lunes, 17 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (V): La librería

¡El lunes que viene continúa esta historia en el Oniródromo!





5. ~ LA LIBRERÍA ~

No salía de mi asombro con aquel país. Iba de pueblo en pueblo sin preocupaciones, disfrutando del viaje como nunca en la vida. Ni siquiera tenía que esforzarme por buscar comida ni agua. A la gente le bastaba con verme para decidir que era mejor darme todo lo que llevara. La túnica de piel de chacal, el pico en las manos, los ojos de ámbar y la piel granate hacían todo el trabajo. En tres semanas de viaje apenas tuve que atacar a seis personas.

Por todas partes me encontraba con lo mismo. Sitios accesibles, puertas abiertas, vallas bajas, gente pacífica. Al principio atracaba sólo a quien llevaba algún saco o zurrón. Pero poco a poco fui aprendiendo que aquellas piezas de metal redondas que también me daban, y que tan inútiles me parecían al principio, servían de hecho para intercambiarlas por comida y otras cosas. Cuando pude me compré una túnica de color crema, y en un par de ocasiones hice noche en una posada.

Gracias a la túnica nueva ya no atraía tanto las miradas de la gente. Y a medida que iba de pueblo en pueblo, y que visitaba ciudades cada vez más grandes, noté que cada vez pasaba más desapercibido, y que al final era casi como si fuera invisible. No era el único extranjero por allí. Empecé a ver gente de otras razas distintas a la pálida de los sagrárines de Sagrania, así como gente pobre o vestida de maneras más extravagantes.

Algunas de esas personas de otras razas tenían un color de piel parecido al mío, aunque más claro. Como pálidos quemados por el sol. Era como si fuesen occitios, pero sólo a medias. Se parecían un poco a la gente de Isolacrán, pero no tenían los ojos de color ámbar. E inocencia en la mirada.

Las ciudades y sus casas, parques y calles crecían a la misma velocidad que las ciudades que visitaba. Vi vehículos como carros tirados por animales que llevaban a la gente de una ciudad a otra. Preguntando a otros viajeros acabé en la capital de Sagrania, una ciudad inmensa y llena de monumentos llamada Sagrarin.

Allí todo era infinito. Calles larguísimas que no terminaban, avenidas anchas como carreteras. Casas que superaban los cuatro pisos, bloques de viviendas que tenían hasta seis. Jardines que parecían bosques, barrios como pueblos, monumentos que dejaban como enanos a los árboles más grandes. Y un castillo en el centro, el Castillo de Sagrarin, tan gigantesco y monumental que parecía que tocaba el cielo y lo ocupaba como una nube. Mirar hasta donde llegaban sus torres me dejó el pescuezo dolorido. Yo ya no quería oír hablar de regresar a Occitia.

Veía a gente ocupada en actividades de lo más dispares: talar árboles, cuidar jardines, forjar el metal, limpiar casas, cortar el pelo, pintar vallas y casas... descubrí que así era como la gente se ganaba la vida. Algunos hilaban tejidos en telares, emborrachaban o alimentaban o curaban a la gente, hacían mesas o barriles de madera... Eso último fue lo que más me impresionó. A mí, que procedo de un sitio donde ni siquiera hay árboles, me parecía poco menos que magia.

En Occitia todo se hace con tendones y huesos de animales, piedras, barro, piel, cabello y plantas del desierto. Se dice que en la Cordillera Sur sí los hay, pero ya puedes necesitar madera de verdad para ir allí. Están muy lejos, y las leyendas advierten de que ir allí es encontrar una muerte segura. Hablan de demonios que hay viviendo allí, lo que explicaría cuánta gente ha ido allí y no ha vuelto para comntarlo. Aunque también es posible que fueran el hambre y la sed lo que acabase con los aventureros.

Y entonces descubrí una cosa nueva que me llamó la atención. Una tienda que vendía artículos que no tenía ni idea de para qué podían servir. Entré allí.

El lugar estaba lleno de estanterías con bloques finos de cuero dispuestos en filas. Sólo había una persona en la tienda, de pie junto a una de las estanterías. Un hombre que tenía una de aquellas cosas en las manos. Parecía que lo había abierto, y entre las barreras de cuero de color azul pasaba con la mano telas planas y flexibles de color blanco, manchadas de arriba a abajo con símbolos parecidos a los que había visto en algunos carteles. Eran como cajas que podían abrirse y cerrarse, siempre por el mismo lado. ¿Pero qué había dentro? ¿Qué miraba el tipo aquel en esas manchas diminutas sobre fondo blanco?

Imité al hombre que estaba de pie y cogí uno de esos trastos, uno de un rojo muy claro. Lo abrí. No había nada entre sus hojas que llamara mi atención. Aquello no tenía ningún sentido... Era suave y áspero a la vez, y no olía a nada que hubiera sentido antes. No era útil para golpear, pero las esquinas de la tapa dura te podían hacer daño en la cabeza si lo usabas a mala idea. Pero no valía mucho como arma.

Lo dejé donde lo había cogido. Luego tomé otro de la misma estantería, uno de color gris, y lo abrí. Más manchitas sobre fondo blanco. Y después abrí otro de color amarillo y empecé a pasar las páginas... Y ya estaba decidido a irme de la tienda cuando descubrí que en ese libro había un occitio. Dejé caer el tomo por instinto, y di un paso atrás. Luego me di cuenta de que sólo era un dibujo. Recogí aquel objeto, y seguí pasando páginas. Vi el dibujo de una selva en blanco y negro. Pasé las páginas. Vi otro paisaje de riscos, precipicios, cañones y barrancos, muy parecido a Occitia.

Cuando me di cuenta ya había mirado las ilustraciones de unos cinco o seis libros. Mapas, animales, personas, esquemas y gráficos rudimentarios. No tenía la menos idea de qué era, pero estaba fascinado. Vi dibujos de las mismas razas que había estado viendo por la calle, como por ejemplo de esos enclenques con apariencia de plantas que los sagrárines llamaban fuwas.

¡Los fuwas! Yo ya había visto alguno por la calle. Iban casi siempre acompañados de alguna persona de raza sagrarin, que los utilizaban para llevarles cosas y hacerles recados. Había oído que trabajaban en los hogares, a cambio de alimento y de cobijo de sus amos. Pertenecían a una de tantas razas extrañas que corrían por la capital. Parecían animales, pero tenían una inteligencia casi comparable a la de los sagrárines y los occitios. Tenían la piel de un marrón parecido al dela madera, pero cubierta de una hierba con la que vivían en simbiosis, y que les daba un extraño color, como marrón verdoso. Eso les permitía camuflarse en los ambientes forestales, de los cuales por lo visto eran originarios. Tenían pico de pato, y los grandes ojos de color azul brillante que se iluminaban en la oscuridad, como si fuesen luciérnagas, no eran lo único de ellos que me llamaba la atención. También la ropa que vestían, hecha con las hojas que cosían tras recogerlas del suelo, no dejaba de parecerme pintoresca. Pero lo más llamativo de su aspecto eran... aquellos plumones de colores que salían de sus cabezas. Cada uno lo tenía de un color: verde, rojo, azul, marrón, naranja, amarillo, violeta... pero en todos aquel extraño pelo sedoso caía en todas direcciones, como las palmas de una palmera. Junto a hojas que les salían en el cuello, en la cabeza y en la nuca. El efecto total de su apariencia era el de plantas en flor que se movían solas.

Tan ensimismado estaba, contemplando los dibujos de aquellos extraños seres en el libro, que apenas reparé en el ruido de la puerta al cerrarse. Me había quedado solo.

Respiré hondo. ¿Podría llevarme algún libro de esos? No me cabrían todos en el zurrón... Y además no podría volver a aquella tienda si robaba en ella. Y los libros parecían tan interesantes... ¿qué estarían diciendo todas aquellas letras?

Seguí mirando ilustraciones. En un momento dado volví al libro amarillo de los occitienses. En los dibujos había flechas junto a explicaciones, esquemas, párrafos pequeños junto a los dibujos de gente que era como yo. Los habían dibujado como bestias agresivas con las fauces abiertas y ojos de rabia, como capaces de morder al lector en cuanto mirase hacia otro lado. Junto a los dibujos había párrafos que te explicaban vete a saber qué sobre mi gente.

Seguí pasando páginas. Vi un dibujo de occitienses en un pueblo parecido a Isolacrán. Miraban al lector como posando para que los dibujaran. El que había dibujado esto no lo había conseguido sacar más falso porque no se había entrenado. Nadie se hubiera atrevido a intentar matenerlos quietecitos para algo así. Otra ilustración ya era un poco más realista, aunque habían exagerado la expresión viciosa de los dos occitienses que mostraban peleando con piedras en la mano, como si fuesen puñales. ¡Por Anjín, pero si en Occitia nadie tira piedras a la gente que se pelea, como en el dibujo aquel! Ni mucho menos aprovechaban una pelea para robar a nadie. Somos más de quedarnos a observar hasta que caen migajas.

Vi imágenes de madres parecidas a Lávice, dibujadas atacando a niños con cara de profundo odio y piedras en las manos. ¡Qué pesados con las piedras! Además, las madres puede que peguen a sus hijos, igual que ocurre al revés, pero no con ese odio asesino grabado en los ojos. Y mucho menos con piedras. ¡Por Aspín, así puedes matarlos! Por muy acostumbrados que estemos a pelear desde la infancia esas cosas hacen daño, ¿eh? Por no hablar de las imágenes de occitios copulando en plena calle. Eso sí que ya es una mentira como un peñón de arenisca. Cómo se nota que el capullo del ilustrador no había pisado Occitia en la vida. Esa era la imagen que los extranjeros tenían de nosotros... se creen muy superiores a los demás, y no tienen ni idea de nada.

Una mezcla de sensaciones me llegó a la mente. Nostalgia, tal vez. Rabia contra los de Sagrania. Tristeza de que nos vean así, de haber vivido tanto tiempo en un país como ese... y también de que, pese a las mentiras y exageraciones, la verdad es que tampoco andaban desencaminados...

— Hola. Perdona...
— ¡AH!

Grité de pavor ante la voz que venía de atrás. Durante una fracción de segundo dudé si debía golpear a la mujer que se me había acercado. Pero me contuve justo a tiempo.

— Perdona, perdona —se disculpó—. No quería asustarte.
— ¿Quién eres?
— Soy la dueña de la librería. Me llamo Dana.
— Ah. Encantado.
— Sólo quería preguntarte si podía ayudarte en algo.
— Bueno, yo... sólo estaba mirando. Por cierto, ¿podrías decirme de qué trata este libro?
— Pues es un libro sobre Occitia.
— Sí, lo sé. Por los dibujos.
— Ah —dijo, comprendiendo—. Entonces... ¿no has aprendido a leer?
— No, no sé leer. Pero... bueno, he visto que hablaban de mí y de mi país, y... bueno, quería saber qué estaban diciendo.
— Ah, pero... ¿tú eres de Occitia?

Lo dijo en un tono que no había visto en nadie. Abría la boca y los ojos, sorprendida, pero al mismo tiempo entusiasmada. Como si hubiera encontrado a un especimen de una especie en peligro de extinción.

— Pues claro que soy de Occitia. ¿A cuántas personas has visto con el color de mi piel por aquí? ¿Y de mis ojos?
— Bueno, la verdad es que a alguno sí que he visto.
— ¿De un rojo tan fuerte como el mío? ¿Y con ojos ámbar?
— Bueno, cierto. Tanto como tú, no. Pero es que la mayoría de esas personas no son occitios de raza pura. Son descendientes de algunos de ellos, pero ya hace tiempo que se mezclaron con la población sagrarin.
— Ah... ¿y entonces qué dice el libro, más o menos?

Ella empezó a hojearlo.

— Bueno... —dijo al final—. Habla de las costumbres de vuestro país. La forma de vida que hay. Su geografía, historia, cultura y religión, así como organización social... Mira, este tema trata sobre las costumbres alimentarias... (¡alimentarias, que no alimenticias!) —añadió alzando un dedo— sobre los occitienses de la región norte... ¿tu de dónde eras?
— De Isolacrán. Por cierto, he visto un mapa antes... creo que estaba por aquí... —dije pasando las páginas—. Vale, aquí es. Pero no sé dónde puede estar mi ciudad... tiene que estar hacia el este.
— Mira —señaló con el dedo—. Aquí lo pone: Isolacrán. Esta es tu ciudad.
— Bueno, ciudad... es más bien un pueblo. Esto sí es una ciudad. Pero oye, entonces... ¿es esta la Cordillera Prohibida?
— Sí, eso pone. Y aquí tienes la ciudad de Laui... Gedesi, la capital... Isolacrán...

Pronunciaba mal los nombres. Pero no me importó.

— ¿Y aquí qué pone? —pregunté señalando el pie de imagen de la ilustración en la que había occitios peleando.
— Pues... «representación de una escena cotidiana en la ciudad occitia media; escenas como esta no son raras en Occitia, pues a veces surgen discusiones que en la mayoría de los casos se resuelven peleando». No os dejan muy bien... ¿De verdad es así la vida por allí?
— Aquí se pasan un poco, la verdad... no es exactamente así. Aunque tampoco es tan diferente.
— ¿Y eso?

Me encogí de hombros.

— Debe de ser porque las circunstancias os empujan a ello. La gente no es violenta porque sí, y Occitia es una región sin apenas vegetación ni agua. Un lugar muy yermo y seco, sin apenas recursos. ¿Cómo hacéis para no morir de sed, por cierto?
— Por las mañanas hace mucho frío. Siempre se forma algún charquito de rocío al alba. Sobre todo en las plantas del desierto.
— Entonces también tenéis que luchar contra temperaturas muy bajas...
— Y muy altas, en cuanto el sol ya está allá arriba.
— ¿Lo ves? —dijo ella chasqueando la lengua—. Es que es muy fácil quejarse y luego echar las culpas a...
— ¿A qué te refieres?
— Pues a que aquí hay muchos que dicen que los occitienses tienen lo que se merecen, que son monstruos sin escrúpulos. Pero muy pocos saben, y creo que este libro dice algo al respecto, que fueron nuestros antepasados los que confinaron a los occitienses al desierto. ¿Y allí de qué iban a vivir los vuestros? ¿De la agricultura?
— Hombre, algo de agricultura sí que hay... aunque si no tienes un arma, no...
— Pero ni de lejos la suficiente para mantener a una población que, como todas, tiene tendencia a crecer —dijo ella—. Lo que ocurre es que aquí también hay mucho racismo.
— ¿Racismo?
— Sí.
— ¿Qué es?
— Creer que la raza de uno es mejor que la de los demás.
— Ah... pues sí. Porque desde que he llegado a Sagrania la gente no ha parado de mirarme mal y de insultarme, y de llamarme «occitio de mierda»...

Ahora fue ella la que suspiró.

— Aquí hay que estar aguantando cosas como esas todo el rato. Pasa algo donde sea, y enseguida echan la culpa a alguna persona de raíces occitienses... es lo fácil. O por ejemplo muere alguien que tenía un fuwa en casa, y un buen día se lo encuentran muerto por asesinato, con puñaladas múltiples o algo así. Y lo más fácil de todo es echarle las culpas al fuwa. Pero qué casualidad que todas las víctimas hayan sido gente mala y pendenciera, a los que todos odiaban en su barrio. A veces todo esto es para desviar la atención de los culpables verdaderos. La gente siempre está dispuesta a creerse esas patrañas cuando se trata de extranjeros. Y luego, por ejemplo, la toman con hijos o nietos de occitienses que llevan toda la vida sin meterse con nadie... que han tenido que pasar por verdaderos aprietos... y que son tan sagrárines como el que más...

Suspiré.

— Ya sé a qué te refieres. Aunque, de todas formas, ojalá yo hubiera nacido aquí —le dije.
— Tampoco te crea que esto es el mejor país del mundo. Si quieres mi opinión, tu país y el mío no son tan distintos.
— Pues aquí la gente no se mata por comida. Mi país está lleno de imbéciles, te lo puedo asegurar.
— También el mío. Te sorprendería la de cosas por la que la gente se mata en todo el resto del mundo. La de guerras inútiles, y la de abusos de los que nadie...
— Pero todo está mejor montado.
— Porque contamos con recursos suficientes. Y hemos tenido que aprender a organizarnos. Mira, si por ejemplo no tuviéramos árboles, ¿cómo crees que hubiéramos podido hacer los libros?
— Ah, pero es que los libros... ¿se hacen con árboles?
— Claro. Y sin agua no hay árboles ni plantas. Así que, de entrada, sin todo eso ya hay menos comida y menos cultura. Ni transmisión de conocimientos. Y tener acceso a esto puede marcar una terrible diferencia entre permanecer en el charco de barro de una vida horrenda o evolucionar y mejorar para poder vivir más plenamente, ¿sabes? Pudiendo hacer más cosas...
— ¿Como los herreros, peluqueros, pintores y constructores que he visto en Sagrarin? ¿Quieres decir que en Occitia podríamos elegir a qué dedicarnos... si las cosas cambiaran?
— Claro que sí. Pero me parece que, tal y como está montado el mundo, hoy eso es muy difícil. Todo el mundo va a la suya. Y la gente, en todos los países, prefieren seguir con su vida y con las cosas a que están acostumbradas, antes que mover un solo dedo para ir en otra dirección. Aunque sea la correcta, y hacerlo signifique una vida mejor. Que también hay que saber qué significa eso, claro.

Me puse a pensar.

— ¿Y entonces tú qué harías? —le pregunté, curioso—. Para cambiar el mundo, digo.
— ¿Yo? Bueno, yo no soy ninguna experta en cómo van las cosas... ni en cómo se pueden cambiar. Pero diría que habría que empezar por ser un poco menos egoístas y tener más empatía por el otro.
— Y si mandaras... si tuvieras poder... ¿qué harías?
— No tengo ni idea. Pero de entrada haría que más gente quisiera aprender a leer. Porque, cuanta más ignorancia haya, más fácil será que manipulen a la gente.

Aquello me cogió por sorpresa.

— ¿Pero es que hay gente que no sabe leer? Yo creía...

Ella sonrió.

— No, no. En realidad no hay mucha gente que sepa. Y aún menos escribir. Sólo la cantidad de gente que viene a esta librería ya debería servirte para que te hicieras una idea. Sagrarin es muy grande, pero creo no hay más que once tiendas como esta. Unas diecinueve en total, si les sumas las que hay en el conjunto de Sagrania.

Me miró. Pero yo miré al suelo, mientras pensaba en sus palabras y digería todo aquello.

— Bueno... y ahora tendría que irte dejando... —dijo Dana—. Debo hacer unas cosas, y...

No me lo pensé muchos segundos:

— Oye, Dana...
— ¿Sí?
— Tú... ¿tú podrías enseñarme a leer?

Parpadeó, incrédula.

— ¿Enseñarte a leer? ¿Quién, yo?
— Sí, claro. Tú sabes leer, ¿no?
— Sí, claro. Pero...
— Pues me gustaría poder aprender. Poderme comprar libros en tu tienda, y leérmelos. Aprender cosas sobre mi propio país. Aprender sobre cosas de todo el mundo. Para cambiarlo.

Ella soltó una pequeña carcajada.

— Pero... hay sitios para eso. Hay escuelas donde enseñan a leer. Yo tengo unas cuentas y un inventario que hacer, y... tengo trabajo, ¿sabes?
— No tengo dinero para pagarme una escuela. Vivo en la calle. El dinero que gano lo necesito para vivir.

Ella se me quedó mirando. Estaba incómoda, pero al mismo tiempo vi que le había tocado la fibra sensible.

— ¿No podría volver otro día? —insistí, intentando ofrecer un aspecto lo más enternecedor posible—. No te pido milagros. Tan sólo que me enseñes a leer. Puedo volver en otro momento, si lo prefieres.

Ella no dijo nada. Pero noté que estaba luchando consigo misma. De modo que aproveché para volver a la carga:

— Tú dices que es injusto que tu raza haya negado a la mía la posibilidad de evolucionar, de llegar a convertirse en otra cosa, de salir del barro de violencia e ignorancia en el que está sumida. Que la gente es tan cerrada que prefieren que las cosas sigan como están, aunque estén mal. Pero luego tú no quieres ayudarme a aprender a leer, cuando estoy seguro de que no puede tomarte tanto tiempo. ¿Qué culpa tengo yo de ser pobre? ¿O de haber nacido en Occitia? No te estoy pidiendo el libro. Yo lo compraré en cuanto ahorre suficiente. Quiero comprarte muchos, en realidad. Pero no tendrá sentido si no aprendo a leer antes.

Me estuvo mirando a los ojos todo el rato mientras dije eso. Volvió a parpadear, y suspiró. Luego asintió:

— De acuerdo. Vuelve mañana sobre esta hora. Creo que encontraré un hueco para enseñarte un rato cada día.
— ¿De verdad?

Ella asintió de nuevo.

— De verdad —dijo.
— Muchas gracias. Entonces iré a ver si consigo ahorrar algo de dinero... aunque sea pidiendo en una esquina.

Me marché de allí y la puerta se cerró a mi espalda.








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