento me sentía tan debilitado, aturdido y sin fuerzas que creía que iba a morir. Los ojos me seguían dando vueltas, no podía controlarlos. Estaba agotadísimo y muy mareado, como si hubiera cogido, multiplicada por diez, la peor de las borracheras imaginables junto al más terrible de los delirios por enfermedad. Entonces vomité y acto seguido, luchando por no mancharme en mi propio charco de quimo, rodé por el suelo de mi cabaña. No tenía fuerza ya ni para abrir los ojos. Y entonces ya no pude más y me desvanecí.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me desperté. Cuando lo hice me sentía tan enfermo como nunca antes en la vida. Fue como si de repente me hubiera subido la fiebre hasta tal punto que, si me subía más, acabaría muerto. Creo que pasé así la tarde entera. En mis delirios dije cosas inconexas, vi cosas que creía que existían de verdad, sentía que me moría. Hasta que caí inconsciente de nuevo.

Fue entonces cuando por fin pude despertar de una manera normal. Pero seguía sin sentirme bien. Tenía la cara bañada en sudor, así que me levanté, salí de casa y traté de limpiarme. Utilicé las hojas de un arbusto cercano, porque no me sentía con fuerzas de retirarla con mi magia.

Cuando espabilé del todo me vinieron a la cabeza, de repente, varios de los datos que había leído. Era como si me hubiera leído, en lo que había durado aquel trance, el equivalente a varios libros. Todo de una sentada. De repente había adquirido la facultad de usar el lenguaje de una forma muy distinta a como lo había estado haciendo toda la vida. Ahora sabía un montón de cosas más que antes sobre los países de Momeria, su organización social, y muchas cosas más. El agua es un líquido incoloro, inodoro e insípido. El bronce se obtiene de la aleación de cobre y estaño. Diez entre dos son cinco, y la raíz cuadrada de un millón es mil.

Pero lo mejor de todo es que me sentía capaz de utilizar nuevas formas de magia con las que ni siquiera habría podido soñar.

Una leve carcajada afloró de mi semblante. Sí, lo había logrado. El libro funcionaba y, cuando tuviera tiempo, mi obra me convertiría en el amo del mundo. Si no es que me mataba yo primero, leyéndolo. ¿Pero cómo iba a morirse el mago más poderoso de toda Momeria?

Más tarde tendría tiempo de incluir más libros en aquel compendio, todos los demás que pudiera robar. Era sólo cuestión de tiempo que la respuesta a todas las preguntas que pudiera hacerme estuviera al alcance de mi mano. Y entonces... entonces no sólo averiguaría la forma de escapar del control de la Asamblea, sino que el mundo entero estaría bajo mis pies.

Al día siguiente se reunió la Asamblea, y sus dos mitades perfilaron el tema de mi vuelta a Occitia en un plazo no superior a dos días.

Pero yo apenas presté atención a lo que en ella se dirimía. Estaba más preocupado por las voces que de repente empezaba a oír, que no pertenecían ni a duendes ni a fuwas. Y que, al buscarlas, su origen no aparecía por ningún sitio. Me entró un miedo terrible a estar volviéndome loco, porque ni sabía de dónde venían ni podía parar de oírlas. Y decían cosas sin sentido, pero algunas eran tan escalofriantes que no quise creerme nada. Entre ellas, que los fuwas pensaban traicionarme, que Lávice había muerto y que el agua estaba hecha de unas cosas llamadas átomos de hidrógeno y átomos de oxígeno. Y también que, al cabo de doscientos años en el futuro, un monarca llamado Moari iba a conquistar el mundo entero.

La todopoderosa Asamblea Forestal deliberaba sus resoluciones, pero yo ya no escuchaba. Daba igual, porque la Asamblea nunca se equivoca. Pero a mí me daba igual lo que dijeran los fuwas y los duendes. El libro que había creado acaparaba toda mi atención y empezaba a sentirme muy culpable por no estar leyéndolo, y muy estúpido por no haberlo escondido mejor. Todo el miedo que me sacudía por los huesos a que los fuwas me ajusticiaran por traidor quedó pequeño, muy pequeño, ante la espantosa posibilidad de que alguien me robase el libro. Me lo había dejado en la cabaña, y lo que sentía por él era mucho más fuerte que lo que pudiera sentir por un oasis que hubiese encontrado en medio del desierto, o por una mujer occitia que me hubiese dejado a medio follar. En medio de la Asamblea tuve que reprimir bastantes veces el impulso de marcharme y comprobar que el libro aún estaba en mi cabaña.

Cuando Numenar me llamó la atención me llevé un buen susto, pues no prestaba atención a dónde estaba. Era como si acabaran de despertarme a puñetazos. Numenar me dijo que la Asamblea había alcanzado su resolución, y que ya podía ponerme en camino a mi país natal, y que si tenía alguna cuestión que consultar. Pero yo tardé unos segundos en comprobar superada la impresión, carraspeé, me puse derecho y dije a todo el mundo:

— Partiré para Occitia en el acto. Dejadme que lleve conmigo un par de cosas, y me marcharé justo después de la hora de comer. La Asamblea puede confiar en mí.







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