¡Ya sabéis! ¡Cada lunes un capítulo nuevo de LA VENGANZA DE LAS FLORES!
EL DESIERTO DEL OESTE
Seguí adelante, hasta
que a mi alrededor no había nada más que tierra seca y plantas
deserteras. Debía cruzar cuanto antes aquel mar de dejadez y
desolación, o moriría de hambre y sed.
Había que caminar a
grandes zancadas para no pisar las piedras, que no servían para otra
cosa que para doler en la planta del pie. El hedor a tierra
sobrecalentada y seca me llenaba los pulmones. En la mal llamada
llanura, toda abultada de montículos, las matas de hierbajos crecían
aisladas unas de otras, ahora aquí, ahora allá, salpicando a
capricho aquel secarral. Sin embargo, y a pesar de que las matas
crecían muy alejadas unas de otras, yo en la vida había visto tanta
vegetación.
Tórrido calor de día.
Noches congeladas. Siempre hambre y mucha sed. Sólo el silencio y la
paz del desierto me compensaban de haber abandonado Isolacrán.
Al cabo de unos días
empecé a pensar que iba a morir. Llevaba días racionando el agua, y
cuando se me terminó tuve que empezar a vivir de mi propia orina. La
única solución era continuar: ya estaba demasiado lejos de Occitia.
Fue muy duro luchar
contra aquel cansancio, aquel calor y aquel mareo, mientras yo seguía
adelante, siempre adelante. Me desmayé dos veces, y ya creía que
sería el fin si me ocurría lo mismo una tercera. Hasta que, al día
siguiente, sucedió algo insólito.
Vi a una extraña
criatura allá a lo lejos. No sabía bien qué era, y lo primero que
pensé es que se trataba de una alucinación. No en vano yo ya me
encontraba para el arrastre, y no era la primera vez que creía ver
cosas que en realidad no estaban. Como por ejemplo insectos, tales
como las cucarachas, acercándose hacia mí, y que desaparecían en
cuanto volvía a mirar.
Me llevé un susto de
muerte al avistarlo, porque además se me antojaba gigantesco. Desde
allí me parecía un monstruo, una bestia enorme y alta sin forma,
como una especie de puercoespín asimétrico que se aguantaba en pie
sobre una sola pata. Pero luego comprobé que estaba quieto. Y
después, al acercarme, me di cuenta de que en realidad era una
planta. Una planta enorme, más alta que yo, con un tallo duro como
una roca.
El primer árbol que
encontré en la vida me salvó de la muerte. En él encontré unos
frutos muy jugosos que calmaron mi sed y mi hambre. Me subí a las
ramas; sostenían bien mi peso. No podía dejar de comer, aquella
fruta era deliciosa. También proyectaba una bendita sombra en aquel
suelo y en él no me quemaba con el sol. Me quedé un rato allí,
comiendo y tocando las ramas, pasando las manos por el tronco. Era
duro, áspero, leñoso, no como los tallos de las agripilas, que se
doblan con los dedos. Cuando terminé de comer me puse a descansar a
la sombra de aquel árbol. No era como los describían en las
leyendas, pero no por ello parecía menos legendario. Tenía hojas
planas y muy verdes, y frutos de color rosado. Sólo era el doble de
alto que yo, pero no por ello resultaba menos imponente. Me comí las
frutas que quedaban y me guardé algunas en el zurrón. Después, y
tras una última mirada a aquel extraño ser, seguí mi camino.
Horas después encontré
el segundo árbol. No tardé muchas más en ver el primer grupo de
ellos. A partir de enconces ya no fue raro ver arboledas enteras. El
desierto terminó, y hacía tiempo que altas hierbas y matorrales
cubrían el suelo. Me encontré en un mundo desconocido, un ambiente
nuevo para mí. Había árboles por doquier. Empezaba el bosque.
También me quedé
anonadado con el primer riachuelo. Nada más verlo, me lancé hacia
él, y tragué y tragué de aquella cristalina agua hasta quedar
saciado. Después de días viviendo del agua que me daban las frutas,
aquello sabía a gloria bendita de la diosa Azivi. En Isolacrán sólo
bebíamos el agua embarrada y sucia de las charcas que formaba el
rocío al alba, y por eso todo el mundo se solía despertar temprano.
Por fin pude beber agua hasta hartarme, y después quedarme fascinado
viendo cómo corría. Un agua que además estaba limpia, transparente
y de la que podía ver el fondo.
Sin tener mucha idea
sobre a dónde me podría llevar, decidí seguir el riachuelo, de
modo que a partir de entonces ya no tuve que preocuparme más por
pasar sed.
Hasta que, al cabo de
unos días, me encontré con un sendero. Lo seguí. Al amanecer del
día siguiente, el primer pueblo se avistaba allá a lo lejos.
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EL PAÍS AL OTRO LADO
Me había lanzado a aquel
viaje a la aventura, y dejando muchas cosas por planificar. Tampoco
contaba con diversos imprevistos que me fueron saliendo al paso.
Entre ellos, cuánto iba a llamar la atención entre la población
local.
En la primera aldea en la
que entré no había demasiada gente, pero la que había no dejaba de
mirarme. En aquel poblacho no debían de estar muy acostumbrados a
ver a forasteros, y menos de otro país. Y ya puestos de otra raza.
Las expresiones de
sorpresa que vi en los lugareños sólo debieron de tener parangón
con la mía propia. Aquella gente vestía túnicas de tela de
diversos colores, de un aspecto tan suave y fino que parecían a
punto de rasgarse con sólo mirarlas. Vestidos de las fromas más
variadas, pies con calcetines y zapatos. Tenían la cara y los brazos
de una piel tan pálida que parecía de nubes. El pelo lo tenían en
su mayoría negro, como nosotros, pero en muchos era castaño o
rubio, y sus ojos eran de colores distintos al ámbar. Verdes,
azules, negros, marrones... Por su parte, todo el mundo miraba
asombrado la piel de chacal que llevaba puesta, y no quitaban el ojo
a mi piel casi granate ni a mis uñas largas y afiladas. Mis ojos
color miel terminaron de coronar la impresión que les debía de
estar dando.
No había pensado en que
llamaría la atención como un animal salvaje fuera de su jaula. No
había pensado en ese tipo de cosas. Sólo tenía en la cabeza
encontrar un arma, o algo que pudiera usarse como tal. Encontrar una,
la que fuera y como fuera, y después salir corriendo y regresar a mi
país.
Ese era el plan. Y, sin
embargo, lo que vi en aquel pueblo me dejó tan asombrado que, muy a
pesar mío, no logré dejar de mirar a mi alrededor como si fuera un
bobo.
Todo lo que veía me
parecía sorprendente. No sólo era el aspecto de la gente, sino
también sus expresiones despreocupadas y desprovistas de agresividad
y miedo, por lo menos hasta que me veían a mí. Pero no sólo era
eso.
Había fincas, huertas y
corrales en medio del campo y sin vigilancia, como si nadie
fuera a robarlas. Tenían vallas de apenas metro y medio de alto. Y
dentro había animales pastando a la vista de todos, o que incluso
paseaban por el pueblo. Casas y granjas estaban por todas partes en
los alrededores del pueblo, algunas incluso con las puertas
abiertas. Las construcciones eran cuadradas y estaban pintadas de
diversos colores. Por los desconchados parecían construidas con
ladrillos de materiales muy resistentes. Acababan en tejados, en
lugar de ser como aquellos montones de bloques de barro cocido,
huecos y deformes, que tenemos en Isolacrán. También tenían
ventanas de verdad, como puertas acristaladas con cortinas, en lugar
de simples agujeros por donde corría el aire.
Las calles estaban
adoquinadas, como si se hubieran tomado la molestia de construirles
un suelo artificial. Debajo de aquellas piedras debía de
estar la tierra, que salvo en la zona adoquinada hervía de
vegetación, y de verde fresco y reluciente. Vi asimismo parques con
parterres de flores vistosas, y hierba y jardines con estatuas y
fuentes. Y hasta un estanque en medio. Las flores eran preciosas, y
hasta los insectos tenían una belleza especial, como algunos de
colores que más tarde aprendí que se llamaban abejas y mariposas.
Nunca había visto nada igual. Todo aquello me distrajo de la
principal razón por la que había ido a un sitio como aquel. Olvidé
toda violencia, y en más de una ocasión miré alrededor como
esperando que alguien hubiera aprovechado mi distracción para
saltarme encima. Pero no ocurría nada. Aquel lugar era un oasis de
calma, paz y tranquilidad. Me sentía como si estuviera en otro
mundo, y de hecho en cierto modo era verdad.
Pronto descubrí que no
tenía nada que temer en aquel sitio. Nadie me acechaba para robarme,
ni atacarme, ni tan siquiera evaluar mis posibilidades de éxito en
una pelea. Al contrario, tendían a alejarse de mí, con discreción
y sin perderme de vista, como si esperaran que fuera yo el que fuese
a saltarles encima.
No sé decir cuánto
tiempo estuve andando de aquí para allá, boquiabierto con lo que
veía.
Hasta que, de pronto, la
visión de unas azadas y rastrillos inclinados contra la pared de una
masía devolvieron a mi mente lo que había ido a hacer allí.
Tuve que parpadear varias
veces. No podía creerlo: ¡Un rastrillo, un pico, una pala y una
azada medio oxidadas al aire libre, al alcance de cualquiera! ¡A la
vista de todo el mundo! Estaban apoyados en la pared de una casa,
tras una valla de madera que separaba el jardín de la calle. Con la
puerta abierta a un tiro de piedra de donde estaban.
Miré las herramientas de
campo. Armas a la vista de todo el mundo, afilados instrumentos de
muerte expuestos y accesibles a todo aquel que quisiera robarlas.
Hacer algo así en Occitia era poco menos que firmar una sentencia de
la propia muerte. Por aquel entonces yo no podía verlos como útiles
o herramientas con otro uso que clavarse en carne ajena. No reparé
en que acaso tuvieran otro uso, no sabía para qué servían en
realidad, ni siquiera sabía cómo se llamaban.
Muy nervioso, miré
alrededor relamiéndome. Al fin y al cabo, no había venido a hacer
amigos. Ese concepto, como el de hacer turismo, ni siquiera existe en
mi país.
No había nadie en la
finca, nadie vigilaba aquellas herramientas. Miré alrededor otra
vez, pero la gente no parecía encontrar ningún interés en esos
objetos. Si había algo a lo que estuvieran más preocupados de no
perder de vista, ese era yo.
Y entonces, como si
acabara de verlo, en la misma finca se avistaba una abertura tapada
por una red de alambres. Dentro, en una estancia en penumbra, se
veían varias aves de corral. Gallinas que iban de un lado a otro,
picoteando por el suelo.
No me lo pensé. Rodeé
la valla de la finca hasta pasar al otro lado, donde los arbustos me
podían ocultar. Allí terminaba el pueblo, ya no había nadie más
atrás. A continuación no me fue difícil, con la destreza y el la
experiencia que traía desde Occitia, saber cómo y cuándo actuar.
Creo que hasta había desarrollado una especie de sexto sentido para
saber cuándo no miraba nadie.
Salté la valla aprisa.
Fui directo a la pared. Llegué a las herramientas, sin explicarme
cómo las podían haber dejado allí sin vigilancia. ¿Dónde estaba
la trampa? Pero no me ocurrió nada... cogí la más contundente, que
más tarde descubrí que se llamaba pico. Tras volver a mirar por
todas partes, me dirigí al corral donde guardaban a las aves.
El cacareo se oyó más
fuerte a medida que abrí la red de alambres a golpes de pico y a
patadas. Me metí en el gallinero. No entraba mucha luz allí, así
que sentí sobre todo el cacareo de las aves y la suciedad del suelo
en las plantas de los pies, que estaba cubierto de una mezcla de
barro, paja y excrementos.
Una vez a solas con las
aves abrí el saco y empecé a llenarlo a contrarreloj mientras
miraba alrededor. Plumas, cacareos huevos haciéndose añicos... Metí
en el zurrón gallina tras gallina, nervioso como no lo había estado
en años. ¡Un arma y comida para días, todo de una vez! Respiré
hondo mientras en el saco las gallinas peleaban por salir. Y ya iba a
huir de allí como una flecha con el pico en brazos, cuando se me
heló la sangre al parecerme haber sentido la presencia de un
lugareño. No, no me lo había imaginado. Lo había oído con la
claridad del diente de un chacal. Era un ruido de pasos que se
acercaban. A continuación, una figura oscura se formó en la puerta,
proyectando una sombra que tapaba la pared del fondo.
— ¡Eh! —gritó
alguien—. ¿Quién hay ahí? ¿Qué les haces a las gallinas...?
¡Sal de mi puto corral enseguida, o te atravieso con la horca!
Muy a pesar mío, y del
susto que me había llevado, tuve que aguantar por un segundo las
ganas de reír. ¿Cómo podía amenazarme alguien con aquel acento
tan ridículo? Pero entonces era cierto lo que había oído. En el
país de Sagrania se habla el mismo idioma que en Occitia. Pero ellos
de una forma rara, todo hay que decirlo.
— ¿Quién cojones
eres tú? —gritó avanzando con una horca quew agarraba con ambas
manos—. ¿Qué coño haces en mi gallinero? ¡Que salgas, hostia!
¡Sal de ahí antes de que te atraviese!
— Perdona por meterme
donde no me llaman —respondí prudente, pues pensaba que tal vez
aquella raza fuese más fuerte de lo que aparentaba—. Pero es que
he oído cacarear a las gallinas y me ha parecido ver a alguien que
merodeaba por...
— ¿Pero tú de
dónde...? ¡Te voy a enseñar a meterte en casa ajena, occitiense
de mierda!
No pensé en que él
también me calaría por mi acento. Ni tampoco sabía que tuvieran
tanta rabia a los que son como yo. Arremetió contra mí sin más,
con la horca por delante, con aquellos tres enormes pinchos de hierro
afilados como espinas de cactus que brillaban en medio de la
oscuridad. Esquivé el ataque de milagro y caí al suelo, resbalando
con el sucio suelo del corral. Las gallinas cayeron del saco, y
corrieron por el gallinero haciendo co co co. Pero el pico
seguía en mis manos, pues por nada del mundo pensaba soltarlo. De
entre las sombras me puse en pie y fui a la salida. Pero el tipo de
la horca se puso en medio, bloqueándome el paso. Con la horca por
delante. Me giré hacia él.
— ¡Tú no te vas de
aquí, occitio asqueroso! ¡No te vas de aquí! ¡Vas a desear
haberte quedado en tu país de mierda!
Co, co, co, las
aves no paraban de cacarear. Como esto siguiera así mucho rato
acabaría viniendo medio pueblo...
Volvió a embestir. Pero
esta vez ya estaba preparado. Además, me había hecho una idea muy
clara del estado físico de mi atacante, que además tenía ya una
edad. Esquivé la horca una segunda vez, y la tercera no llegó. Se
notaba que aquel tipo no había tenido que pelear en la vida. Al
primer golpe que le asesté cayó redondo. La sensación de notar la
hoja de metal del pico hundiéndose en aquella frente fue
indescriptible. Y el tipo cayó redondo en aquel suelo lleno de
mugre. Un hilo de sangre le empezó a brotar entre unos ojos que
tenía en blanco y empezó a formar un charco.
Respirando muy nervioso,
miré alrededor. Silencio. Nadie nos había oído.
Volví a llenar el saco
de gallinas, huí del corral y escapé de la finca. Salí corriendo
de aquel pueblo con el pico entre las manos, esquivando las miradas
de la gente con que me topé. Corrí a refugiarme al bosque. Desde
allí oí, al cabo de unos minutos, los primeros gritos de pena,
miedo, rabia y odio que venían del pueblo. Juraban por dioses de
nombres muy ridículos que me sacarían la piel a tiras como me
pillaran algún día. Oí cosas como «sucio occitiense» y «os
vamos a matar a todos». Y que iban a venir a nuestra mierda de país
a quemarlo entero y arrancaros a tiras esa piel marrana. ¡Cómo me
reí! Estaba muy contento. Una vez a salvo, de vuelta en lo más
profundo del monte, dejé el saco a un lado. Maté a las gallinas a
golpes de pico, desplumé a una de ellas y tenía tanta hambre que me
la comí entera. Cruda, sí, porque en aquel entonces ni siquiera
asaba la carne.
Ahora disponía de un
arma espléndida. Pesaba un poco para mi gusto, pero me permitiría
ser el rey de la calle. Ya no debía preocuparme por la falta de
colmillos, y había comido como el dios Galanf. En cuanto volviera a
Occitia podría tener lo que quisiera. Aunque de momento yo lo que
quería era voivir tranquilo.
Y aquel país era genial.
Todo era muy interesante allí. Y si a partir de entonces iba a comer
de esa manera cada día, entonces ya estaba todo resuelto... Además
yo no tenía miedo de la gente, mientras que ellos sí me temían a
mí. Sin duda aquel era el país de la prosperidad. Y de los tontos.
Ya hay que serlo para dejar que te roben de esa manera...
Aunque ahora pienso que
si hay algún país de tontos en el mundo es Occitia. Pero no me
hubiera dado cuenta de ello si, al verme solo y tranquilo en medio
del bosque, no se me hubiera ocurrido que tal vez quisiera ver un
poco más de aquel nuevo país de maravillas cuyo nombre era
Sagrania.
Tampoco me apetecía
mucho volver a Occitia, al menos de momento, y la perspectiva de
atravesar de nuevo el desierto y pasar hambre, frío, sed y calor me
daba cien patadas.
Y si hubiera vuelto a
Occitia, además, nunca habría tenido la oportunidad de aprender a
hacer magia.
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