lunes, 24 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (VI): Huida


¡Cada lunes continúa la aventura!




Capítulo V:
https://elonirodromodehojalata.blogspot.com/2019/06/la-venganza-de-las-flores-v-la-libreria.html




6. ~ HUIDA ~

Salí de la tienda satisfecho de mí mismo. Había conseguido que Dana hiciera lo que yo quería. Sí, lo había conseguido. Ahora sólo debía robar a la gente suficiente como para comprar todos los libros que quisiera. Acostumbrado a lo que estaba en sitios como Isolacrán, no acababa de creer que alguien que diese su palabra fuese cumplirla... y, sin embargo, yo me había hartado de ver cosas sorprendentes en aquel país. Valía la pena comprobarlo. Al final decidí creerla.

Sí, Dana se había portado bien conmigo, pensé mientras me reía de ella. ¿Qué te parece? Esa loca pensaba que podía convertir el mundo en... vaya, en un sitio donde la gente hiciera un esfuerzo para que las cosas fuesen... más sencillas. Para todos.

Sí, Dana había sido buena con otra persona. Conmigo. Se había portado bien... Tan bien que no logré quitarme aquello de la cabeza.

Le empecé a dar vueltas, de hecho. Bastantes, en realidad. Creo que era la primera vez en la vida que veía a alguien hacer algo por otra persona. De manera desinteresada. Porque sí. E incluso se le había visto, en cierto modo, contenta de ayudarme.

Por lo visto, no todos los sagrárines eran tan desagradables. Y algunos como Dana no sólo tenían ideas que merecían la pena, sino que encima obraban en consecuencia. Aunque les costase un esfuerzo a cambio de nada. A Dana le había costado un poco, pero al final lo había hecho. Iba a enseñarme a leer.

Aquello me produjo una fascinación tan grande que, por primera vez en la vida, empecé a plantearme si todo lo que había dado por sentado era tan buena idea. Si Occitia era mejor que Sagrania o al revés, o si ninguna mejor que otra. ¿Había algo que cambiar en la forma de ser de un país u otro, en las personas, en mí? De repente se me descuadraron muchos esquemas, y empecé a ver las cosas de otra manera.

Me propuse comprar ese libro por mis propios medios. Sin robar ni molestar a nadie. Me acordé de lo que Dana me leyó en el libro sobre Occitia. Quería demostrarle a aquellos listos, los autores que hablaban de mi pueblo, que estaban equivocados si pensaban que de un occitiense no se puede sacar nada bueno. Sí, estaba decidido. Iba a ganarme el libro por mis propios medios. Sin mentir, sin robar, sin hacer daño a nadie.

Empecé a mendigar por las calles, y pasé los días en esquinas de la calle, pidiendo limosna. Pasé mucha hambre. Si quería ahorrar, entonces eso también significaba comer menos. Había que tener la paciencia de un dios. Poca gente me daba monedas, y mi paciencia se puso a prueba en más de una ocasión. Varios transeúntes me miraban como si fuese un vómito en medio del suelo, y otros incluso me decían cosas como:

— Sucio occitiense, tu tía te va a pagar para que ensucies la calle con tu porquería...

Las ganas de ponerle la cara del revés a más de uno y robarle lo que llevara encima empezaban a poder conmigo. Sin embargo, me contuve. Aquello era lo fácil, de eso estaba el mundo lleno. Lo que merecía la pena conseguir era luchar por la actitud de gente como Dana, aunque fuese tan poca.

Por lo menos podía apagar mi sed en los estanques de los parques. Pero comía mucho menos que de costumbre. A veces, cuando no podía más, iba al campo a cazar alguna liebre silvestre. Me costó, pero poco a poco pude ahorrar unas monedas. Iba a demostrar a todos, empezando por mí mismo, que otro mundo era posible.

Visitaba a Dana todos los días, siempre un poco más tarde de la hora de comer, cuando en su librería no había casi nadie. Aprovechaba mi tiempo libre para repasar sus enseñanzas y releer las palabras que me había escrito en trozos de papel, para que practicase. C con A hacía CA, en tanto que S más A hacían SA. CA junto a SA hacían CASA o SACA, dependiendo del orden. Y así fui practicando. Al principio me costaba horrores de tiempo, pero cada vez me planteaba un reto menor. Hasta que al final leía varios papeles en un día. A los pocos días ya practicaba en la tienda de Dana con el mismo libro sobre Occitia que había mirado antes, y que ya leía a trompicones pero a un ritmo más fluido.

— «Afe... aferrado... precariamente a las rocas... —leía en el libro siguiendo con el dedo— y trepando... torpemente... de un peñasco a otro... el salvaje occitio del de... del desierto... sabe como por instinto... encontrar el mejor sitio... desde donde acechar a sus... a  sus desprevenidas presas.»

Dana me enseñó un montón de cosas sobre su país. Me habló de los nobles de Sagrania y su familia real. Me dijo que creía en la teoría de que los nobles sabían hacer magia y que nos la ocultaban a los demás. Y que esa era la razón de que estuvieran gobernando el país. También me habló de leyendas que decían que en los bosques de Medonia, que estaban al norte, vivía toda clase de seres sobrenaturales, que asimismo eran capaces de hacer magia. Yo la escuchaba con la boca abierta. Luego le llegaba el turno a ella, que ponía unos ojos como platos al oír las cosas que contaba sobre Occitia.

Semanas después ya leía de corrido, pero seguí yendo a la librería. No sé si he tenido amigos en la vida, pero Dana fue lo más parecido que he tenido alguna vez. La iba a visitar casi todos los días. Un día me preguntó si me podría interesar encontrar algún trabajo, si tan pocas ganas tenía de regresar a Isolacrán. Yo no veía cómo podría hacerlo, pero ella me aconsejó preguntar a los mestizos, a los que habían tenido antepasados occitienses. Así tal vez, me propuso, alguno me podría poner en contacto con alguien que pudiera echarme una mano sobre cómo empezar...

Y ya me lo estuve planteando en los días siguientes. Pero entonces ocurrió un suceso que truncó de golpe toda mi esperanza de una vida normal y anodina en Sagrania.

Fue una noche en la que había estado pidiendo en una esquina, junto a una taberna. A veces iba a allí, a distraerme con las idioteces que se oían a través de sus ventanas. Además de reírme, hacía buena caja con los borrachos que salían a llevarse la fiesta a otra parte, ya a altas horas de la noche. También había que andarse con ojo. En el estado en que venían resultaba mucho más fácil hacerles morder el polvo, pero alguno se ponía agresivo y hasta violento. Sin embargo, otras veces la bebida los volvía más simpáticos, cosa que incrementaba las posibilidades de llenarme los bolsillos.

Todo iba bien hasta que oí el leve ruido de unos pasos cortos y rápidos, como el sonido de una cucaracha en la cabecera de la cama. No debía de ser algo muy grande a juzgar por el casi inexistente ruido que hacía. Cuando pasó por la zona en que llegaba la luz de la taberna vi que se trataba de un fuwa que se estaba acercando hasta la entrada. Los fuwas tenían prohibido entrar en las tabernas, igual que les estaba vetado hacer prácticamente cualquier cosa. Pero este parecía muy interesado en entrar. ¿Qué era lo que quería?

Como tantos otros fuwas que había visto en Sagrarin y otras ciudades, el animalejo que llegó saliendo de las sombras parecía una especie de flor andante sobre dos patitas, con aquellos pelos parecidos a plumeros que le salían de la cabeza y sus hojitas en la nuca. Los plumones de este eran de un suave y blanquecino color malva. Y, como en el caso de tantos otros, este también trajinaba un objeto tirando a pesado en sus endebles brazos, esos brazos con aquella piel que parecía madera cubierta de musgo. Tenía entornados los ojos azules, como si hiciera un gran esfuerzo, y abierto el pico de pato, pues jadeaba como un rinoceronte.

Lo que llevaba era una cesta llena de comida, botellas con bebida y tarros de confitura. Como tantos otros de sus congéneres, iba temeroso por la calle, no muy seguro de sí mismo. Ya los había visto yendo por la ciudad, con caras de estar aburriéndose o desplazándose como almas en pena. Pero este, además, temblaba al caminar. Parecía nervioso, casi asustado, a juzgar por cómo se recomponía la cubierta de hojas con que se vestía, se tocaba la cara verde oscura y se pasaba las manitas por los flecos de su sedoso pelo color malva. Movía las piernas deprisa, a pasos seguidos y cortos, mientras se acercaba a la puerta de la taberna deteniéndose varias veces antes de entrar.

Pero en estas que al final entró.

Al instante el ruido de la taberna subió de volumen. Fue algo extraño, una mezcla de impresiones: por un lado exclamaciones y gritos, como si hubiese entrado una cucaracha de verdad. Por el otro risas, como si el juglar del barrio y el tonto del pueblo hubiesen anunciado su compromiso matrimonial. Luego se oyeron ruidos de taburetes chocando contra el suelo, más gritos, más risas y un chirrido muy agudo y estridente.

— ¡Pera, pera, que lo tengo! —soltó una divertida voz de borracho.

Y a continuación salió el pobre fuwa del bar. No por la puerta, sino por la ventana. Aterrizó a varios metros de allí, debido a la levedad de su peso. Con las manos vacías.

Me lo quedé mirando. Como no expresan las emociones como los sagrárines y occitios, sólo puedo decir que tenía los ojos y el pico muy abiertos. Ahí siguió en el suelo, poco a poco incorporándose. Le habían dejado la túnica de hojas medio arrancada. El vino que le chorreaba hacía un charco. Y al parecer le habían arrancado varios de los flecos de su pelo malva, y algunos de los que quedaban caían ahora, poco a poco, como los pétalos de una patética rosa moribunda.

¿Qué movía a aquellos seres a servir a los sagrárines? Ya había visto cómo los trataban, por lo que me sorprendía que no se hubieran vengado de ellos o se hubieran fugado en masa hacia los bosques. Me hizo gracia la manera en que habían tirado a este por la ventana, pero ¿qué le habrían hecho dentro? Por lo visto le habían dado una paliza. Eso ya no me gustó tanto. Sé por experiencia propia, de cuando era un niño o estaba enfermo, que no tiene ninguna gracia que te machaquen cuando no te puedes defender. ¿Serás idiota, fuwa? Eso pensé, porque seguía allí plantado. ¡Vete ya! ¿No ves que pueden salir?

Y, en efecto, al cabo de un rato los teníamos en la calle. Tres hombres borrachos, dos de ellos como cubas, salieron del bar. El tercero llevaba la misma cesta que el fuwa había llevado al entrar en el bar. Ahora sólo contenía una botella. Se dirigían manotazos unos a otros y se decían cosas que, entre las risas y la borrachera, poco o nada se entendían:

— Fu pues si eso cuando... a mi casa... ya verás la zorra...
— Pero qué... ñetas hacía?
— Buah pues a mí una vez... eh, oye... —hizo uno de los tres reparando en el fuwa, que los observaba paralizado—. Oye, Fis, ¿no es eso tu fuá?
— ¿Eh? Aaaah... Claro, que le dije que esperara... ah pues... mira, fuá —le dijo al fuwa—. Oye, que ya no hace falta que te quedes... puedes irte a ca... ¡No...! ¡Eeeessspera! ¡Ven aquí!

El fuwa fue hacia su dueño. Algunos de los de su especie eran altos, otros bajitos, pero este tenía casi la misma altura que su dueño. Este lo cogió por el cuello y empezó a darle bofetadas con la mano abierta.

— Pero serás burro... la mermelada de fresa... es más roja. ¡Y esta tan lila es la de frambuesa, inútil!
— Perdone el señor... —se disculpó el fuwa con su voz aguda y estremecida—. Pero no había más existencias en la tienda. En su lugar tuve que... ¿pero qué va a hacer? ¡No! ¡Suélteme!

Pero el otro ya lo había agarrado por las hojas que crecían en su frente. El fuwa gritaba, y sus quejidos eran tan estridentes como la música de una chicharra. Presenciar aquello me produjo tanta pena, rabia y asco, que no supe qué sentir primero. Y no me refiero sólo al borracho.

— ¡Ja, ja, ja, ja! —reían los compinches de este.
— ¿Queréis dejar de armar ese escándalo? —gritó una señora asomada a una de las ventanas del edificio de enfrente.
— ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Mira esa...
— ¡Como baje yo os vais a enterar...!
— ¡Todo por tu culpa! —se enfadó de repente el dueño del fuwa, y le dio un tortazo de los fuertes con la mano abierta.

No sé si fueron las cosas que me contó Dana sobre cómo trataban a los esclavos en aquel país, pero... fui hacia ellos.

— ¡Anda, mira! —dijeron al verme—. ¡Un granate!
— ¿Quién de tus padres era el occitio, cerdito? ¿Fue tu padre o fue su hermana?
— Mira, si viene hacia aquí... quiere pelea...
— ¡Oye, tú! ¿Qué te has creído? ¡Vete a tu país antes de que...!

No me había dado cuenta hasta entonces de cuánto añoraba una buena pelea. La paz no me sentaba bien. Disfruté de lo lindo rompiéndome manos y pies en la cara de los tres, enviándolos al suelo. Eran peor que aficionados en el arte de la lucha. Y además iban borrachos. Tres presas muy fáciles, tres saquitos de boxeo. Y como se me ocurriera sacar el pico del zurrón podían despedirse. ¡Cómo disfruté! Creo que era porque se la merecían.

Pero entonces todo se complicó sobremanera al llegar un carro tirado por caballos. Alguien había llamado a la policía. Y yo ya había tenido algún problema con ellos, porque en Sagrarin ni siquiera se permite la mendicidad. Me dijeron que estaba detenido, pero no me dio la gana de entregarme. Enseguida pude comprobar que estos sí que estaban acostumbrados a pelear. Sacaron porras y cuchillos afilados bajo las capas. Me apuñalaron y todo, aunque por suerte no fue en ningún sitio mortal. Conseguí hundir el pico en la espalda de uno y lanzárselo al otro en la cabeza. Este cayó al suelo, y tras recoger el pico me fui corriendo por las calles de Sagrarin.

A la mierda el juramento, pensé en la esquina de uno de los barrios bajos, donde me recompuse como pude, escondido en una de las callejuelas. Al día siguiente vi a un tipo que llevaba una capa negra. Le ataqué y se la quité, y luego di un rodeo para llegar a la tienda de libros. Bien tapado con la capa, para que Dana no supiera que aquel era yo. Sin hacer caso de sus preguntas ni de sus alaridos entré en la librería, me llevé el libraco sobre Occitia, salí de la tienda y me fui volando de Sagrarin.

No quedaba otra que volver a Isolacrán. Pero antes, ya que había llegado hasta allí, pensé que no me haría daño comprobar una cosa.


De modo que me dirigí hacia el norte.












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