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Capítulo II:
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Capítulos III y IV:
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5. ~ LA LIBRERÍA ~
No salía de mi asombro
con aquel país. Iba de pueblo en pueblo sin preocupaciones,
disfrutando del viaje como nunca en la vida. Ni siquiera tenía que
esforzarme por buscar comida ni agua. A la gente le bastaba con verme
para decidir que era mejor darme todo lo que llevara. La túnica de
piel de chacal, el pico en las manos, los ojos de ámbar y la piel
granate hacían todo el trabajo. En tres semanas de viaje apenas tuve
que atacar a seis personas.
Por todas partes me
encontraba con lo mismo. Sitios accesibles, puertas abiertas, vallas
bajas, gente pacífica. Al principio atracaba sólo a quien llevaba
algún saco o zurrón. Pero poco a poco fui aprendiendo que aquellas
piezas de metal redondas que también me daban, y que tan inútiles
me parecían al principio, servían de hecho para intercambiarlas por
comida y otras cosas. Cuando pude me compré una túnica de color
crema, y en un par de ocasiones hice noche en una posada.
Gracias a la túnica
nueva ya no atraía tanto las miradas de la gente. Y a medida que iba
de pueblo en pueblo, y que visitaba ciudades cada vez más grandes,
noté que cada vez pasaba más desapercibido, y que al final era casi
como si fuera invisible. No era el único extranjero por allí.
Empecé a ver gente de otras razas distintas a la pálida de los
sagrárines de Sagrania, así como gente pobre o vestida de maneras
más extravagantes.
Algunas de esas personas
de otras razas tenían un color de piel parecido al mío, aunque más
claro. Como pálidos quemados por el sol. Era como si fuesen
occitios, pero sólo a medias. Se parecían un poco a la gente de
Isolacrán, pero no tenían los ojos de color ámbar. E inocencia en
la mirada.
Las ciudades y sus casas,
parques y calles crecían a la misma velocidad que las ciudades que
visitaba. Vi vehículos como carros tirados por animales que llevaban
a la gente de una ciudad a otra. Preguntando a otros viajeros acabé
en la capital de Sagrania, una ciudad inmensa y llena de monumentos
llamada Sagrarin.
Allí todo era infinito.
Calles larguísimas que no terminaban, avenidas anchas como
carreteras. Casas que superaban los cuatro pisos, bloques de
viviendas que tenían hasta seis. Jardines que parecían bosques,
barrios como pueblos, monumentos que dejaban como enanos a los
árboles más grandes. Y un castillo en el centro, el Castillo de
Sagrarin, tan gigantesco y monumental que parecía que tocaba el
cielo y lo ocupaba como una nube. Mirar hasta donde llegaban sus
torres me dejó el pescuezo dolorido. Yo ya no quería oír hablar de
regresar a Occitia.
Veía a gente ocupada en
actividades de lo más dispares: talar árboles, cuidar jardines,
forjar el metal, limpiar casas, cortar el pelo, pintar vallas y
casas... descubrí que así era como la gente se ganaba la vida.
Algunos hilaban tejidos en telares, emborrachaban o alimentaban o
curaban a la gente, hacían mesas o barriles de madera... Eso último
fue lo que más me impresionó. A mí, que procedo de un sitio donde
ni siquiera hay árboles, me parecía poco menos que magia.
En Occitia todo se hace
con tendones y huesos de animales, piedras, barro, piel, cabello y
plantas del desierto. Se dice que en la Cordillera Sur sí los hay,
pero ya puedes necesitar madera de verdad para ir allí. Están muy
lejos, y las leyendas advierten de que ir allí es encontrar una
muerte segura. Hablan de demonios que hay viviendo allí, lo que
explicaría cuánta gente ha ido allí y no ha vuelto para comntarlo.
Aunque también es posible que fueran el hambre y la sed lo que
acabase con los aventureros.
Y entonces descubrí una
cosa nueva que me llamó la atención. Una tienda que vendía
artículos que no tenía ni idea de para qué podían servir. Entré
allí.
El lugar estaba lleno de
estanterías con bloques finos de cuero dispuestos en filas. Sólo
había una persona en la tienda, de pie junto a una de las
estanterías. Un hombre que tenía una de aquellas cosas en las
manos. Parecía que lo había abierto, y entre las barreras de cuero
de color azul pasaba con la mano telas planas y flexibles de color
blanco, manchadas de arriba a abajo con símbolos parecidos a los que
había visto en algunos carteles. Eran como cajas que podían abrirse
y cerrarse, siempre por el mismo lado. ¿Pero qué había dentro?
¿Qué miraba el tipo aquel en esas manchas diminutas sobre fondo
blanco?
Imité al hombre que
estaba de pie y cogí uno de esos trastos, uno de un rojo muy claro.
Lo abrí. No había nada entre sus hojas que llamara mi atención.
Aquello no tenía ningún sentido... Era suave y áspero a la vez, y
no olía a nada que hubiera sentido antes. No era útil para golpear,
pero las esquinas de la tapa dura te podían hacer daño en la cabeza
si lo usabas a mala idea. Pero no valía mucho como arma.
Lo dejé donde lo había
cogido. Luego tomé otro de la misma estantería, uno de color gris,
y lo abrí. Más manchitas sobre fondo blanco. Y después abrí otro
de color amarillo y empecé a pasar las páginas... Y ya estaba
decidido a irme de la tienda cuando descubrí que en ese libro había
un occitio. Dejé caer el tomo por instinto, y di un paso atrás.
Luego me di cuenta de que sólo era un dibujo. Recogí aquel objeto,
y seguí pasando páginas. Vi el dibujo de una selva en blanco y
negro. Pasé las páginas. Vi otro paisaje de riscos, precipicios,
cañones y barrancos, muy parecido a Occitia.
Cuando me di cuenta ya
había mirado las ilustraciones de unos cinco o seis libros. Mapas,
animales, personas, esquemas y gráficos rudimentarios. No tenía la
menos idea de qué era, pero estaba fascinado. Vi dibujos de las
mismas razas que había estado viendo por la calle, como por ejemplo
de esos enclenques con apariencia de plantas que los sagrárines
llamaban fuwas.
¡Los fuwas! Yo ya había
visto alguno por la calle. Iban casi siempre acompañados de alguna
persona de raza sagrarin, que los utilizaban para llevarles cosas y
hacerles recados. Había oído que trabajaban en los hogares, a
cambio de alimento y de cobijo de sus amos. Pertenecían a una de
tantas razas extrañas que corrían por la capital. Parecían
animales, pero tenían una inteligencia casi comparable a la de los
sagrárines y los occitios. Tenían la piel de un marrón parecido al
dela madera, pero cubierta de una hierba con la que vivían en
simbiosis, y que les daba un extraño color, como marrón verdoso.
Eso les permitía camuflarse en los ambientes forestales, de los
cuales por lo visto eran originarios. Tenían pico de pato, y los
grandes ojos de color azul brillante que se iluminaban en la
oscuridad, como si fuesen luciérnagas, no eran lo único de ellos
que me llamaba la atención. También la ropa que vestían, hecha con
las hojas que cosían tras recogerlas del suelo, no dejaba de
parecerme pintoresca. Pero lo más llamativo de su aspecto eran...
aquellos plumones de colores que salían de sus cabezas. Cada uno lo
tenía de un color: verde, rojo, azul, marrón, naranja, amarillo,
violeta... pero en todos aquel extraño pelo sedoso caía en todas
direcciones, como las palmas de una palmera. Junto a hojas que les
salían en el cuello, en la cabeza y en la nuca. El efecto total de
su apariencia era el de plantas en flor que se movían solas.
Tan ensimismado estaba,
contemplando los dibujos de aquellos extraños seres en el libro, que
apenas reparé en el ruido de la puerta al cerrarse. Me había
quedado solo.
Respiré hondo. ¿Podría
llevarme algún libro de esos? No me cabrían todos en el zurrón...
Y además no podría volver a aquella tienda si robaba en ella. Y los
libros parecían tan interesantes... ¿qué estarían diciendo todas
aquellas letras?
Seguí mirando
ilustraciones. En un momento dado volví al libro amarillo de los
occitienses. En los dibujos había flechas junto a explicaciones,
esquemas, párrafos pequeños junto a los dibujos de gente que era
como yo. Los habían dibujado como bestias agresivas con las fauces
abiertas y ojos de rabia, como capaces de morder al lector en cuanto
mirase hacia otro lado. Junto a los dibujos había párrafos que te
explicaban vete a saber qué sobre mi gente.
Seguí pasando páginas.
Vi un dibujo de occitienses en un pueblo parecido a Isolacrán.
Miraban al lector como posando para que los dibujaran. El que había
dibujado esto no lo había conseguido sacar más falso porque no se
había entrenado. Nadie se hubiera atrevido a intentar matenerlos
quietecitos para algo así. Otra ilustración ya era un poco más
realista, aunque habían exagerado la expresión viciosa de los dos
occitienses que mostraban peleando con piedras en la mano, como si
fuesen puñales. ¡Por Anjín, pero si en Occitia nadie tira piedras
a la gente que se pelea, como en el dibujo aquel! Ni mucho menos
aprovechaban una pelea para robar a nadie. Somos más de quedarnos a
observar hasta que caen migajas.
Vi imágenes de madres
parecidas a Lávice, dibujadas atacando a niños con cara de profundo
odio y piedras en las manos. ¡Qué pesados con las piedras! Además,
las madres puede que peguen a sus hijos, igual que ocurre al revés,
pero no con ese odio asesino grabado en los ojos. Y mucho menos con
piedras. ¡Por Aspín, así puedes matarlos! Por muy acostumbrados
que estemos a pelear desde la infancia esas cosas hacen daño, ¿eh?
Por no hablar de las imágenes de occitios copulando en plena calle.
Eso sí que ya es una mentira como un peñón de arenisca. Cómo se
nota que el capullo del ilustrador no había pisado Occitia en la
vida. Esa era la imagen que los extranjeros tenían de nosotros... se
creen muy superiores a los demás, y no tienen ni idea de nada.
Una mezcla de sensaciones
me llegó a la mente. Nostalgia, tal vez. Rabia contra los de
Sagrania. Tristeza de que nos vean así, de haber vivido tanto tiempo
en un país como ese... y también de que, pese a las mentiras y
exageraciones, la verdad es que tampoco andaban desencaminados...
— Hola. Perdona...
— ¡AH!
Grité de pavor ante la
voz que venía de atrás. Durante una fracción de segundo dudé si
debía golpear a la mujer que se me había acercado. Pero me contuve
justo a tiempo.
— Perdona, perdona —se
disculpó—. No quería asustarte.
— ¿Quién eres?
— Soy la dueña de la
librería. Me llamo Dana.
— Ah. Encantado.
— Sólo quería
preguntarte si podía ayudarte en algo.
— Bueno, yo... sólo
estaba mirando. Por cierto, ¿podrías decirme de qué trata este
libro?
— Pues es un libro
sobre Occitia.
— Sí, lo sé. Por los
dibujos.
— Ah —dijo,
comprendiendo—. Entonces... ¿no has aprendido a leer?
— No, no sé leer.
Pero... bueno, he visto que hablaban de mí y de mi país, y...
bueno, quería saber qué estaban diciendo.
— Ah, pero... ¿tú
eres de Occitia?
Lo dijo en un tono que no
había visto en nadie. Abría la boca y los ojos, sorprendida, pero
al mismo tiempo entusiasmada. Como si hubiera encontrado a un
especimen de una especie en peligro de extinción.
— Pues claro que soy
de Occitia. ¿A cuántas personas has visto con el color de mi piel
por aquí? ¿Y de mis ojos?
— Bueno, la verdad es
que a alguno sí que he visto.
— ¿De un rojo tan
fuerte como el mío? ¿Y con ojos ámbar?
— Bueno, cierto. Tanto
como tú, no. Pero es que la mayoría de esas personas no son
occitios de raza pura. Son descendientes de algunos de ellos, pero
ya hace tiempo que se mezclaron con la población sagrarin.
— Ah... ¿y entonces
qué dice el libro, más o menos?
Ella empezó a hojearlo.
— Bueno... —dijo al
final—. Habla de las costumbres de vuestro país. La forma de vida
que hay. Su geografía, historia, cultura y religión, así como
organización social... Mira, este tema trata sobre las costumbres
alimentarias... (¡alimentarias, que no alimenticias!) —añadió
alzando un dedo— sobre los occitienses de la región norte... ¿tu
de dónde eras?
— De Isolacrán. Por
cierto, he visto un mapa antes... creo que estaba por aquí... —dije
pasando las páginas—. Vale, aquí es. Pero no sé dónde puede
estar mi ciudad... tiene que estar hacia el este.
— Mira —señaló con
el dedo—. Aquí lo pone: Isolacrán. Esta es tu ciudad.
— Bueno, ciudad... es
más bien un pueblo. Esto sí es una ciudad. Pero oye, entonces...
¿es esta la Cordillera Prohibida?
— Sí, eso pone. Y
aquí tienes la ciudad de Laui... Gedesi, la capital... Isolacrán...
Pronunciaba mal los
nombres. Pero no me importó.
— ¿Y aquí qué pone?
—pregunté señalando el pie de imagen de la ilustración en la
que había occitios peleando.
— Pues...
«representación de una escena cotidiana en la ciudad occitia
media; escenas como esta no son raras en Occitia, pues a veces
surgen discusiones que en la mayoría de los casos se resuelven
peleando». No os dejan muy bien... ¿De verdad es así la vida por
allí?
— Aquí se pasan un
poco, la verdad... no es exactamente así. Aunque tampoco es tan
diferente.
— ¿Y eso?
Me encogí de hombros.
— Debe de ser porque
las circunstancias os empujan a ello. La gente no es violenta porque
sí, y Occitia es una región sin apenas vegetación ni agua. Un
lugar muy yermo y seco, sin apenas recursos. ¿Cómo hacéis para no
morir de sed, por cierto?
— Por las mañanas
hace mucho frío. Siempre se forma algún charquito de rocío al
alba. Sobre todo en las plantas del desierto.
— Entonces también
tenéis que luchar contra temperaturas muy bajas...
— Y muy altas, en
cuanto el sol ya está allá arriba.
— ¿Lo ves? —dijo
ella chasqueando la lengua—. Es que es muy fácil quejarse y luego
echar las culpas a...
— ¿A qué te
refieres?
— Pues a que aquí hay
muchos que dicen que los occitienses tienen lo que se merecen, que
son monstruos sin escrúpulos. Pero muy pocos saben, y creo que este
libro dice algo al respecto, que fueron nuestros antepasados los que
confinaron a los occitienses al desierto. ¿Y allí de qué iban a
vivir los vuestros? ¿De la agricultura?
— Hombre, algo de
agricultura sí que hay... aunque si no tienes un arma, no...
— Pero ni de lejos la
suficiente para mantener a una población que, como todas, tiene
tendencia a crecer —dijo ella—. Lo que ocurre es que aquí
también hay mucho racismo.
— ¿Racismo?
— Sí.
— ¿Qué es?
— Creer que la raza de
uno es mejor que la de los demás.
— Ah... pues sí.
Porque desde que he llegado a Sagrania la gente no ha parado de
mirarme mal y de insultarme, y de llamarme «occitio de mierda»...
Ahora fue ella la que
suspiró.
— Aquí hay que estar
aguantando cosas como esas todo el rato. Pasa algo donde sea, y
enseguida echan la culpa a alguna persona de raíces occitienses...
es lo fácil. O por ejemplo muere alguien que tenía un fuwa en
casa, y un buen día se lo encuentran muerto por asesinato, con
puñaladas múltiples o algo así. Y lo más fácil de todo es
echarle las culpas al fuwa. Pero qué casualidad que todas las
víctimas hayan sido gente mala y pendenciera, a los que todos
odiaban en su barrio. A veces todo esto es para desviar la atención
de los culpables verdaderos. La gente siempre está dispuesta a
creerse esas patrañas cuando se trata de extranjeros. Y luego, por
ejemplo, la toman con hijos o nietos de occitienses que llevan toda
la vida sin meterse con nadie... que han tenido que pasar por
verdaderos aprietos... y que son tan sagrárines como el que más...
Suspiré.
— Ya sé a qué te
refieres. Aunque, de todas formas, ojalá yo hubiera nacido aquí
—le dije.
— Tampoco te crea que
esto es el mejor país del mundo. Si quieres mi opinión, tu país y
el mío no son tan distintos.
— Pues aquí la gente
no se mata por comida. Mi país está lleno de imbéciles, te lo
puedo asegurar.
— También el mío. Te
sorprendería la de cosas por la que la gente se mata en todo el
resto del mundo. La de guerras inútiles, y la de abusos de los que
nadie...
— Pero todo está
mejor montado.
— Porque contamos con
recursos suficientes. Y hemos tenido que aprender a organizarnos.
Mira, si por ejemplo no tuviéramos árboles, ¿cómo crees que
hubiéramos podido hacer los libros?
— Ah, pero es que los
libros... ¿se hacen con árboles?
— Claro. Y sin agua no
hay árboles ni plantas. Así que, de entrada, sin todo eso ya hay
menos comida y menos cultura. Ni transmisión de conocimientos. Y
tener acceso a esto puede marcar una terrible diferencia entre
permanecer en el charco de barro de una vida horrenda o evolucionar
y mejorar para poder vivir más plenamente, ¿sabes? Pudiendo hacer
más cosas...
— ¿Como los herreros,
peluqueros, pintores y constructores que he visto en Sagrarin?
¿Quieres decir que en Occitia podríamos elegir a qué
dedicarnos... si las cosas cambiaran?
— Claro que sí. Pero
me parece que, tal y como está montado el mundo, hoy eso es muy
difícil. Todo el mundo va a la suya. Y la gente, en todos los
países, prefieren seguir con su vida y con las cosas a que están
acostumbradas, antes que mover un solo dedo para ir en otra
dirección. Aunque sea la correcta, y hacerlo signifique una vida
mejor. Que también hay que saber qué significa eso, claro.
Me puse a pensar.
— ¿Y entonces tú qué
harías? —le pregunté, curioso—. Para cambiar el mundo, digo.
— ¿Yo? Bueno, yo no
soy ninguna experta en cómo van las cosas... ni en cómo se pueden
cambiar. Pero diría que habría que empezar por ser un poco menos
egoístas y tener más empatía por el otro.
— Y si mandaras... si
tuvieras poder... ¿qué harías?
— No tengo ni idea.
Pero de entrada haría que más gente quisiera aprender a leer.
Porque, cuanta más ignorancia haya, más fácil será que manipulen
a la gente.
Aquello me cogió por
sorpresa.
— ¿Pero es que hay
gente que no sabe leer? Yo creía...
Ella sonrió.
— No, no. En realidad
no hay mucha gente que sepa. Y aún menos escribir. Sólo la
cantidad de gente que viene a esta librería ya debería servirte
para que te hicieras una idea. Sagrarin es muy grande, pero creo no
hay más que once tiendas como esta. Unas diecinueve en total, si
les sumas las que hay en el conjunto de Sagrania.
Me miró. Pero yo miré
al suelo, mientras pensaba en sus palabras y digería todo aquello.
— Bueno... y ahora
tendría que irte dejando... —dijo Dana—. Debo hacer unas cosas,
y...
No me lo pensé muchos
segundos:
— Oye, Dana...
— ¿Sí?
— Tú... ¿tú podrías
enseñarme a leer?
Parpadeó, incrédula.
— ¿Enseñarte a leer?
¿Quién, yo?
— Sí, claro. Tú
sabes leer, ¿no?
— Sí, claro. Pero...
— Pues me gustaría
poder aprender. Poderme comprar libros en tu tienda, y leérmelos.
Aprender cosas sobre mi propio país. Aprender sobre cosas de todo
el mundo. Para cambiarlo.
Ella soltó una pequeña
carcajada.
— Pero... hay sitios
para eso. Hay escuelas donde enseñan a leer. Yo tengo unas cuentas
y un inventario que hacer, y... tengo trabajo, ¿sabes?
— No tengo dinero para
pagarme una escuela. Vivo en la calle. El dinero que gano lo
necesito para vivir.
Ella se me quedó
mirando. Estaba incómoda, pero al mismo tiempo vi que le había
tocado la fibra sensible.
— ¿No podría volver
otro día? —insistí, intentando ofrecer un aspecto lo más
enternecedor posible—. No te pido milagros. Tan sólo que me
enseñes a leer. Puedo volver en otro momento, si lo prefieres.
Ella no dijo nada. Pero
noté que estaba luchando consigo misma. De modo que aproveché para
volver a la carga:
— Tú dices que es
injusto que tu raza haya negado a la mía la posibilidad de
evolucionar, de llegar a convertirse en otra cosa, de salir del
barro de violencia e ignorancia en el que está sumida. Que la gente
es tan cerrada que prefieren que las cosas sigan como están, aunque
estén mal. Pero luego tú no quieres ayudarme a aprender a leer,
cuando estoy seguro de que no puede tomarte tanto tiempo. ¿Qué
culpa tengo yo de ser pobre? ¿O de haber nacido en Occitia? No te
estoy pidiendo el libro. Yo lo compraré en cuanto ahorre
suficiente. Quiero comprarte muchos, en realidad. Pero no tendrá
sentido si no aprendo a leer antes.
Me estuvo mirando a los
ojos todo el rato mientras dije eso. Volvió a parpadear, y suspiró.
Luego asintió:
— De acuerdo. Vuelve
mañana sobre esta hora. Creo que encontraré un hueco para
enseñarte un rato cada día.
— ¿De verdad?
Ella asintió de nuevo.
— De verdad —dijo.
— Muchas gracias.
Entonces iré a ver si consigo ahorrar algo de dinero... aunque sea
pidiendo en una esquina.
Me marché de allí y la
puerta se cerró a mi espalda.
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