jueves, 28 de mayo de 2020

Golpe de escritor (1)


He dejado de leer La casa de los espíritus y he empezado una novela llamada Quincannon que está bastante mejor
No me apasionan las historias de detectives, pero está bastante más entretenido y mucho más ligero. Y además me está enseñando como escritor

Tiene una forma de explicar las cosas bastante poco farragosa y sabe qué contar y qué callarse, sin tener que decirlo todo.

Saber qué decir y qué no decir es muy importante y no siempre se puede ver.

Mañana grabaré un vídeo hablando de mi proceso creativo y desgajando poco a poco el contenido de la novela que estoy escribiendo.

en el canal de YouTube:



sábado, 21 de marzo de 2020

LA VENGANZA DE LAS FLORES (XII): Después del Nuevo Orden

Yyyyyyy... ¡último capítulo!

- Enlaces a capítulos anteriores (aunque puedes mirarlos más abajo en este mismo blog):






DESPUÉS DEL NUEVO ORDEN

Años después, justo en el lugar del bosque en que años atrás los fuwas habían celebrado un juicio contra Vérizo, justo en el claro donde se reunía la Asamblea, ya no había nada de vegetación. Ni árboles ni arbustos ni hierba, nada, ahora ya no había nada por ninguna parte en kilómetros a la redonda.

En su lugar, una gran planicie de tierra seca, un paisaje monótono de arena y piedras, se extendía hasta un horizonte verde que había a su alrededor, en el que por fin comenzaba otra vez la masa forestal. El claro de la Asamblea parecía una especie de isla amarilla flotando en un océano verde. Un desierto rodeado de selvas. En aquel yermo, como por efecto de una extraña maldición, no crecía un mísero hierbajo. Como si alguien hubiese inaugurado una sucursal de Occitia en medio del frondoso bosque.

¿Y no había nada en absoluto allí? No exactamente. Justo en medio, un enorme palacio de un intenso y reluciente color verde ocupaba el centro de la zona.

Por dentro, aquel palacio verde era alto y ancho como una catedral. Tenía ventanales inmensos a través de los que se podían ver amplios salones con columnas que aguantaban arcos y vueltas. Y todas las paredes, columnas y arcos estaban hechas del mismo extraño material verde traslúcido. Como si el palacio estuviera hecho de esmeraldas. O de un hielo lleno de plancton, cristal coloreado o caramelo de menta. Por esta misma razón, no era necesario asomarse a las ventanas para ver si había algo detrás. Era posible ver algo a través de las traslúcidas paredes verdes del palacio, como si de vidrio esmerilado se tratase. Y cualquiera que se hubiera atrevido a aventurarse al solitario palacio en medio del desierto en medio del profundo bosque hubiera visto que una sombra se movía en el interior de las paredes verdes.

Sin embargo, el aparente lujo de dentro contrastaba con su aspecto exterior. Desde fuera, el palacio de la Asamblea ofrecía el mismo aspecto de cualquier inmunda casa de barro como las que ya no se hacían en la arrasada Isolacrán, ahora reducida a un mar de piedras cubierto de arena.

Fuera, en el pequeño desierto rodeado de bosque, reinaba un gran silencio. No había un alma alrededor de aquel extraño palacio que destacaba monolítico en la extensión de tierra seca. Sólo el viento mecía los árboles del bosque en la distancia, al tiempo que levantaba finos granos de arena del suelo. Hasta que, de repente...

— ¡ASAMBLEA...! —tronó una voz potente que resonó muy fuerte y lejana en medio del extenso claro.

Y entonces, como si alguien los hubiera puesto firmes, los lejanos árboles del horizonte se dejaron de mecer pese al viento. Ni siquiera sus hojas parecieron obedecer la fuerza de la brisa.

Entonces, el silencio dio paso a un gran ruido de pasos, de una multitud de seres que corrían en dirección a la explanada desértica.

Grupos enteros de fuwas vinieron corriendo desde todas partes del bosque, directos al centro de la explanada, justo en dirección al palacio. A ellos se les unió un nutrido grupo de duendes que, al no tener ramas por las que saltar, corrieron por la arena. Y a medida que iban llegando se inclinaban ante el palacio verde, sin moverse para nada más una vez adoptada la postura.

Poco a poco, pese a que venían corriendo como si les fuera la vida en ello, aquel rebaño de gente inclinada, congregado ante la puerta del palacio, fue creciendo más y más. Uno a uno, todo fuwa o duende llegaba y se inclinaba mientras recuperaba el aliento. Así hasta formar un grupo menos numeroso que el de la antigua Asamblea Forestal.

Durante un buen rato, nadie levantó la cabeza ni abrió la boca para hablar. Una calma sorprendente en un lugar en el que había tanta gente. Y así estuvieron, por lo menos, diez larguísimos minutos en los que se mantuvieron a la espera, con la cabeza bien gacha.

— ¡Tú! —gritó de repente la misma voz que había convocado la Asamblea—. ¡Agafur, el duende! ¡Sí, te estoy hablando a ti, que eres Agafur y eres un duende! ¡Levántate, a no ser que quieras desafiarme quedándote de rodillas!

La voz procedía del palacio. Al instante, el mencionado duende se puso en pie sobre los demás en posición de firmes. Con gesto nervioso, respirando a breves bocanadas, alzó la vista hacia el balcón que coronaba la entrada del palacio.

Por la puerta del balcón que entraba en el palacio, caminando hacia la balustrada sobre la que apoyó los brazos, la figura que había estado morando por el interior del palacio verde y traslúcido se asomó por el balcón.

Vérizo había cambiado mucho desde la guerra. El brazo derecho que había perdido en la batalla por Isolacrán volvía a estar en su sitio. Todas las heridas y cicatrices que había arrastrado desde Occitia se habían curado, habían desaparecido. También sus dientes habían vuelto a crecer, y ya no era el desdentado occitiense de siempre.

Algo más había cambiado en su aspecto, y no sólo por los pantalones de duende o por la exquisita túnica fuwa de Hokum con que ahora se vestía. Su pelo, originalmente de un negro azabache, ahora estaba lleno de canas.

Sin embargo, lo que más le habían cambiado eran los ojos, y no sólo por las legañas como ladrillos que ya nunca se limpiaba o por las ojeras, cada vez más grandes y oscuras, que arrastraba desde hacía meses. Sus iris habían perdido el color ámbar, y ahora Vérizo miraba al mundo desde dos ojos de color gris, uno más blanco que el otro. Además se había vuelto bizco, y mientras uno de sus ojos miraba a la izquierda, el otro enfocaba a la derecha. Todo aquello, unido a una boca sonriente pero abierta, como si fuese tonto, hubiera podido parecer cómico, pero en realidad le daban un aterrador aspecto de viejo demente.

Desde allí contempló a la multitud que había acudido y luego al propio Agafur, el duende, que allí seguía en pie.

— Ya podéis levantaros todos —dijo en un susurro casi inaudible.

Y al instante todos abandonaron la posición de reverencia y se pusieron en pie. Mientras se les oía levantarse todos a la vez sobre la arena, Vérizo sonrió. Estaba seguro de que iban a hacerlo. Tan bien lo sabía como conciencia tenía de lo asustados que estaban.

— Estimados compañeros, fuwas y duendes —dijo entonces en voz bien alta—. Debo felicitaros por lo bien que estáis llevando esta guerra contra los sagrárines.

No hubo respuesta, pero Vérizo ya sabía que no iba a haberla.

— No obstante, nuestra situación es precaria. De no ser por los soplos y las pistas que os he ido proporcionando, tiempo haría ya que el Nuevo Orden habría sido vencido por nuestros adversarios. Y esto es tan cierto como que nuestro planeta es redondo, tan verdadero como que el universo está en expansión, tan irrefutable como que la luz viaja a 299.792.458 metros por segundo. Tan cierto como que dos de vosotros pensarán en desertar de nuestro bando pasado mañana y la semana que viene, respectivamente.

Más silencio. Vérizo miró alrededor, disfrutando del momento. Sabía que estaban cada vez más asustados.

— Comparecéis ante esta Asamblea porque habéis venido aquí, pues de otro modo estaríais en otro lado. Y también porque debéis saber que habrá un ataque la semana que viene en pleno Sagrarin, desde el oeste, con la intención de derrocar al gobierno títere que hemos puesto. Las tropas insurrectas vendrán desde el oeste con un contingente de magos reforzando por el sur, desde las montañas. Pero los fuwas preguntaréis a los árboles del bosque de los alrededores, y sabréis la posición exacta de las tropas enemigas en todo momento. Y los duendes os podréis infiltrar con vuestra magia en sus campamentos, y atacar como unos buenos guerrilleros a los magos que vendrán. Y así, una vez más, lograremos preservar nuestro dominio sobre el país que durante tantos años os ha oprimido. Sé que habéis comprendido la estrategia, es sencillo, simple, fácil de recordar. Magos desde el sur, tropas desde el oeste, eso es lo que hay que recordar.

Vérizo dejó pasar unos segundos, los que sabía que sus fieles aún necesitaban para terminar de memorizar aquello. Cuando calculó que había pasado el tiempo suficiente, añadió:

— De todas formas, sé que el enemigo ha descubierto nuestro escondite, y que sabe dónde mora la Asamblea. Su magia es poderosa y son muy numerosos, mucho más que nosotros. Sin embargo, he diseñado también, con ayuda de la magia que he aprendido de mi libro, una nueva arma que nos ayudará a defender el bosque de esas hordas invasoras.

Entonces sacó de su túnica un gran tarro de cristal, en cuyo interior correteaban unos extraños animales del tamaño de ratas. Luego abrió el tarro y, para sorpresa de todos, las pequeñas ratas comenzaron a volar en todas direcciones. De esta forma, los presentes vieron que no se trataba de ratas. ¡Eran avispas! Grandes avispas que producían un fortísimo zumbido al aletear, como si fueran sierras circulares cortando metal. Enormes avispas que empezaron a revolotear sobre las cabezas de la multitud, cuyos duendes y fuwas se apartaban de ellas sorprendidos y asustados.

— ¡Ja, ja, ja, ja! —rió Vérizo—. Ya sé que son grandes, pero no debéis tenerles miedo. Están amaestradas y no os picarán. Lo sé porque las he criado yo. De momento he conseguido que estas avispas comprendan todo aquello que les digo. ¿No son increíbles? Estoy experimentando con un nuevo grupo de ellas, y estoy intentando crearlas más grandes e inteligentes. ¡Pronto contaremos con un nuevo ejército para nosotros solos! ¿Qué os parece? ¡Bueno, ya es suficiente! ¡Volved aquí! —gritó.

Enseguida las avispas volvieron con él y se metieron en el tarro. Los fuwas y duendes, por otro lado, aún se sacudían y se recolocaban de nuevo, pues el revoloteo de los grandes insectos había provocado un gran revuelo. Pero entonces Vérizo volvió a tomar la palabra, y el poco ruido de arena crujiendo bajo pies que aún se oía enmudeció de repente.

— Sabía que volverían. Las he hecho muy obedientes. Sin embargo, existe otra razón por la cual la Asamblea os ha convocado. Han llegado a oídos de la Asamblea, duende Agafur, o quizá diría mejor que han llegado hasta ojos de la Asamblea... noticias alarmantes de tu parte.

El duende Agafur tragó saliva. Las piernas le temblaban.

— He leído en fuentes fidedignas que se te ha pasado por la cabeza conspirar contra la Asamblea, y contarle tus planes al resto de duendes. Según esas fuentes, pretendías usar tu magia duende para infiltrarte en mi palacio y despojar a la Asamblea de esto, de este objerto magnífico que tantas veces nos ha llevado a la victoria:

Dicho esto, sacó de la túnica un libro, el mismo que aquel día había leído en Isolacrán. Pero también el libro había cambiado mucho desde que su dueño lo llevase a Occitia con él y luego lo trajese de vuelta al bosque donde lo creó con magia. El volumen tenía ahora la portada de color granate. Y en ella aparecía, en relieve, la imagen gris de un viejo con cuernos que, mirando hacia fuera con dos ojos sin pupilas, abría la boca mostrando unos afilados dientes de pez.

— Y ahora —dijo Vérizo— yo os pregunto a todos: ¿Es que no hizo suficiente la Asamblea poniéndose a salvo de la guerra que los sagrárines libraron contra Occitia, usando los poderes que la Asamblea aprendió a tener con este libro? ¿No hizo suficiente la Asamblea creando este libro para dotarse de los poderes mágicos y de la ciencia y el conocimiento con que ahora contamos para vencer en esta contienda que dura ya año y medio? ¿No os ha llevado la Asamblea lejos, conquistando la práctica totalidad del territorio de Sagrania, el país que tanto odiáis?

Respiró hondo, y entonces dijo con toda la rabia que aún le quedaba dentro:

— ¿Es que no ha hecho ya suficiente la Asamblea perdonando vuestra lamentable traición, al haberme enviado aquel día de vuelta a mi pueblo natal, ahora ya hace un año y ocho meses, con la sola idea de advertir a los sagranios de quitarme de en medio? Recordad el horrible destino al que la Asamblea condenó a sus propios capitostes poco después. ¡Pero eso es lo que ocurre cuando se alerta al enemigo sagrarin de que uno de los nuestros ha ido a reclutar a los occitios para comenzar una invasión!

Hubo completo silencio en la llanura seca. Nadie contestó. Pero nadie esperaba que alguien fuese a tomar la palabra en la Asamblea, más que la propia Asamblea.

— Y tú, Agafur —volvió a decir Vérizo—. ¿Quieres correr la misma suerte que Hokum, Ágalon, Wolfur, Numenar y otros innombrables? He encontrado nuevas ideas en mi libro. ¿Quieres que te use como ensayo de una tortura fuwa de hace miles de años, tan antigua que hasta los fuwas la han olvidado? ¡Sería tan diferente como divertido, pues lo divertido de la diversión es que divierte lo diverso! ¿No te divierte?

Todos esperaron. Todos se lo quedaron mirando, aterrorizados.

— La Asamblea ha decidido —dijo Vérizo— que el infame acto de Agafur lleva pareja la pena máxima por los cargos de alta traición.

Todos se quedaron en silencio.

— La Asamblea se ha reunido —dijo Vérizo—. La Asamblea ha decidido. Y así se hará.

Entonces todos rodearon a Agafur, formando un círculo en torno a él, mirándolo.

— Sé que no acabáis de convenceros de la idea de convertiros en el brazo ejecutor de la justicia —les dijo Vérizo—. Pero tenéis que saber, queridos fuwas, que Agafur arrancó hace diez días unas cuantas hierbas, que él siempre ha denominado malas hierbas, del jardín de su casa

— ¿Malas hierbas? —repitió enfadado uno de los fuwas—. ¿Cómo que malas hierbas.
— ¿Jardín? —gritó otro—. ¿Jardín? ¿Tienes un jardín, maldito carcelero.
— ¡Eso es una prisión para las plantas! —dijo otro fuwa.
— ¿Qué pretendías, Agafur? —se metió Vérizo—. ¿Hacer daño a los fuwas? ¿Pasarte por el forro su íntima sensibilidad? ¿Tratar a sus semejantes como inferiores? ¿Planeabas perturbar la paz y la unidad del Nuevo Orden? ¿Hacer que perdamos la guerra, que tanto sufrimiento y sacrificio nos ha costado a todos hasta ahora?
— Yo... yo...

Con los ojos clavados en el pobre duende, los fuwas temblaban. Pero ahora ya no sólo era de pánico, sino también de ira, de la rabia que sólo una válvula de escape fácil les podía proporcionar. También los duendes lo miraban, aunque en ellos sólo el pánico tenía algún lugar. Y era a los duendes a quien Vérizo miraba ahora.

— También ha llegado a mis ojos, Agafur —añadió desde el balcón— que, no contento con malograr la confianza depositada por esta Asamblea en los duendes, trabaste amistad y alguna cosa más con una doncella sagrarin a la que contaste alguno de nuestros planes

¿Qué? —saltó uno de los duendes con gesto de asco—. ¿Es eso cierto?

Tan cierto como que la raíz cuadrada de novecientos noventa y ocho mil uno es novecientos noventa y nueve —dijo Vérizo—. Tan verdadero como que dentro de unos siglos se alzará un nuevo y poderoso rey llamado Moari que conquistará toda Momeria. ¡Tan verdadero como que el tío-abuelo de Numenar se llamaba Ostorot y fue quien inventó el sirope de olmo!
— Co... ¿cómo has sido capaz de bestialismo semejante, Agafur? —dijo otro duende—. ¿De verdad has...? ¿Con una mujer sagrarin? ¡Estás podrido!
— ¿Y ahora qué le diremos a tu mujer? —dijo otro duende.
Yo... —decía él—. Es... es mentira... es...

¿Te atreves a acusar de calumnias a la Asamblea? —dijo Vérizo—. ¿Y entonces cómo explicas esto? —añadió sacándose de la túnica un vestido de mujer sagrarin, y tirándolo a la multitud—. Se llamaba Vora, olía muy bien y comprendía el daño que sus antepasados habían infligido a los bosques en los que habitabais, y también la manera en que habían tratado a los fuwas, y también que en cierto modo merecían esa guerra. ¿No es verdad, Agafur? ¿No es verdad? ¡Atrévete a negarlo!

Los fuwas se acercaron al colorido vestido rojo y lo cogieron.

— ¡Huele a... duende! —bramó uno de los fuwas, mientras los duendes lo empezaban a mirar con rabia—. ¡Y huele a él! ¡Traidor!
— Traidor y mentiroso —dijo Vérizo—. Cargos de doble traición, desobediencia y calumnias contra la Asamblea. La Asamblea siempre tiene razón, Agafur. ¡Atención, fuwas! Hacedle lo que ya sabéis.

Poco a poco, todos los fuwas se fueron acercando a Agafur de forma cada vez más amenazadora. Y entonces, profiriendo toda clase de rugidos de rabia, todos ellos se tiraron encima de Agafur, sin que los duendes movieran un solo dedo por evitarlo.

Y los alaridos del duende, los últimos gritos desgarradores que aún profería mientras los fuwas lo despedazaban, llegaron hasta más allá de la línea verde en la que empezaban los primeros árboles.

Como lo había hecho la única voz de la Asamblea.






lunes, 29 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (XI): La guerra por el infierno

LA VENGANZA DE LAS FLORES

¡Cada lunes un capítulo! 


- Enlaces a capítulos anteriores (aunque puedes mirarlos más abajo en este mismo blog):


11. ~ LA GUERRA POR EL INFIERNO ~

Así que me encaminé hacia el suroeste, justo a la zona que los duendes y los fuwas, copiando a los sagrárines, llamaban el Extremo Oeste. El lugar en donde estaba Occitia.

Estaba muerto de miedo, pero no pensaba mucho en lo que me esperaba. Días atrás me había sentido muy nervioso, con sudores fríos que me iban y venían, a medida que se aproximaba el día en que debía partir. Pero ahora todo aquello se me había ido y, de hecho, era como si no hubiese ocurrido nunca. Ahora había muchas otras cosas que me quitaban el sueño: entre ellas, saber si era posible que una máquina a vapor tuviera fuerza suficiente para transportar a todo un pueblo.

No podía parar de mirar bajo mi brazo, donde llevaba el libro de mis experimentos. Ahí estaba la respuesta a todas las preguntas que podía formular... y que estaba formulando. No había dejado de oír voces desde que lo había leído por primera vez. Las voces me hacían preguntas, miles de preguntas a la vez, y me herían la conciencia al no poder darles respuesta. El libro ofrecía saciarlas; sin embargo, al mismo tiempo, al recordar cómo me había sentido leyéndolo, y todo lo que me había sucedido hasta vomitar, me echaba para atrás. No podía dejar de pensar en el libro y en lo mal queme sentía por no leerlo, pero a la vez me daba un miedo terrible volver a abrir sus páginas.

No fue fácil conseguir llevármelo. Fue con el pretexto de necesitarlo para distraerme cuando debiera hacer algún descanso en el viaje. Y mientras se iba decidiendo si me lo llevaba me sentí como si mi vida dependiera de ello. Los malditos fuwas se negaron a que cargase el libro conmigo: los muy imbéciles seguían obstinados en que aquello era un compendio de cadáveres, y que cualquiera que lo trajinara estaba cometiendo sacrilegio. Los duendes, en cambio, accedieron a mi petición. Pude ver, por alguno de sus gestos, que aún quedaba algo que lavar en sus conciencias. Se habían visto obligados a ponerme entre la espada y la pared con mi misión, y por mis gestos adivinaron que se me antojaba imposible. Para evitar conflictos, la Asamblea decidió permitir que me llevase el libro. Y la Asamblea nunca se equivoca. Pero estoy seguro de que habría hallado la manera de llevármelo conmigo igualmente; empequeñeciéndolo con magia, por ejemplo. De todas formas, yo es que no soportaba la idea de separarme de él: si empequeñecerlo tampoco hubiese sido posible, estoy seguro de que habría preferido darme a la fuga antes que dejarlo en mi cabaña.

Cada paso que daba hacia el sur, cada paso hacia el oeste, me acercaba al matadero. Pero yo no lo veía como tal, aunque lo fuera. Los fantasmas del pasado me volvieron al recuerdo como hienas asesinas que mordían barras de metal. En aquel desierto desolado con ínfulas de país me habían sucedido tantas cosas horribles que me sorpendió la indiferencia que sentía a entrar en ese matadero. Sí que es cierto que no debía temer por mi vida ahora que sabía hacer magia. Pero me extrañaba que me diera igual la posibilidad de fracasar en la misión.

Y no obstante... ¿Cómo haría para convencer a aquella gente de que se sumara a una guerra contra Sagrania? ¿Qué me haría la Asamblea si fracasaba? Esas y millones de preguntas más, como por ejemplo cómo combinar la magia duende con la magia del futuro, o si era posible sacar energía del uranio, invadían mi mente hasta el punto de obsesionarme.

¿Pero cómo haría para convencer a los occitios? La única respuesta, la misma que buscaba a todas mis preguntas, la tenía bajo el brazo. Pero allí en aquellos bosques, con tantas plantas y árboles viéndome y oyéndome, no me atrevía a leerlo.

Fuwas y duendes me habían propuesto apelar a la venganza contra los que, siglos atrás, habían echado a los occitios al desierto. Pero ni fuwas ni duendes sabían, claro está, que los occitios no tienen ni idea de su propia historia. A los habitantes del Extremo Oeste cualquier cosa que hubiera pasado hace más de un mes ya les traía sin cuidado. Si les hablaba de lo mal que habían sido tratados por los sagrárines, lo más probable era que me atacaran por el mero hecho de haberles dirigido la palabra. Con el único pensamiento en mente de ver si en mis ropas extranjeras llevaba algo de valor. Y si alguno me escuchase, no me creería. Sin embargo, claro está, no me atreví a decirle nada de esto a la Asamblea. La Asamblea nunca se equivoca. A la Asamblea no se le puede llevar la contraria.

Pero lo peor era la extraña sensación de vigilancia que pendía sobre mi nuca.

Me sentía observado por las plantas. Ahora que sabía que los árboles hablaban con los fuwas no sabía si podría estar tranquilo nunca más. Sabrían en todo momento dónde estaba y hacia dónde iba, y si me atrevía a poner cara de que aquello iba a salir mal, estaba seguro de que los fuwas lo sabrían también... No me atrevía a hacer nada. Por no atreverme, ni siquiera me atrevía a volver a leer el libro que llevaba conmigo. Lo cual, por cierto, casi me torturaba tanto como todo lo anterior junto.

Pero al mismo tiempo que maldecía mi suerte y me lamentaba de no poder leer mi libro, y de tener que volver a aquel yermo sin vida y sin árboles... se me encendió la luz. Si había un sitio en todo el mundo en el que fuese factible burlar la vigilancia de la Asamblea Forestal para leer mi libro... un sitio sin árboles al margen de la civilización... ese era Occitia.

De repente aceleré, con una única cosa en mente. No es que quisiera darme a la fuga, ni burlar la vigilancia de la Asamblea. Porque de la Asamblea es imposible escapar, la Asamblea nunca se equivoca. Y además a nadie, sencillamente, se le hubiera ocurrido exiliarse en un sitio tan horrible como Occitia. Antes prefería huir de aquellos fuwas y duendes en otro país. Por mucho que tuviera que pasar mis días en alerta, por mucho que en ese otro lugar hubiera árboles. No, lo que yo quería era burlar la vigilancia de los fuwas para algo muy concreto.

Atravesé bosques y montañas, campos y llanuras, pueblos y ciudades... y al final, después de semanas de trayecto, volví a encontrarme en medio del desierto. Ya nada a mi alrededor. Sólo aquellas dunas y las feas plantas deserteras que, para mi asombro, representaban la libertad y el paraíso en ese momento.

Como un chacal que roba un trozo de carroña y encuentra por fin un sitio donde comerlo, o como un par de enamorados presa de la pasión que encuentra la oportunidad en una habitación vacía, mis ojos se entregaron a ese libro abierto.

Y una vez más... volví a sentir aquel torrente de emociones y de síntomas desagradables, de modo que, por segunda vez, creí que iba a morir... y entonces tuve sueños vívidos y dolorosos, en los que volaba sobre un mar... era un mar de olas de fuego en el que perecía todo el mundo menos yo. Fue un sueño horripilante, lleno de caos y destrucción, pero que al mismo tiempo me llenaba de un alivio maquiavélico, de la sensación de que no importaba qué ocurriera a los demás si yo me salvaba.

Desperté nervioso, entre sudores. Era como si hubiese pasado, saliendo airoso de milagro, por una experiencia cercana a la muerte. Pensé que algo había ido mal y que por fin el libro había terminado conmigo. Todo el cuerpo me dolía como si se me hubieran roto todos los huesos, y tenía un frío atroz. Y como no veía nada, por unos segundos creí que me había quedado ciego. Luego me di cuenta, cuando recobré el conocimiento del todo, de que en realidad era de noche, una de esas noches, oscuras y frías, típicas de Occitia. ¿Qué había pasado?

Lo primero que hice fue buscar el libro a tientas: sentí un gran alivio al comprobar que estaba junto a mí. Aunque estaba totalmente solo, me apresuré a agarrarlo, pues en mi viaje no me separaba de él ni tan siquiera para dormir. Y por un momento odié la noche y su falta de luz, pues lo primero que pensé al tenerlo entre mis manos fue en volver a leerlo. Había saciado mi sed de respuestas, y la náusea que sentía al estar atiborrado de conocimientos sólo conocía parangón con mi satisfacción. Sin embargo, lo que aprendía me planteaba ahora más preguntas. Luego se me ocurrió que podía iluminar mi mano con magia para leer a falta de sol, pero decidí que sería más prudente quedarme a descansar aquella noche. Leer el libro me había fatigado tanto que ni siquiera podía moverme. El dolor del cuerpo era en realidad cansancio extremo más allá de todo punto insoportable, como si hubiese estado corriendo todo el día con piedras atadas a los brazos y a las piernas. Además no se me había terminado de pasar la sensación de falta de aliento, ni aquella otra de estar aún en proceso de burlar a la muerte.

Y las voces, las malditas voces, vinieron a hacerme compañía. Miles de voces hablando a la vez, impidiéndome pensar. Y esta vez, en medio de la oscuridad, venían acompañadas de imágenes. Monstruos como dragones, cocodrilos, fuwas monstruosos, formaban figuras rojas, como hechas de arañazos entre las estrellas.

Y al hacerse de día reconocí la tierra roja y pedregosa, y vi que me encontraba al otro lado del desierto. ¿Pero cómo era posible? Lo había atravesado... aunque eso explicaba por qué me dolían tanto los tobillos, por qué estaba tan cansado que no me podía ni levantar. Y aún tuve que descansar todo el resto de aquel día, y media noche, antes de levantarme de nuevo. Al horizonte rojizo de poniente divisaba ya los primeros pueblos, con aquellas casuchas de barro, con agujeros que hacen pasar por ventanas. Todo era más triste aún de lo que recordaba. Casas de barro cocido, sucias y agrietadas. Tierra seca sin plantas, sólo con alguna brizna medio muerta de sed. Peñas rocosas de color rojizo... ya estaba de vuelta.

Me seguía preocupando la reacción de los occitios. ¿Cómo iba a convencerles de invadir un país del que ni habían oído hablar? Y esperaba no tener que llegar al extremo de tentarles con magia. ¿Qué pasaría si alguno decidía abandonar Occitia como yo, y por alguna casualidad aprendía a hacerla y la enseñaba a los demás? La idea de encontrarme a ese país de bárbaros con un poder así era ya del todo insoportable.

Cuando me acerqué llamaba demasiado la atención. Iba con ropas extranjeras que había robado por el camino, y con un objeto muy extraño bajo el brazo. Además mi piel había mudado su color con el paso de los años. Seguía teniéndola rojiza, pero estaba paliducho comparado con la gente que me iba encontrando. Todo el mundo me miraba por las calles de los pueblos, como si fueran a lanzarse sobre mí en cualquier momento.

No obtuve ningún resultado. Era como predicar para chacales. Todos mis intentos terminaban de la misma forma. Intenté hablarles de lo que podían encontrar en Sagrania, o lo que podían aprender allí. Siempre parecían interesados al principio, pero yo ya los veía venir. En efecto, su fingida atención sólo era una treta para que me confiara, mientras se acercaban estudiando la manera de saltarme encima. La visión de un tipo vestido de extranjero con la cara roja, pero tan pálida, les llamaba demasiado la atención, y ofrecía demasiadas perspectivas de botín y presa fácil. Querían quitarme el libro, y eso no podía permitirlo aunque no supieran leer. De modo que, las más de las veces, tuve que usar magia para defenderme y, lejos de procurarme tranquilidad, aquello sólo hacía que atraer curiosos. Tuve que cambiar de pueblo cada vez antes de volver a intentarlo. Se mirase como se mirase, el plan estaba siendo un gran fracaso.

Con el objetivo de pasar por uno de ellos, usé mi magia para colorear mi piel tal cual estaba al principio. Luego transformé mi ropa en una piel de chacal como las que llevaba antes. Y una vez hecho esto fui a Isolacrán. Pero allí no obtuve mayor éxito. Y seguía temiendo por el libro. No encontré a nadie conocido por ninguna parte, ni siquiera a Lávice. Y ninguno de mis argumentos me hacía cosechar mejores resultados que los anteriores. ¿Qué iba a hacer en un país donde estaban acostumbrados a que todo el mundo les mintiera? Hasta mi forma de hablar había cambiado, así que a veces ni siquiera me entendían. Pero la idea de volver ante la Asamblea con las manos vacías era superior a mí.

¿Qué iba a hacer? Estaba allí preso. Si salía de Occitia, los árboles y plantas podrían decirle a los fuwas dónde me encontraba... No hice caso de las voces de mi cabeza, que me proponían toda suerte de espantosas posibilidades... entre ellas, quitarme la vida o quedarme allí para siempre. Lo que hice fue volver a donde estaba mi antigua casa, pero se había derrumbado. Cosas así pasaban de vez en cuando, por mucho que uno cuidara aquellos monstruos de barro. No tuve más remedio que vagabundear de un sitio a otro, probando suerte.

No dormía en las ciudades, prefería hacerlo fuera. Nunca estaba muy tranquilo y nunca pude huir de aquellas voces, que me preguntaban insistentes como niños, y a toda velocidad, la fecha del siguiente eclipse solar, y por qué los electrones están siempre en movimiento, y cuánto son tres mil millones dividido por cincuenta coma nueve. Pero al menos estar en el desierto, a merced de todo aquello, era mejor que vivir aterrado por lo que diría la Asamblea, o por si mi libro iba a caer en otras manos. Los chacales puede que atacasen por la noche, pero al menos con mi magia yo podía protegerme. Y seguro que no me querrían quitar el libro.

Pero en estas que, un buen día, las voces me despertaron a gritos, alertándome de un peligro inminente. Alguien, que no sé si era real o si lo imaginé, me dijo que mirase hacia oriente. Al principio no vi nada, pero al cabo de un buen rato vi una raya oscura que cubría el horizonte. Era como un mar de color negro que inundaba la planicie. No podía creer lo que veía. Lanzas, espadas, bastos, hondas, piedras, armaduras... Nada menos que un ejército, el ejército de Sagrania. Pero... ¿cómo era posible? En miles de años, a nadie se le había ocurrido la estúpida idea de invadir el desierto...

Corrí a la ciudad más próxima a avisar a los occitios. Esta vez sí que me hicieron caso, en cuanto cieron que lo que les decía era verdad.

Los primeros ataques se sucedieron con lanzamientos de jabalina, apedreamientos de las catapultas que destruían las frágiles casas, soldados armados corriendo por las calles con sus imponentes y brillantes armaduras, cascos, lanzas, escudos, espadas. La población huía en todas direcciones, o trataba de hacer frente a los ataques por sus propios medios. Pero muchos acabaron atravesados, agonizando en charcos de sangre, en medio de aquel mar de destrucción.

Y entonces, al calor del fuego que se formaba a mi alrededor, comprobé lo que me dijo la Asamblea sobre lo que recordaban de pasadas guerras: El ejército de Sagrania contaba con la ayuda de los nobles más duchos en el arte de la magia. Vi sus enormes rayos de magia, grandes como cañonazos, arrasando las casas de Isolacrán y matando a la gente a decenas, atacando a los pequeños grupos de milicia occitia que se formaban de manera espontánea. Entretanto, la infantería avanzaba. Al llenar los soldados la ciudad, los occitios se defendieron con toda su fiereza de aquellos hombres acorazados que iban armados con lanzas, espadas, arcos y hachas. Pese a que los vecinos no tenían armas, su fiereza y fuerza física sorprendió al enemigo. La gente cogía piedras y se despachaba a gusto con los sagrárines. Cualquier cosa servía, hasta los cascotes de sus propias casa derruidas. Vi peleas y reyertas por toda la ciudad. Hombres, mujeres, niños, todos los occitios tomaban parte en la carnicería, y hacían gala de una agresividad que significó un gran número de bajas en el enemigo. Pero estaban luchando contra hombres armados y, para entonces, los rayos mágicos del enemigo habían causado una verdadera carnicería y un baño de sangre entre la población local, y los de mi ciudad contaban con inferioridad numérica. Por no hablar de la gran desventaja de no poseer escudos ni armas como sí tenían nuestros atacantes.

Al principio no hice nada al ver a los occitios peleando con gente que los iba atravesando con sus espadas. Mi mayor preocupación era alejarme para no resultar herido. Usando mi magia para umentar mi velocidad, pasé de un sitio a otro manteniendo el libro a salvo. Pero a cada puñalada que veía clavarse, algo en mí también sentía la hoja del mismo modo. Puede que aquel fuera el peor país del mundo, pero seguía siendo el mío. Había llegado el momento de actuar.

Tuve que hacerlo con una sola mano, mientras sostenía el libro con la otra. Los rayos de magia y la telekinesia que utilicé contra el ejército sagrarin sorprendió al enemigo hasta el punto de hacer que en él saltaran todas las alarmas. Las explosiones que provocaba hacían saltar por los aires a aquellos hombres armados, algunos de ellos con pedazos de su cuerpo yendo libres por el cielo. Me sorprendí a mí mismo de la energía que salía de mis manos en forma de bolas de fuego. Leer mi libro había tenido algo que ver, por supuesto: no era sólo de conocimientos científicos de lo que se había llenado mi mente, sino también de conocimientos mágicos. Sólo que yo no me había dado cuenta hasta entonces. En mis ataques tuve que usar más veces la telekinesia para protegerme, así como escudos protectores de magia, y huir varias veces antes de buscar un nuevo sitio desde el cual volver a atacar. Porque el occitio que hacía magia llamó la atneción, y se convirtió enseguida en la diana de todas las flechas enemigas.

Durante un buen rato lo hice bien. Logré salvar a muchos de los míos y frustrar muchos ataques sagrárines. Picas y espadas se volvieron contra ellos, al tiempo que decenas de escudos se elevaban por los aires y cambiaban de bando, cayendo junto a mis congéneres. Entretanto, los cadáveres de unos y otros se amontonaban en las plazas. Pero no podría seguir así por mucho tiempo. Poco a poco, se me iba terminando la energía. Y necesitaba algo de ella para escapar de aquel infierno... si es que lo lograba.

Pero si escapaba, entonces... ¿qué pasaría con la misión que me había encomendado la Asamblea? Y no lo había pensado estando como estaba en medio del fragor de una batalla, pero... ahora que lo pensaba, ¿qué demonios hacía en Occitia el ejército de Sagrania?

Entonces, un mortífero rayo de color verde me acertó en el hombro. Mi libro cayó al suelo, y ya no vi ni pensé nada: un gran dolor, muy superior a nada que pudiera describir, me había arrancado de la realidad, me transportaba a otro mundo. En mi dolor miré hacia la procedencia de aquel fulgor verde, y vi una mano apuntándome. Desde lejos, uno de los nobles de Sagrania me había derribado...

Me encorvé en el suelo, aullando de dolor. Miré furtivamente el libro. Seguía conmigo. Intenté cogerlo, pero no tenía con qué. Luego pude ver formarse un charco de sangre en el mismo suelo en el que yo me retorcía y me di cuenta de lo que pasaba: había perdido el brazo derecho.

Reaccionar en un momento como ese no se consigue así como así. Pero al final, con todo el esfuerzo del que fui capaz, me levanté. Cogí el libro con el brazo izquierdo, salí corriendo y me escondí tras una casa medio derruida. Allí usé mi magia para taponar la enorme herida de mi brazo, que suturó en cuestión de segundos. Pero apenas me quedaba magia para curarme del todo, pues los daños no se limitaban sólo al brazo, y tenía heridas por todo el cuerpo. Y aunque hubiera sabido cómo, no habría podido pegarme el brazo de nuevo al cuerpo. Mi brazo derecho había desaparecido. La magia lo había fulminado, lo hbía convertido en poco más que ceniza.

Ya no me quedaban fuerzas. Iba a terminar mis días en aquella guerra.

A mi alrededor seguía la masacre. No pude creer lo que veía. Los soldados mataban hombres, mujeres, niños... Por todas partes estaba teniendo una orgía de dolor y destrucción que no tenía fin... Los golpes y peleas de la contienda, los gritos desgarradores de los vencidos, las explosiones de magia que estallaban a mi alrededor. Apenas pude, con mi fino oído, captar una arenga lejana que entonces deseé haberme imaginado:

— ¡Está allí, tras esa casa! ¡El de la magia! ¡Tiren a matar!

Pero en cualquier caso yo estaba perdido. Había perdido el brazo y no me quedaban apenas fuerza, energía ni magia. Iba morir. Justo en el sitio que me había jurado no volver a pisar...

No sé si fue el asco que experimenté al pensar en ello, el miedo a morir, la desesperación de ver a mi pueblo sufriendo de aquella manera... o si fueron las ganas de saciar mi nueva obsesión. No sé qué me movió a tomar el paso. Creo que, en realidad, me lo pedían cuerpo y mente. Estaba enganchado. Llevaba pensando en ello sin parar desde... desde la primera vez que lo leí, a decir verdad. Y me di cuenta de que, si mi obsesión por él se había desvanecido en la última hora fue por una razón muy sencilla. Que, en el fragor de la batalla, apenas había tenido tiempo de pensar en otra cosa.

Por no mencionar que, si leía el libro, entonces podría ser la última cosa que hacía en la vida...

Pero después de todo... ¿qué podía hacer si no?

Y entonces un fuerte relámpago rojo cegó mi visión, y un potente trueno perforó mis oídos. Como una metralla, cascotes y piedrecitas golpearon, entraron e hicieron cortes en cada zona de mi cuerpo que pudieron encontrar. Lleno de heridas, con el cuerpo echando hilos de sangre y arenilla metida en los ojos por todas partes, apenas pude ver... tenía piedras y cascotes por la espalda, medio enterrado como estaba. A juzgar por lo poco que vi, todo estaba lleno de una gran humareda... los ojos me lloraban. En cuanto el humo se disipó dejó ver que, allá en el mismo sitio donde habían estado las ruinas de la casa tras la que me había refugiado, ahora había un cráter.

Me entró tal ataque de pánico y de rabia que no me lo pensé un segundo más.

Abrí el libro, y todo lo de alrededor se evaporó al instante. Las voces del interior de mi cabeza, que hasta ahora había podido ignorar con los ruidos de la guerra, volvieron a mí gritando a voz en cuello todas a la vez.

Todo el cuerpo me ardió, como si mil pellizcos tirasen de él.

La vista se me nubló, y me entró un temblor tan fuerte que sentí que me moría.