LA DESPEDIDA
Una vez terminé de hacer
el equipaje, miré mi habitación por última vez. Sabía que no
tardaría mucho en ocuparla alguno de los mendigos de Isolacrán, así
que ya podía despedirme de ella. Pero daba igual, no iba a echar de
menos a aquel churro de casa construido con bloques de barro cocido.
Y además estaba resuelto a irme. Pedí protección y valor a Anjín,
y furia a Aspín, y luego salí a la calle. Pero nada más cruzar la
esquina me encontré con Lávice.
No la vi de frente. Fue
ella la que se me acercó por detrás, con un sigilo que mi oído aún
captar demasiado tarde. Antes de que pudiera ponerme en guardia me
agarró desde atrás, y sentí sus afiladas uñas clavándose en mi
pecho y en mi vientre. Supe que era ella antes de moverme, pero no me
dejó ir. Entonces noté el calor de sus labios en mi cuello, el aire
aspirado por su nariz detrás de mi oreja y el susurro aspirado de
aquella serpiente:
— ¿A dónde vas con
eso?
Sabía cómo tratarla. De
un codazo pude poner unos cuantos palmos entre ella y yo, pero Lávice
era demasiado rápida. Consiguió que no me alejara demasiado,
agarrándome del antebrazo. Intenté liberarme, pero me tenía bien
sujeto. La miré a los ojos, aquellos ojos color miel. En aquel
rostro de piel roja, facciones afiladas y dientes podridos.
— ¿Eso es un saco?
—inquirió—. No te irás del pueblo, ¿no?
— Y a donde me dé la
gana —dije volviendo a estirar el brazo para liberarme, sin éxito.
En sus ojos no vi cambio
alguno. No estaba ofendida. Al contrario, parecía que estuviera
disfrutando. Tenía un brillo en la mirada, y reía divertida
mientras me miraba.
— ¿Por qué no vienes
a casa?
— Porque no me da la
gana. Además, hoy no estoy para tonterías.
— Eso es verdad.
Parece que has tenido una pelea. Anda, ¿por qué no te vienes?
Seguro que te puedo curar de alguna forma y...
— ¡Que te he dicho
que no?
— Unos mimos no hacen
daño a nadie... —insistió entornando los ojos.
¿Mimos? Pues
serán los de otra, porque los de ella...
— Ni harto de safana
—dije intentando zafarme de su agarre—. Me largo ahora mismo.
¡Que me dejes, zorra! —grité al ver que no me soltaba—. ¡Me
haces daño!
Eso también era verdad.
Aún recuerdo aquellas uñarras sucias, y tan afiladas como su nariz.
— No hasta que me
digas a dónde vas —dijo.
— De excursión. Y
ahora suéltame, antes de que te parta la cara.
— ¿Tú te crees que
soy idiota? Quieres irte lejos. Pero no te dejaré.
No sé ni por qué me
molesté en mentirle. Allí es casi tan natural como el hablar. Se
abusa tanto de ello que nadie espera oírle la verdad a nadie. Y
aunque se dijera también sería inútil, porque nadie hace caso de
los demás. Para acabar de empeorarlo, Lávice era muy agresiva, y
aquellos días tenía una obsesión conmigo que no había forma de
quitarle. Solía perseguirme, y aquel día estaba decidida a no
dejarme escapar.
— Échame otro polvo
—insistió—. Aprovecha ahora, venga. Rescel no está en casa.
— ¿Y tus hijos?
Aquellos monstruos. A
veces me he distraído viéndolos matarse entre ellos, mientras
miraba sus caras y jugaba a adivinar quién podría ser el padre. De
cada uno, porque puede que de alguno el padre sea yo. No deja de
parecerme hipócrita que los maridos se pongan como fieras ante cosas
como estas. No van a lograr que cambie nada, y lo que hacen ellos no
tiene nada que envidiar a lo que hacen sus esposas.
De modo que los críos de
Lávice eran mi última esperanza.
— ¿Mis hijos?
—repitió—. ¿Qué pasa con mis hijos?
— ¿No están en casa?
— Los envío lejos con
cualquier excusa. Que se vayan a otro lado a molestar.
— ¿Y no te importa
qué harán solos por la calle? ¿No te preocup...?
La pregunta no era más
estúpida porque no me había dado tiempo de ensayar otra más tonta.
Lávice puso punto y final al paripé. Se me tiró encima sin más,
besándome en la boca, lamiéndome la cara, arañándome la espalda,
mordiéndome el cuello... jadeaba como una hiena en celo. En lo que
dura un parpadeo capté la imagen de cierta gente de la calle que nos
miraba y sonreía. Imbéciles... Dudé por unos segundos antes de
reaccionar, porque a una parte de mí siempre le encanta que Lávice
haga eso... pero tenía que sacármela de encima. Y por un momento me
dejé hacer, hasta que vi las estrellas. Grité de dolor encuanto me
mordió en el cuello, con todas sus fuerzas. Ya era suficiente. Y
aquel día más que demasiado.
Le di un mamporro en la
nariz tan fuerte que cayó redonda al suelo, mirando hacia abajo.
Traía un goteo de sangre tan profuso que enseguida formó un charco.
Como por instinto me puse en guardia, dispuesto a protegerme o a
salir corriendo. Pero aquella vez ni siquiera levantó la mirada.
Había recibido el tipo de golpes que me reservo para cuando de
verdad, en serio, por los dioses que no me apetece que me
molesten. Había que ser duro, sobre todo con ella, porque si no le
daba de manera contundente me arriesgaba a que nos peleáramos allí,
en medio de la calle. Y entonces una de dos: o la lucha se alargaba
hasta quedar hechos papilla, y se iba cada uno por su lado, o
acabábamos follando.
Pero ese día yo no
estaba para tonterías. Además pensé que aquel iba a ser el último
tortazo que le daba en mucho tiempo. Debía aprovechar para
despedirme bien de ella mientras estuviese fuera.
Antes de que Lávice
reaccionara, di media vuelta y me marché.
Por última vez hasta
ahora anduve por las terrosas calles de Isolacrán, siempre hacia
oriente. Isolacrán, que en aquel entonces era grande para mí, se
terminó al cabo de unos minutos. Yo no dejaba de mirar hacia atrás
mientras seguía caminando. Pero no lo hacía por nostalgia, sino por
miedo a que Lávice me persiguiera calle abajo. No sería la primera
vez.
La tierra rojiza, tanto
como la piel de los que la habitaban, llegaba al horizonte. Los
caminos que seguí en la tierra plana los evité en las zonas de
macizos rocosos, porque temía menos a los chacales que a los
bandidos que se ocultaban entre las peñas. Durante días no vi otra
cosa que yermos y puebluchos, donde robaba algo de comer para luego
refugiarme lejos, en el desierto. Me exponía a los chacales, pero
era más seguro que estar cerca de personas.
En el pozo junto al que
habían contruido la última aldea me harté de beber agua y llené
la botella del tapón de corcho. Esperé a que se pusiera el sol, y
empecé a cruzar el gran desierto que separaba Occitia del resto de
países. Al otro lado estaba lo desconocido, los sitios de los que
sólo habíamos oído leyendas. Lugares poco o nada acostumbrados a
pasar hambre, y de cuya gente se decía que no peleaba. Ese país,
que entonces se llamaba Sagrania, aguardaba con la esperanza de tener
un arma para mí. Un arma que esperaba que me guardase las espaldas
para cuando estuviera de vuelta. Pronto alguien me quitaría la casa,
pero si volvía con un arma, podría echar de cualquier sitio a quien
me diera la gana.
Entré en el desierto,
muy decidido. Más allá no encontraría casas. Era un mar de tierra
y de hierbajos que iban mucho más allá de donde alcanzaba la vista.
Hasta la fecha no he
vuelto a añorar Isolacrán ni Occitia. Tampoco a la gente, ni el
blanco de cal de las casas, ni aquellos paisajes desérticos de
tierra roja, tierra amarilla, peñas y peñascos. Ni a las pocas
plantas que hay, que da pena verlas. Antes al contrario: en los meses
en que he puesto tierra de por medio me he ido preguntando, cada vez
más, cómo he vivido treinta años en aquella porquería de país.
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