lunes, 10 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (III & IV): El desierto del Oeste + El país al otro lado

¡Ya sabéis! ¡Cada lunes un capítulo nuevo de LA VENGANZA DE LAS FLORES!


EL DESIERTO DEL OESTE

Seguí adelante, hasta que a mi alrededor no había nada más que tierra seca y plantas deserteras. Debía cruzar cuanto antes aquel mar de dejadez y desolación, o moriría de hambre y sed.

Había que caminar a grandes zancadas para no pisar las piedras, que no servían para otra cosa que para doler en la planta del pie. El hedor a tierra sobrecalentada y seca me llenaba los pulmones. En la mal llamada llanura, toda abultada de montículos, las matas de hierbajos crecían aisladas unas de otras, ahora aquí, ahora allá, salpicando a capricho aquel secarral. Sin embargo, y a pesar de que las matas crecían muy alejadas unas de otras, yo en la vida había visto tanta vegetación.

Tórrido calor de día. Noches congeladas. Siempre hambre y mucha sed. Sólo el silencio y la paz del desierto me compensaban de haber abandonado Isolacrán.

Al cabo de unos días empecé a pensar que iba a morir. Llevaba días racionando el agua, y cuando se me terminó tuve que empezar a vivir de mi propia orina. La única solución era continuar: ya estaba demasiado lejos de Occitia.

Fue muy duro luchar contra aquel cansancio, aquel calor y aquel mareo, mientras yo seguía adelante, siempre adelante. Me desmayé dos veces, y ya creía que sería el fin si me ocurría lo mismo una tercera. Hasta que, al día siguiente, sucedió algo insólito.

Vi a una extraña criatura allá a lo lejos. No sabía bien qué era, y lo primero que pensé es que se trataba de una alucinación. No en vano yo ya me encontraba para el arrastre, y no era la primera vez que creía ver cosas que en realidad no estaban. Como por ejemplo insectos, tales como las cucarachas, acercándose hacia mí, y que desaparecían en cuanto volvía a mirar.

Me llevé un susto de muerte al avistarlo, porque además se me antojaba gigantesco. Desde allí me parecía un monstruo, una bestia enorme y alta sin forma, como una especie de puercoespín asimétrico que se aguantaba en pie sobre una sola pata. Pero luego comprobé que estaba quieto. Y después, al acercarme, me di cuenta de que en realidad era una planta. Una planta enorme, más alta que yo, con un tallo duro como una roca.

El primer árbol que encontré en la vida me salvó de la muerte. En él encontré unos frutos muy jugosos que calmaron mi sed y mi hambre. Me subí a las ramas; sostenían bien mi peso. No podía dejar de comer, aquella fruta era deliciosa. También proyectaba una bendita sombra en aquel suelo y en él no me quemaba con el sol. Me quedé un rato allí, comiendo y tocando las ramas, pasando las manos por el tronco. Era duro, áspero, leñoso, no como los tallos de las agripilas, que se doblan con los dedos. Cuando terminé de comer me puse a descansar a la sombra de aquel árbol. No era como los describían en las leyendas, pero no por ello parecía menos legendario. Tenía hojas planas y muy verdes, y frutos de color rosado. Sólo era el doble de alto que yo, pero no por ello resultaba menos imponente. Me comí las frutas que quedaban y me guardé algunas en el zurrón. Después, y tras una última mirada a aquel extraño ser, seguí mi camino.

Horas después encontré el segundo árbol. No tardé muchas más en ver el primer grupo de ellos. A partir de enconces ya no fue raro ver arboledas enteras. El desierto terminó, y hacía tiempo que altas hierbas y matorrales cubrían el suelo. Me encontré en un mundo desconocido, un ambiente nuevo para mí. Había árboles por doquier. Empezaba el bosque.

También me quedé anonadado con el primer riachuelo. Nada más verlo, me lancé hacia él, y tragué y tragué de aquella cristalina agua hasta quedar saciado. Después de días viviendo del agua que me daban las frutas, aquello sabía a gloria bendita de la diosa Azivi. En Isolacrán sólo bebíamos el agua embarrada y sucia de las charcas que formaba el rocío al alba, y por eso todo el mundo se solía despertar temprano. Por fin pude beber agua hasta hartarme, y después quedarme fascinado viendo cómo corría. Un agua que además estaba limpia, transparente y de la que podía ver el fondo.

Sin tener mucha idea sobre a dónde me podría llevar, decidí seguir el riachuelo, de modo que a partir de entonces ya no tuve que preocuparme más por pasar sed.

Hasta que, al cabo de unos días, me encontré con un sendero. Lo seguí. Al amanecer del día siguiente, el primer pueblo se avistaba allá a lo lejos.


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EL PAÍS AL OTRO LADO

Me había lanzado a aquel viaje a la aventura, y dejando muchas cosas por planificar. Tampoco contaba con diversos imprevistos que me fueron saliendo al paso. Entre ellos, cuánto iba a llamar la atención entre la población local.

En la primera aldea en la que entré no había demasiada gente, pero la que había no dejaba de mirarme. En aquel poblacho no debían de estar muy acostumbrados a ver a forasteros, y menos de otro país. Y ya puestos de otra raza.

Las expresiones de sorpresa que vi en los lugareños sólo debieron de tener parangón con la mía propia. Aquella gente vestía túnicas de tela de diversos colores, de un aspecto tan suave y fino que parecían a punto de rasgarse con sólo mirarlas. Vestidos de las fromas más variadas, pies con calcetines y zapatos. Tenían la cara y los brazos de una piel tan pálida que parecía de nubes. El pelo lo tenían en su mayoría negro, como nosotros, pero en muchos era castaño o rubio, y sus ojos eran de colores distintos al ámbar. Verdes, azules, negros, marrones... Por su parte, todo el mundo miraba asombrado la piel de chacal que llevaba puesta, y no quitaban el ojo a mi piel casi granate ni a mis uñas largas y afiladas. Mis ojos color miel terminaron de coronar la impresión que les debía de estar dando.

No había pensado en que llamaría la atención como un animal salvaje fuera de su jaula. No había pensado en ese tipo de cosas. Sólo tenía en la cabeza encontrar un arma, o algo que pudiera usarse como tal. Encontrar una, la que fuera y como fuera, y después salir corriendo y regresar a mi país.

Ese era el plan. Y, sin embargo, lo que vi en aquel pueblo me dejó tan asombrado que, muy a pesar mío, no logré dejar de mirar a mi alrededor como si fuera un bobo.

Todo lo que veía me parecía sorprendente. No sólo era el aspecto de la gente, sino también sus expresiones despreocupadas y desprovistas de agresividad y miedo, por lo menos hasta que me veían a mí. Pero no sólo era eso.

Había fincas, huertas y corrales en medio del campo y sin vigilancia, como si nadie fuera a robarlas. Tenían vallas de apenas metro y medio de alto. Y dentro había animales pastando a la vista de todos, o que incluso paseaban por el pueblo. Casas y granjas estaban por todas partes en los alrededores del pueblo, algunas incluso con las puertas abiertas. Las construcciones eran cuadradas y estaban pintadas de diversos colores. Por los desconchados parecían construidas con ladrillos de materiales muy resistentes. Acababan en tejados, en lugar de ser como aquellos montones de bloques de barro cocido, huecos y deformes, que tenemos en Isolacrán. También tenían ventanas de verdad, como puertas acristaladas con cortinas, en lugar de simples agujeros por donde corría el aire.

Las calles estaban adoquinadas, como si se hubieran tomado la molestia de construirles un suelo artificial. Debajo de aquellas piedras debía de estar la tierra, que salvo en la zona adoquinada hervía de vegetación, y de verde fresco y reluciente. Vi asimismo parques con parterres de flores vistosas, y hierba y jardines con estatuas y fuentes. Y hasta un estanque en medio. Las flores eran preciosas, y hasta los insectos tenían una belleza especial, como algunos de colores que más tarde aprendí que se llamaban abejas y mariposas. Nunca había visto nada igual. Todo aquello me distrajo de la principal razón por la que había ido a un sitio como aquel. Olvidé toda violencia, y en más de una ocasión miré alrededor como esperando que alguien hubiera aprovechado mi distracción para saltarme encima. Pero no ocurría nada. Aquel lugar era un oasis de calma, paz y tranquilidad. Me sentía como si estuviera en otro mundo, y de hecho en cierto modo era verdad.

Pronto descubrí que no tenía nada que temer en aquel sitio. Nadie me acechaba para robarme, ni atacarme, ni tan siquiera evaluar mis posibilidades de éxito en una pelea. Al contrario, tendían a alejarse de mí, con discreción y sin perderme de vista, como si esperaran que fuera yo el que fuese a saltarles encima.

No sé decir cuánto tiempo estuve andando de aquí para allá, boquiabierto con lo que veía.

Hasta que, de pronto, la visión de unas azadas y rastrillos inclinados contra la pared de una masía devolvieron a mi mente lo que había ido a hacer allí.

Tuve que parpadear varias veces. No podía creerlo: ¡Un rastrillo, un pico, una pala y una azada medio oxidadas al aire libre, al alcance de cualquiera! ¡A la vista de todo el mundo! Estaban apoyados en la pared de una casa, tras una valla de madera que separaba el jardín de la calle. Con la puerta abierta a un tiro de piedra de donde estaban.

Miré las herramientas de campo. Armas a la vista de todo el mundo, afilados instrumentos de muerte expuestos y accesibles a todo aquel que quisiera robarlas. Hacer algo así en Occitia era poco menos que firmar una sentencia de la propia muerte. Por aquel entonces yo no podía verlos como útiles o herramientas con otro uso que clavarse en carne ajena. No reparé en que acaso tuvieran otro uso, no sabía para qué servían en realidad, ni siquiera sabía cómo se llamaban.

Muy nervioso, miré alrededor relamiéndome. Al fin y al cabo, no había venido a hacer amigos. Ese concepto, como el de hacer turismo, ni siquiera existe en mi país.

No había nadie en la finca, nadie vigilaba aquellas herramientas. Miré alrededor otra vez, pero la gente no parecía encontrar ningún interés en esos objetos. Si había algo a lo que estuvieran más preocupados de no perder de vista, ese era yo.

Y entonces, como si acabara de verlo, en la misma finca se avistaba una abertura tapada por una red de alambres. Dentro, en una estancia en penumbra, se veían varias aves de corral. Gallinas que iban de un lado a otro, picoteando por el suelo.

No me lo pensé. Rodeé la valla de la finca hasta pasar al otro lado, donde los arbustos me podían ocultar. Allí terminaba el pueblo, ya no había nadie más atrás. A continuación no me fue difícil, con la destreza y el la experiencia que traía desde Occitia, saber cómo y cuándo actuar. Creo que hasta había desarrollado una especie de sexto sentido para saber cuándo no miraba nadie.

Salté la valla aprisa. Fui directo a la pared. Llegué a las herramientas, sin explicarme cómo las podían haber dejado allí sin vigilancia. ¿Dónde estaba la trampa? Pero no me ocurrió nada... cogí la más contundente, que más tarde descubrí que se llamaba pico. Tras volver a mirar por todas partes, me dirigí al corral donde guardaban a las aves.

El cacareo se oyó más fuerte a medida que abrí la red de alambres a golpes de pico y a patadas. Me metí en el gallinero. No entraba mucha luz allí, así que sentí sobre todo el cacareo de las aves y la suciedad del suelo en las plantas de los pies, que estaba cubierto de una mezcla de barro, paja y excrementos.

Una vez a solas con las aves abrí el saco y empecé a llenarlo a contrarreloj mientras miraba alrededor. Plumas, cacareos huevos haciéndose añicos... Metí en el zurrón gallina tras gallina, nervioso como no lo había estado en años. ¡Un arma y comida para días, todo de una vez! Respiré hondo mientras en el saco las gallinas peleaban por salir. Y ya iba a huir de allí como una flecha con el pico en brazos, cuando se me heló la sangre al parecerme haber sentido la presencia de un lugareño. No, no me lo había imaginado. Lo había oído con la claridad del diente de un chacal. Era un ruido de pasos que se acercaban. A continuación, una figura oscura se formó en la puerta, proyectando una sombra que tapaba la pared del fondo.

— ¡Eh! —gritó alguien—. ¿Quién hay ahí? ¿Qué les haces a las gallinas...? ¡Sal de mi puto corral enseguida, o te atravieso con la horca!

Muy a pesar mío, y del susto que me había llevado, tuve que aguantar por un segundo las ganas de reír. ¿Cómo podía amenazarme alguien con aquel acento tan ridículo? Pero entonces era cierto lo que había oído. En el país de Sagrania se habla el mismo idioma que en Occitia. Pero ellos de una forma rara, todo hay que decirlo.

— ¿Quién cojones eres tú? —gritó avanzando con una horca quew agarraba con ambas manos—. ¿Qué coño haces en mi gallinero? ¡Que salgas, hostia! ¡Sal de ahí antes de que te atraviese!

— Perdona por meterme donde no me llaman —respondí prudente, pues pensaba que tal vez aquella raza fuese más fuerte de lo que aparentaba—. Pero es que he oído cacarear a las gallinas y me ha parecido ver a alguien que merodeaba por...

— ¿Pero tú de dónde...? ¡Te voy a enseñar a meterte en casa ajena, occitiense de mierda!

No pensé en que él también me calaría por mi acento. Ni tampoco sabía que tuvieran tanta rabia a los que son como yo. Arremetió contra mí sin más, con la horca por delante, con aquellos tres enormes pinchos de hierro afilados como espinas de cactus que brillaban en medio de la oscuridad. Esquivé el ataque de milagro y caí al suelo, resbalando con el sucio suelo del corral. Las gallinas cayeron del saco, y corrieron por el gallinero haciendo co co co. Pero el pico seguía en mis manos, pues por nada del mundo pensaba soltarlo. De entre las sombras me puse en pie y fui a la salida. Pero el tipo de la horca se puso en medio, bloqueándome el paso. Con la horca por delante. Me giré hacia él.

— ¡Tú no te vas de aquí, occitio asqueroso! ¡No te vas de aquí! ¡Vas a desear haberte quedado en tu país de mierda!

Co, co, co, las aves no paraban de cacarear. Como esto siguiera así mucho rato acabaría viniendo medio pueblo...

Volvió a embestir. Pero esta vez ya estaba preparado. Además, me había hecho una idea muy clara del estado físico de mi atacante, que además tenía ya una edad. Esquivé la horca una segunda vez, y la tercera no llegó. Se notaba que aquel tipo no había tenido que pelear en la vida. Al primer golpe que le asesté cayó redondo. La sensación de notar la hoja de metal del pico hundiéndose en aquella frente fue indescriptible. Y el tipo cayó redondo en aquel suelo lleno de mugre. Un hilo de sangre le empezó a brotar entre unos ojos que tenía en blanco y empezó a formar un charco.

Respirando muy nervioso, miré alrededor. Silencio. Nadie nos había oído.

Volví a llenar el saco de gallinas, huí del corral y escapé de la finca. Salí corriendo de aquel pueblo con el pico entre las manos, esquivando las miradas de la gente con que me topé. Corrí a refugiarme al bosque. Desde allí oí, al cabo de unos minutos, los primeros gritos de pena, miedo, rabia y odio que venían del pueblo. Juraban por dioses de nombres muy ridículos que me sacarían la piel a tiras como me pillaran algún día. Oí cosas como «sucio occitiense» y «os vamos a matar a todos». Y que iban a venir a nuestra mierda de país a quemarlo entero y arrancaros a tiras esa piel marrana. ¡Cómo me reí! Estaba muy contento. Una vez a salvo, de vuelta en lo más profundo del monte, dejé el saco a un lado. Maté a las gallinas a golpes de pico, desplumé a una de ellas y tenía tanta hambre que me la comí entera. Cruda, sí, porque en aquel entonces ni siquiera asaba la carne.

Ahora disponía de un arma espléndida. Pesaba un poco para mi gusto, pero me permitiría ser el rey de la calle. Ya no debía preocuparme por la falta de colmillos, y había comido como el dios Galanf. En cuanto volviera a Occitia podría tener lo que quisiera. Aunque de momento yo lo que quería era voivir tranquilo.

Y aquel país era genial. Todo era muy interesante allí. Y si a partir de entonces iba a comer de esa manera cada día, entonces ya estaba todo resuelto... Además yo no tenía miedo de la gente, mientras que ellos sí me temían a mí. Sin duda aquel era el país de la prosperidad. Y de los tontos. Ya hay que serlo para dejar que te roben de esa manera...

Aunque ahora pienso que si hay algún país de tontos en el mundo es Occitia. Pero no me hubiera dado cuenta de ello si, al verme solo y tranquilo en medio del bosque, no se me hubiera ocurrido que tal vez quisiera ver un poco más de aquel nuevo país de maravillas cuyo nombre era Sagrania.

Tampoco me apetecía mucho volver a Occitia, al menos de momento, y la perspectiva de atravesar de nuevo el desierto y pasar hambre, frío, sed y calor me daba cien patadas.

Y si hubiera vuelto a Occitia, además, nunca habría tenido la oportunidad de aprender a hacer magia.







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