lunes, 3 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (II): La despedida






LA DESPEDIDA

Una vez terminé de hacer el equipaje, miré mi habitación por última vez. Sabía que no tardaría mucho en ocuparla alguno de los mendigos de Isolacrán, así que ya podía despedirme de ella. Pero daba igual, no iba a echar de menos a aquel churro de casa construido con bloques de barro cocido. Y además estaba resuelto a irme. Pedí protección y valor a Anjín, y furia a Aspín, y luego salí a la calle. Pero nada más cruzar la esquina me encontré con Lávice.

No la vi de frente. Fue ella la que se me acercó por detrás, con un sigilo que mi oído aún captar demasiado tarde. Antes de que pudiera ponerme en guardia me agarró desde atrás, y sentí sus afiladas uñas clavándose en mi pecho y en mi vientre. Supe que era ella antes de moverme, pero no me dejó ir. Entonces noté el calor de sus labios en mi cuello, el aire aspirado por su nariz detrás de mi oreja y el susurro aspirado de aquella serpiente:

— ¿A dónde vas con eso?

Sabía cómo tratarla. De un codazo pude poner unos cuantos palmos entre ella y yo, pero Lávice era demasiado rápida. Consiguió que no me alejara demasiado, agarrándome del antebrazo. Intenté liberarme, pero me tenía bien sujeto. La miré a los ojos, aquellos ojos color miel. En aquel rostro de piel roja, facciones afiladas y dientes podridos.

— ¿Eso es un saco? —inquirió—. No te irás del pueblo, ¿no?
— Y a donde me dé la gana —dije volviendo a estirar el brazo para liberarme, sin éxito.

En sus ojos no vi cambio alguno. No estaba ofendida. Al contrario, parecía que estuviera disfrutando. Tenía un brillo en la mirada, y reía divertida mientras me miraba.

— ¿Por qué no vienes a casa?
— Porque no me da la gana. Además, hoy no estoy para tonterías.
— Eso es verdad. Parece que has tenido una pelea. Anda, ¿por qué no te vienes? Seguro que te puedo curar de alguna forma y...
— ¡Que te he dicho que no?
— Unos mimos no hacen daño a nadie... —insistió entornando los ojos.

¿Mimos? Pues serán los de otra, porque los de ella...

— Ni harto de safana —dije intentando zafarme de su agarre—. Me largo ahora mismo. ¡Que me dejes, zorra! —grité al ver que no me soltaba—. ¡Me haces daño!

Eso también era verdad. Aún recuerdo aquellas uñarras sucias, y tan afiladas como su nariz.

— No hasta que me digas a dónde vas —dijo.
— De excursión. Y ahora suéltame, antes de que te parta la cara.
— ¿Tú te crees que soy idiota? Quieres irte lejos. Pero no te dejaré.

No sé ni por qué me molesté en mentirle. Allí es casi tan natural como el hablar. Se abusa tanto de ello que nadie espera oírle la verdad a nadie. Y aunque se dijera también sería inútil, porque nadie hace caso de los demás. Para acabar de empeorarlo, Lávice era muy agresiva, y aquellos días tenía una obsesión conmigo que no había forma de quitarle. Solía perseguirme, y aquel día estaba decidida a no dejarme escapar.

— Échame otro polvo —insistió—. Aprovecha ahora, venga. Rescel no está en casa.
— ¿Y tus hijos?

Aquellos monstruos. A veces me he distraído viéndolos matarse entre ellos, mientras miraba sus caras y jugaba a adivinar quién podría ser el padre. De cada uno, porque puede que de alguno el padre sea yo. No deja de parecerme hipócrita que los maridos se pongan como fieras ante cosas como estas. No van a lograr que cambie nada, y lo que hacen ellos no tiene nada que envidiar a lo que hacen sus esposas.

De modo que los críos de Lávice eran mi última esperanza.

— ¿Mis hijos? —repitió—. ¿Qué pasa con mis hijos?
— ¿No están en casa?
— Los envío lejos con cualquier excusa. Que se vayan a otro lado a molestar.
— ¿Y no te importa qué harán solos por la calle? ¿No te preocup...?

La pregunta no era más estúpida porque no me había dado tiempo de ensayar otra más tonta. Lávice puso punto y final al paripé. Se me tiró encima sin más, besándome en la boca, lamiéndome la cara, arañándome la espalda, mordiéndome el cuello... jadeaba como una hiena en celo. En lo que dura un parpadeo capté la imagen de cierta gente de la calle que nos miraba y sonreía. Imbéciles... Dudé por unos segundos antes de reaccionar, porque a una parte de mí siempre le encanta que Lávice haga eso... pero tenía que sacármela de encima. Y por un momento me dejé hacer, hasta que vi las estrellas. Grité de dolor encuanto me mordió en el cuello, con todas sus fuerzas. Ya era suficiente. Y aquel día más que demasiado.

Le di un mamporro en la nariz tan fuerte que cayó redonda al suelo, mirando hacia abajo. Traía un goteo de sangre tan profuso que enseguida formó un charco. Como por instinto me puse en guardia, dispuesto a protegerme o a salir corriendo. Pero aquella vez ni siquiera levantó la mirada. Había recibido el tipo de golpes que me reservo para cuando de verdad, en serio, por los dioses que no me apetece que me molesten. Había que ser duro, sobre todo con ella, porque si no le daba de manera contundente me arriesgaba a que nos peleáramos allí, en medio de la calle. Y entonces una de dos: o la lucha se alargaba hasta quedar hechos papilla, y se iba cada uno por su lado, o acabábamos follando.

Pero ese día yo no estaba para tonterías. Además pensé que aquel iba a ser el último tortazo que le daba en mucho tiempo. Debía aprovechar para despedirme bien de ella mientras estuviese fuera.

Antes de que Lávice reaccionara, di media vuelta y me marché.

Por última vez hasta ahora anduve por las terrosas calles de Isolacrán, siempre hacia oriente. Isolacrán, que en aquel entonces era grande para mí, se terminó al cabo de unos minutos. Yo no dejaba de mirar hacia atrás mientras seguía caminando. Pero no lo hacía por nostalgia, sino por miedo a que Lávice me persiguiera calle abajo. No sería la primera vez.

La tierra rojiza, tanto como la piel de los que la habitaban, llegaba al horizonte. Los caminos que seguí en la tierra plana los evité en las zonas de macizos rocosos, porque temía menos a los chacales que a los bandidos que se ocultaban entre las peñas. Durante días no vi otra cosa que yermos y puebluchos, donde robaba algo de comer para luego refugiarme lejos, en el desierto. Me exponía a los chacales, pero era más seguro que estar cerca de personas.

En el pozo junto al que habían contruido la última aldea me harté de beber agua y llené la botella del tapón de corcho. Esperé a que se pusiera el sol, y empecé a cruzar el gran desierto que separaba Occitia del resto de países. Al otro lado estaba lo desconocido, los sitios de los que sólo habíamos oído leyendas. Lugares poco o nada acostumbrados a pasar hambre, y de cuya gente se decía que no peleaba. Ese país, que entonces se llamaba Sagrania, aguardaba con la esperanza de tener un arma para mí. Un arma que esperaba que me guardase las espaldas para cuando estuviera de vuelta. Pronto alguien me quitaría la casa, pero si volvía con un arma, podría echar de cualquier sitio a quien me diera la gana.

Entré en el desierto, muy decidido. Más allá no encontraría casas. Era un mar de tierra y de hierbajos que iban mucho más allá de donde alcanzaba la vista.

Hasta la fecha no he vuelto a añorar Isolacrán ni Occitia. Tampoco a la gente, ni el blanco de cal de las casas, ni aquellos paisajes desérticos de tierra roja, tierra amarilla, peñas y peñascos. Ni a las pocas plantas que hay, que da pena verlas. Antes al contrario: en los meses en que he puesto tierra de por medio me he ido preguntando, cada vez más, cómo he vivido treinta años en aquella porquería de país.








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