Para ayudar al lector en la navegación de capítulo a capítulo de LA VENGANZA DE LAS FLORES, preludio y novela anterior en el tiempo a EL REFLEJO DE LOS DIOSES, actualmente en construcción, procedemos a facilitarle la presente
Años después, justo en
el lugar del bosque en que años atrás los fuwas habían celebrado
un juicio contra Vérizo, justo en el claro donde se reunía la
Asamblea, ya no había nada de vegetación. Ni árboles ni arbustos
ni hierba, nada, ahora ya no había nada por ninguna parte en
kilómetros a la redonda.
En su lugar, una gran
planicie de tierra seca, un paisaje monótono de arena y piedras, se
extendía hasta un horizonte verde que había a su alrededor, en el
que por fin comenzaba otra vez la masa forestal. El claro de la
Asamblea parecía una especie de isla amarilla flotando en un océano
verde. Un desierto rodeado de selvas. En aquel yermo, como por efecto
de una extraña maldición, no crecía un mísero hierbajo. Como si
alguien hubiese inaugurado una sucursal de Occitia en medio del
frondoso bosque.
¿Y no había nada en
absoluto allí? No exactamente. Justo en medio, un enorme palacio de
un intenso y reluciente color verde ocupaba el centro de la zona.
Por dentro, aquel palacio
verde era alto y ancho como una catedral. Tenía ventanales inmensos
a través de los que se podían ver amplios salones con columnas que
aguantaban arcos y vueltas. Y todas las paredes, columnas y arcos
estaban hechas del mismo extraño material verde traslúcido. Como si
el palacio estuviera hecho de esmeraldas. O de un hielo lleno de
plancton, cristal coloreado o caramelo de menta. Por esta misma
razón, no era necesario asomarse a las ventanas para ver si había
algo detrás. Era posible ver algo a través de las traslúcidas
paredes verdes del palacio, como si de vidrio esmerilado se tratase.
Y cualquiera que se hubiera atrevido a aventurarse al solitario
palacio en medio del desierto en medio del profundo bosque hubiera
visto que una sombra se movía en el interior de las paredes verdes.
Sin embargo, el aparente
lujo de dentro contrastaba con su aspecto exterior. Desde fuera, el
palacio de la Asamblea ofrecía el mismo aspecto de cualquier inmunda
casa de barro como las que ya no se hacían en la arrasada Isolacrán,
ahora reducida a un mar de piedras cubierto de arena.
Fuera, en el pequeño
desierto rodeado de bosque, reinaba un gran silencio. No había un
alma alrededor de aquel extraño palacio que destacaba monolítico en
la extensión de tierra seca. Sólo el viento mecía los árboles del
bosque en la distancia, al tiempo que levantaba finos granos de arena
del suelo. Hasta que, de repente...
— ¡ASAMBLEA...!
—tronó una voz potente que resonó muy fuerte y lejana en medio
del extenso claro.
Y entonces, como si
alguien los hubiera puesto firmes, los lejanos árboles del horizonte
se dejaron de mecer pese al viento. Ni siquiera sus hojas parecieron
obedecer la fuerza de la brisa.
Entonces, el silencio dio
paso a un gran ruido de pasos, de una multitud de seres que corrían
en dirección a la explanada desértica.
Grupos enteros de fuwas
vinieron corriendo desde todas partes del bosque, directos al centro
de la explanada, justo en dirección al palacio. A ellos se les unió
un nutrido grupo de duendes que, al no tener ramas por las que
saltar, corrieron por la arena. Y a medida que iban llegando se
inclinaban ante el palacio verde, sin moverse para nada más una vez
adoptada la postura.
Poco a poco, pese a que
venían corriendo como si les fuera la vida en ello, aquel rebaño de
gente inclinada, congregado ante la puerta del palacio, fue creciendo
más y más. Uno a uno, todo fuwa o duende llegaba y se inclinaba
mientras recuperaba el aliento. Así hasta formar un grupo menos
numeroso que el de la antigua Asamblea Forestal.
Durante un buen rato,
nadie levantó la cabeza ni abrió la boca para hablar. Una calma
sorprendente en un lugar en el que había tanta gente. Y así
estuvieron, por lo menos, diez larguísimos minutos en los que se
mantuvieron a la espera, con la cabeza bien gacha.
— ¡Tú! —gritó de
repente la misma voz que había convocado la Asamblea—. ¡Agafur,
el duende! ¡Sí, te estoy hablando a ti, que eres Agafur y eres un
duende! ¡Levántate, a no ser que quieras desafiarme quedándote de
rodillas!
La voz procedía del
palacio. Al instante, el mencionado duende se puso en pie sobre los
demás en posición de firmes. Con gesto nervioso, respirando a
breves bocanadas, alzó la vista hacia el balcón que coronaba la
entrada del palacio.
Por la puerta del balcón
que entraba en el palacio, caminando hacia la balustrada sobre la que
apoyó los brazos, la figura que había estado morando por el
interior del palacio verde y traslúcido se asomó por el balcón.
Vérizo había cambiado
mucho desde la guerra. El brazo derecho que había perdido en la
batalla por Isolacrán volvía a estar en su sitio. Todas las heridas
y cicatrices que había arrastrado desde Occitia se habían curado,
habían desaparecido. También sus dientes habían vuelto a crecer, y
ya no era el desdentado occitiense de siempre.
Algo más había cambiado
en su aspecto, y no sólo por los pantalones de duende o por la
exquisita túnica fuwa de Hokum con que ahora se vestía. Su pelo,
originalmente de un negro azabache, ahora estaba lleno de canas.
Sin embargo, lo que más
le habían cambiado eran los ojos, y no sólo por las legañas como
ladrillos que ya nunca se limpiaba o por las ojeras, cada vez más
grandes y oscuras, que arrastraba desde hacía meses. Sus iris habían
perdido el color ámbar, y ahora Vérizo miraba al mundo desde dos
ojos de color gris, uno más blanco que el otro. Además se había
vuelto bizco, y mientras uno de sus ojos miraba a la izquierda, el
otro enfocaba a la derecha. Todo aquello, unido a una boca sonriente
pero abierta, como si fuese tonto, hubiera podido parecer cómico,
pero en realidad le daban un aterrador aspecto de viejo demente.
Desde allí contempló a
la multitud que había acudido y luego al propio Agafur, el duende,
que allí seguía en pie.
— Ya podéis
levantaros todos —dijo en un susurro casi inaudible.
Y al instante todos
abandonaron la posición de reverencia y se pusieron en pie. Mientras
se les oía levantarse todos a la vez sobre la arena, Vérizo sonrió.
Estaba seguro de que iban a hacerlo. Tan bien lo sabía como
conciencia tenía de lo asustados que estaban.
— Estimados
compañeros, fuwas y duendes —dijo entonces en voz bien alta—.
Debo felicitaros por lo bien que estáis llevando esta guerra contra
los sagrárines.
No hubo respuesta, pero
Vérizo ya sabía que no iba a haberla.
— No obstante, nuestra
situación es precaria. De no ser por los soplos y las pistas que os
he ido proporcionando, tiempo haría ya que el Nuevo Orden habría
sido vencido por nuestros adversarios. Y esto es tan cierto como que
nuestro planeta es redondo, tan verdadero como que el universo está
en expansión, tan irrefutable como que la luz viaja a 299.792.458
metros por segundo. Tan cierto como que dos de vosotros pensarán en
desertar de nuestro bando pasado mañana y la semana que viene,
respectivamente.
Más silencio. Vérizo
miró alrededor, disfrutando del momento. Sabía que estaban cada vez
más asustados.
— Comparecéis ante
esta Asamblea porque habéis venido aquí, pues de otro modo
estaríais en otro lado. Y también porque debéis saber que habrá
un ataque la semana que viene en pleno Sagrarin, desde el oeste, con
la intención de derrocar al gobierno títere que hemos puesto. Las
tropas insurrectas vendrán desde el oeste con un contingente de
magos reforzando por el sur, desde las montañas. Pero los fuwas
preguntaréis a los árboles del bosque de los alrededores, y
sabréis la posición exacta de las tropas enemigas en todo momento.
Y los duendes os podréis infiltrar con vuestra magia en sus
campamentos, y atacar como unos buenos guerrilleros a los magos que
vendrán. Y así, una vez más, lograremos preservar nuestro dominio
sobre el país que durante tantos años os ha oprimido. Sé que
habéis comprendido la estrategia, es sencillo, simple, fácil de
recordar. Magos desde el sur, tropas desde el oeste, eso es lo que
hay que recordar.
Vérizo dejó pasar unos
segundos, los que sabía que sus fieles aún necesitaban para
terminar de memorizar aquello. Cuando calculó que había pasado el
tiempo suficiente, añadió:
— De todas formas, sé
que el enemigo ha descubierto nuestro escondite, y que sabe dónde
mora la Asamblea. Su magia es poderosa y son muy numerosos, mucho
más que nosotros. Sin embargo, he diseñado también, con ayuda de
la magia que he aprendido de mi libro, una nueva arma que nos
ayudará a defender el bosque de esas hordas invasoras.
Entonces sacó de su
túnica un gran tarro de cristal, en cuyo interior correteaban unos
extraños animales del tamaño de ratas. Luego abrió el tarro y,
para sorpresa de todos, las pequeñas ratas comenzaron a volar en
todas direcciones. De esta forma, los presentes vieron que no se
trataba de ratas. ¡Eran avispas! Grandes avispas que producían un
fortísimo zumbido al aletear, como si fueran sierras circulares
cortando metal. Enormes avispas que empezaron a revolotear sobre las
cabezas de la multitud, cuyos duendes y fuwas se apartaban de ellas
sorprendidos y asustados.
— ¡Ja, ja, ja, ja!
—rió Vérizo—. Ya sé que son grandes, pero no debéis tenerles
miedo. Están amaestradas y no os picarán. Lo sé porque las he
criado yo. De momento he conseguido que estas avispas comprendan
todo aquello que les digo. ¿No son increíbles? Estoy
experimentando con un nuevo grupo de ellas, y estoy intentando
crearlas más grandes e inteligentes. ¡Pronto contaremos con un
nuevo ejército para nosotros solos! ¿Qué os parece? ¡Bueno, ya
es suficiente! ¡Volved aquí! —gritó.
Enseguida las avispas
volvieron con él y se metieron en el tarro. Los fuwas y duendes, por
otro lado, aún se sacudían y se recolocaban de nuevo, pues el
revoloteo de los grandes insectos había provocado un gran revuelo.
Pero entonces Vérizo volvió a tomar la palabra, y el poco ruido de
arena crujiendo bajo pies que aún se oía enmudeció de repente.
— Sabía que
volverían. Las he hecho muy obedientes. Sin embargo, existe otra
razón por la cual la Asamblea os ha convocado. Han llegado a oídos
de la Asamblea, duende Agafur, o quizá diría mejor que han llegado
hasta ojos de la Asamblea... noticias alarmantes de tu parte.
El duende Agafur tragó
saliva. Las piernas le temblaban.
— He leído en fuentes
fidedignas que se te ha pasado por la cabeza conspirar contra la
Asamblea, y contarle tus planes al resto de duendes. Según esas
fuentes, pretendías usar tu magia duende para infiltrarte en mi
palacio y despojar a la Asamblea de esto, de este objerto magnífico
que tantas veces nos ha llevado a la victoria:
Dicho esto, sacó de la
túnica un libro, el mismo que aquel día había leído en Isolacrán.
Pero también el libro había cambiado mucho desde que su dueño lo
llevase a Occitia con él y luego lo trajese de vuelta al bosque
donde lo creó con magia. El volumen tenía ahora la portada de color
granate. Y en ella aparecía, en relieve, la imagen gris de un viejo
con cuernos que, mirando hacia fuera con dos ojos sin pupilas, abría
la boca mostrando unos afilados dientes de pez.
— Y ahora —dijo
Vérizo— yo os pregunto a todos: ¿Es que no hizo suficiente la Asamblea poniéndose a salvo de la guerra que los sagrárines libraron contra Occitia, usando los poderes que la Asamblea aprendió a tener con este libro? ¿No hizo suficiente la Asamblea creando este libro
para dotarse de los poderes mágicos y de la ciencia y el
conocimiento con que ahora contamos para vencer en esta contienda
que dura ya año y medio? ¿No os ha llevado la Asamblea lejos,
conquistando la práctica totalidad del territorio de Sagrania, el
país que tanto odiáis?
Respiró hondo, y
entonces dijo con toda la rabia que aún le quedaba dentro:
— ¿Es que no ha hecho
ya suficiente la Asamblea perdonando vuestra lamentable traición,
al haberme enviado aquel día de vuelta a mi pueblo natal, ahora ya
hace un año y ocho meses, con la sola idea de advertir a los
sagranios de quitarme de en medio? Recordad el horrible destino al
que la Asamblea condenó a sus propios capitostes poco después.
¡Pero eso es lo que ocurre cuando se alerta al enemigo sagrarin de
que uno de los nuestros ha ido a reclutar a los occitios para
comenzar una invasión!
Hubo completo silencio en
la llanura seca. Nadie contestó. Pero nadie esperaba que alguien
fuese a tomar la palabra en la Asamblea, más que la propia Asamblea.
— Y tú, Agafur
—volvió a decir Vérizo—. ¿Quieres correr la misma suerte que
Hokum, Ágalon, Wolfur, Numenar y otros innombrables? He encontrado
nuevas ideas en mi libro. ¿Quieres que te use como ensayo de una
tortura fuwa de hace miles de años, tan antigua que hasta los fuwas
la han olvidado? ¡Sería tan diferente como divertido, pues lo
divertido de la diversión es que divierte lo diverso! ¿No te
divierte?
Todos esperaron. Todos se
lo quedaron mirando, aterrorizados.
— La Asamblea ha
decidido —dijo Vérizo— que el infame acto de Agafur lleva
pareja la pena máxima por los cargos de alta traición.
Todos se quedaron en
silencio.
— La Asamblea se ha
reunido —dijo Vérizo—. La Asamblea ha decidido. Y así se hará.
Entonces todos rodearon a
Agafur, formando un círculo en torno a él, mirándolo.
— Sé que no acabáis
de convenceros de la idea de convertiros en el brazo ejecutor de la
justicia —les dijo Vérizo—. Pero tenéis que saber, queridos
fuwas, que Agafur arrancó hace diez días unas cuantas hierbas, que
él siempre ha denominado malas hierbas, del jardín de su
casa
— ¿Malas
hierbas? —repitió enfadado uno de los fuwas—. ¿Cómo que
malas hierbas.
— ¿Jardín?
—gritó otro—. ¿Jardín? ¿Tienes un jardín, maldito
carcelero.
— ¡Eso es una prisión
para las plantas! —dijo otro fuwa.
— ¿Qué pretendías,
Agafur? —se metió Vérizo—. ¿Hacer daño a los fuwas? ¿Pasarte
por el forro su íntima sensibilidad? ¿Tratar a sus semejantes como
inferiores? ¿Planeabas perturbar la paz y la unidad del Nuevo
Orden? ¿Hacer que perdamos la guerra, que tanto sufrimiento y
sacrificio nos ha costado a todos hasta ahora?
— Yo... yo...
Con los ojos clavados en
el pobre duende, los fuwas temblaban. Pero ahora ya no sólo era de
pánico, sino también de ira, de la rabia que sólo una válvula de
escape fácil les podía proporcionar. También los duendes lo
miraban, aunque en ellos sólo el pánico tenía algún lugar. Y era
a los duendes a quien Vérizo miraba ahora.
— También ha llegado
a mis ojos, Agafur —añadió desde el balcón— que, no contento
con malograr la confianza depositada por esta Asamblea en los
duendes, trabaste amistad y alguna cosa más con una doncella
sagrarin a la que contaste alguno de nuestros planes
—¿Qué? —saltó
uno de los duendes con gesto de asco—. ¿Es eso cierto?
—Tan cierto como que
la raíz cuadrada de novecientos noventa y ocho mil uno es
novecientos noventa y nueve —dijo Vérizo—. Tan verdadero como
que dentro de unos siglos se alzará un nuevo y poderoso rey llamado
Moari que conquistará toda Momeria. ¡Tan verdadero como que el
tío-abuelo de Numenar se llamaba Ostorot y fue quien inventó el
sirope de olmo!
— Co... ¿cómo has
sido capaz de bestialismo semejante, Agafur? —dijo otro duende—.
¿De verdad has...? ¿Con una mujer sagrarin? ¡Estás podrido!
— ¿Y ahora qué le
diremos a tu mujer? —dijo otro duende.
—Yo... —decía él—.
Es... es mentira... es...
—¿Te atreves a
acusar de calumnias a la Asamblea? —dijo Vérizo—. ¿Y entonces
cómo explicas esto? —añadió sacándose de la túnica un vestido
de mujer sagrarin, y tirándolo a la multitud—. Se llamaba Vora,
olía muy bien y comprendía el daño que sus antepasados habían
infligido a los bosques en los que habitabais, y también la manera
en que habían tratado a los fuwas, y también que en cierto modo
merecían esa guerra. ¿No es verdad, Agafur? ¿No es verdad?
¡Atrévete a negarlo!
Los fuwas se acercaron al
colorido vestido rojo y lo cogieron.
— ¡Huele a... duende!
—bramó uno de los fuwas, mientras los duendes lo empezaban a
mirar con rabia—. ¡Y huele a él! ¡Traidor!
— Traidor y mentiroso
—dijo Vérizo—. Cargos de doble traición, desobediencia y
calumnias contra la Asamblea. La Asamblea siempre tiene
razón, Agafur. ¡Atención, fuwas! Hacedle lo que ya sabéis.
Poco a poco, todos los
fuwas se fueron acercando a Agafur de forma cada vez más
amenazadora. Y entonces, profiriendo toda clase de rugidos de rabia,
todos ellos se tiraron encima de Agafur, sin que los duendes movieran
un solo dedo por evitarlo.
Y los alaridos del
duende, los últimos gritos desgarradores que aún profería mientras
los fuwas lo despedazaban, llegaron hasta más allá de la línea
verde en la que empezaban los primeros árboles.
Así que me encaminé
hacia el suroeste, justo a la zona que los duendes y los fuwas, copiando a los sagrárines, llamaban el Extremo Oeste. El lugar en donde estaba Occitia.
Estaba muerto de miedo,
pero no pensaba mucho en lo que me esperaba. Días atrás me había
sentido muy nervioso, con sudores fríos que me iban y venían, a
medida que se aproximaba el día en que debía partir. Pero ahora
todo aquello se me había ido y, de hecho, era como si no hubiese
ocurrido nunca. Ahora había muchas otras cosas que me quitaban el
sueño: entre ellas, saber si era posible que una máquina a vapor
tuviera fuerza suficiente para transportar a todo un pueblo.
No podía parar de mirar
bajo mi brazo, donde llevaba el libro de mis experimentos. Ahí
estaba la respuesta a todas las preguntas que podía formular... y
que estaba formulando. No había dejado de oír voces desde que lo
había leído por primera vez. Las voces me hacían preguntas, miles
de preguntas a la vez, y me herían la conciencia al no poder darles
respuesta. El libro ofrecía saciarlas; sin embargo, al mismo tiempo,
al recordar cómo me había sentido leyéndolo, y todo lo que me
había sucedido hasta vomitar, me echaba para atrás. No podía dejar
de pensar en el libro y en lo mal queme sentía por no leerlo, pero a
la vez me daba un miedo terrible volver a abrir sus páginas.
No fue fácil conseguir
llevármelo. Fue con el pretexto de necesitarlo para distraerme
cuando debiera hacer algún descanso en el viaje. Y mientras se iba
decidiendo si me lo llevaba me sentí como si mi vida dependiera de
ello. Los malditos fuwas se negaron a que cargase el libro conmigo:
los muy imbéciles seguían obstinados en que aquello era un
compendio de cadáveres, y que cualquiera que lo trajinara estaba
cometiendo sacrilegio. Los duendes, en cambio, accedieron a mi
petición. Pude ver, por alguno de sus gestos, que aún quedaba algo
que lavar en sus conciencias. Se habían visto obligados a ponerme
entre la espada y la pared con mi misión, y por mis gestos
adivinaron que se me antojaba imposible. Para evitar conflictos, la
Asamblea decidió permitir que me llevase el libro. Y la Asamblea
nunca se equivoca. Pero estoy seguro de que habría hallado la manera
de llevármelo conmigo igualmente; empequeñeciéndolo con magia, por
ejemplo. De todas formas, yo es que no soportaba la idea de separarme
de él: si empequeñecerlo tampoco hubiese sido posible, estoy seguro
de que habría preferido darme a la fuga antes que dejarlo en mi
cabaña.
Cada paso que daba hacia
el sur, cada paso hacia el oeste, me acercaba al matadero. Pero yo no
lo veía como tal, aunque lo fuera. Los fantasmas del pasado me
volvieron al recuerdo como hienas asesinas que mordían barras de
metal. En aquel desierto desolado con ínfulas de país me habían
sucedido tantas cosas horribles que me sorpendió la indiferencia que
sentía a entrar en ese matadero. Sí que es cierto que no debía
temer por mi vida ahora que sabía hacer magia. Pero me extrañaba
que me diera igual la posibilidad de fracasar en la misión.
Y no obstante... ¿Cómo
haría para convencer a aquella gente de que se sumara a una guerra
contra Sagrania? ¿Qué me haría la Asamblea si fracasaba? Esas y
millones de preguntas más, como por ejemplo cómo combinar la magia
duende con la magia del futuro, o si era posible sacar energía del
uranio, invadían mi mente hasta el punto de obsesionarme.
¿Pero cómo haría para
convencer a los occitios? La única respuesta, la misma que buscaba a
todas mis preguntas, la tenía bajo el brazo. Pero allí en aquellos
bosques, con tantas plantas y árboles viéndome y oyéndome, no me
atrevía a leerlo.
Fuwas y duendes me habían
propuesto apelar a la venganza contra los que, siglos atrás, habían
echado a los occitios al desierto. Pero ni fuwas ni duendes sabían,
claro está, que los occitios no tienen ni idea de su propia
historia. A los habitantes del Extremo Oeste cualquier cosa que
hubiera pasado hace más de un mes ya les traía sin cuidado. Si les
hablaba de lo mal que habían sido tratados por los sagrárines, lo
más probable era que me atacaran por el mero hecho de haberles
dirigido la palabra. Con el único pensamiento en mente de ver si en
mis ropas extranjeras llevaba algo de valor. Y si alguno me
escuchase, no me creería. Sin embargo, claro está, no me atreví a
decirle nada de esto a la Asamblea. La Asamblea nunca se equivoca. A
la Asamblea no se le puede llevar la contraria.
Pero lo peor era la
extraña sensación de vigilancia que pendía sobre mi nuca.
Me sentía observado por
las plantas. Ahora que sabía que los árboles hablaban con los fuwas
no sabía si podría estar tranquilo nunca más. Sabrían en todo
momento dónde estaba y hacia dónde iba, y si me atrevía a poner
cara de que aquello iba a salir mal, estaba seguro de que los fuwas
lo sabrían también... No me atrevía a hacer nada. Por no
atreverme, ni siquiera me atrevía a volver a leer el libro que
llevaba conmigo. Lo cual, por cierto, casi me torturaba tanto como
todo lo anterior junto.
Pero al mismo tiempo que
maldecía mi suerte y me lamentaba de no poder leer mi libro, y de
tener que volver a aquel yermo sin vida y sin árboles... se me
encendió la luz. Si había un sitio en todo el mundo en el que fuese
factible burlar la vigilancia de la Asamblea Forestal para leer mi
libro... un sitio sin árboles al margen de la civilización... ese
era Occitia.
De repente aceleré, con
una única cosa en mente. No es que quisiera darme a la fuga, ni
burlar la vigilancia de la Asamblea. Porque de la Asamblea es
imposible escapar, la Asamblea nunca se equivoca. Y además a nadie,
sencillamente, se le hubiera ocurrido exiliarse en un sitio tan
horrible como Occitia. Antes prefería huir de aquellos fuwas y
duendes en otro país. Por mucho que tuviera que pasar mis días en
alerta, por mucho que en ese otro lugar hubiera árboles. No, lo que
yo quería era burlar la vigilancia de los fuwas para algo muy
concreto.
Atravesé bosques y
montañas, campos y llanuras, pueblos y ciudades... y al final,
después de semanas de trayecto, volví a encontrarme en medio del
desierto. Ya nada a mi alrededor. Sólo aquellas dunas y las feas
plantas deserteras que, para mi asombro, representaban la libertad y
el paraíso en ese momento.
Como un chacal que roba
un trozo de carroña y encuentra por fin un sitio donde comerlo, o
como un par de enamorados presa de la pasión que encuentra la
oportunidad en una habitación vacía, mis ojos se entregaron a ese
libro abierto.
Y una vez más... volví
a sentir aquel torrente de emociones y de síntomas desagradables, de
modo que, por segunda vez, creí que iba a morir... y entonces tuve
sueños vívidos y dolorosos, en los que volaba sobre un mar... era
un mar de olas de fuego en el que perecía todo el mundo menos yo.
Fue un sueño horripilante, lleno de caos y destrucción, pero que al
mismo tiempo me llenaba de un alivio maquiavélico, de la sensación
de que no importaba qué ocurriera a los demás si yo me salvaba.
Desperté nervioso, entre
sudores. Era como si hubiese pasado, saliendo airoso de milagro, por
una experiencia cercana a la muerte. Pensé que algo había ido mal y
que por fin el libro había terminado conmigo. Todo el cuerpo me
dolía como si se me hubieran roto todos los huesos, y tenía un frío
atroz. Y como no veía nada, por unos segundos creí que me había
quedado ciego. Luego me di cuenta, cuando recobré el conocimiento
del todo, de que en realidad era de noche, una de esas noches,
oscuras y frías, típicas de Occitia. ¿Qué había pasado?
Lo primero que hice fue
buscar el libro a tientas: sentí un gran alivio al comprobar que
estaba junto a mí. Aunque estaba totalmente solo, me apresuré a
agarrarlo, pues en mi viaje no me separaba de él ni tan siquiera
para dormir. Y por un momento odié la noche y su falta de luz, pues
lo primero que pensé al tenerlo entre mis manos fue en volver a
leerlo. Había saciado mi sed de respuestas, y la náusea que sentía
al estar atiborrado de conocimientos sólo conocía parangón con mi
satisfacción. Sin embargo, lo que aprendía me planteaba ahora más
preguntas. Luego se me ocurrió que podía iluminar mi mano con magia
para leer a falta de sol, pero decidí que sería más prudente
quedarme a descansar aquella noche. Leer el libro me había fatigado
tanto que ni siquiera podía moverme. El dolor del cuerpo era en
realidad cansancio extremo más allá de todo punto insoportable,
como si hubiese estado corriendo todo el día con piedras atadas a
los brazos y a las piernas. Además no se me había terminado de
pasar la sensación de falta de aliento, ni aquella otra de estar aún
en proceso de burlar a la muerte.
Y las voces, las malditas
voces, vinieron a hacerme compañía. Miles de voces hablando a la
vez, impidiéndome pensar. Y esta vez, en medio de la oscuridad,
venían acompañadas de imágenes. Monstruos como dragones,
cocodrilos, fuwas monstruosos, formaban figuras rojas, como hechas de
arañazos entre las estrellas.
Y al hacerse de día
reconocí la tierra roja y pedregosa, y vi que me encontraba al otro
lado del desierto. ¿Pero cómo era posible? Lo había atravesado...
aunque eso explicaba por qué me dolían tanto los tobillos, por qué
estaba tan cansado que no me podía ni levantar. Y aún tuve que
descansar todo el resto de aquel día, y media noche, antes de
levantarme de nuevo. Al horizonte rojizo de poniente divisaba ya los
primeros pueblos, con aquellas casuchas de barro, con agujeros que
hacen pasar por ventanas. Todo era más triste aún de lo que
recordaba. Casas de barro cocido, sucias y agrietadas. Tierra seca
sin plantas, sólo con alguna brizna medio muerta de sed. Peñas
rocosas de color rojizo... ya estaba de vuelta.
Me seguía preocupando la
reacción de los occitios. ¿Cómo iba a convencerles de invadir un
país del que ni habían oído hablar? Y esperaba no tener que llegar
al extremo de tentarles con magia. ¿Qué pasaría si alguno decidía
abandonar Occitia como yo, y por alguna casualidad aprendía a
hacerla y la enseñaba a los demás? La idea de encontrarme a ese
país de bárbaros con un poder así era ya del todo insoportable.
Cuando me acerqué
llamaba demasiado la atención. Iba con ropas extranjeras que había
robado por el camino, y con un objeto muy extraño bajo el brazo.
Además mi piel había mudado su color con el paso de los años.
Seguía teniéndola rojiza, pero estaba paliducho comparado con la
gente que me iba encontrando. Todo el mundo me miraba por las calles
de los pueblos, como si fueran a lanzarse sobre mí en cualquier
momento.
No obtuve ningún
resultado. Era como predicar para chacales. Todos mis intentos
terminaban de la misma forma. Intenté hablarles de lo que podían
encontrar en Sagrania, o lo que podían aprender allí. Siempre
parecían interesados al principio, pero yo ya los veía venir. En
efecto, su fingida atención sólo era una treta para que me
confiara, mientras se acercaban estudiando la manera de saltarme
encima. La visión de un tipo vestido de extranjero con la cara roja,
pero tan pálida, les llamaba demasiado la atención, y ofrecía
demasiadas perspectivas de botín y presa fácil. Querían quitarme
el libro, y eso no podía permitirlo aunque no supieran leer. De modo
que, las más de las veces, tuve que usar magia para defenderme y,
lejos de procurarme tranquilidad, aquello sólo hacía que atraer
curiosos. Tuve que cambiar de pueblo cada vez antes de volver a
intentarlo. Se mirase como se mirase, el plan estaba siendo un gran
fracaso.
Con el objetivo de pasar
por uno de ellos, usé mi magia para colorear mi piel tal cual estaba
al principio. Luego transformé mi ropa en una piel de chacal como
las que llevaba antes. Y una vez hecho esto fui a Isolacrán. Pero
allí no obtuve mayor éxito. Y seguía temiendo por el libro. No
encontré a nadie conocido por ninguna parte, ni siquiera a Lávice.
Y ninguno de mis argumentos me hacía cosechar mejores resultados que
los anteriores. ¿Qué iba a hacer en un país donde estaban
acostumbrados a que todo el mundo les mintiera? Hasta mi forma de
hablar había cambiado, así que a veces ni siquiera me entendían.
Pero la idea de volver ante la Asamblea con las manos vacías era
superior a mí.
¿Qué iba a hacer?
Estaba allí preso. Si salía de Occitia, los árboles y plantas
podrían decirle a los fuwas dónde me encontraba... No hice caso de
las voces de mi cabeza, que me proponían toda suerte de espantosas
posibilidades... entre ellas, quitarme la vida o quedarme allí para
siempre. Lo que hice fue volver a donde estaba mi antigua casa, pero
se había derrumbado. Cosas así pasaban de vez en cuando, por mucho
que uno cuidara aquellos monstruos de barro. No tuve más remedio que
vagabundear de un sitio a otro, probando suerte.
No dormía en las
ciudades, prefería hacerlo fuera. Nunca estaba muy tranquilo y nunca
pude huir de aquellas voces, que me preguntaban insistentes como
niños, y a toda velocidad, la fecha del siguiente eclipse solar, y
por qué los electrones están siempre en movimiento, y cuánto son
tres mil millones dividido por cincuenta coma nueve. Pero al menos
estar en el desierto, a merced de todo aquello, era mejor que vivir
aterrado por lo que diría la Asamblea, o por si mi libro iba a caer
en otras manos. Los chacales puede que atacasen por la noche, pero al
menos con mi magia yo podía protegerme. Y seguro que no me querrían
quitar el libro.
Pero en estas que, un
buen día, las voces me despertaron a gritos, alertándome de un
peligro inminente. Alguien, que no sé si era real o si lo imaginé,
me dijo que mirase hacia oriente. Al principio no vi nada, pero al
cabo de un buen rato vi una raya oscura que cubría el horizonte. Era
como un mar de color negro que inundaba la planicie. No podía creer
lo que veía. Lanzas, espadas, bastos, hondas, piedras, armaduras...
Nada menos que un ejército, el ejército de Sagrania. Pero... ¿cómo
era posible? En miles de años, a nadie se le había ocurrido la
estúpida idea de invadir el desierto...
Corrí a la ciudad más
próxima a avisar a los occitios. Esta vez sí que me hicieron caso,
en cuanto cieron que lo que les decía era verdad.
Los primeros ataques se
sucedieron con lanzamientos de jabalina, apedreamientos de las
catapultas que destruían las frágiles casas, soldados armados
corriendo por las calles con sus imponentes y brillantes armaduras,
cascos, lanzas, escudos, espadas. La población huía en todas
direcciones, o trataba de hacer frente a los ataques por sus propios
medios. Pero muchos acabaron atravesados, agonizando en charcos de
sangre, en medio de aquel mar de destrucción.
Y entonces, al calor del
fuego que se formaba a mi alrededor, comprobé lo que me dijo la
Asamblea sobre lo que recordaban de pasadas guerras: El ejército de
Sagrania contaba con la ayuda de los nobles más duchos en el arte de
la magia. Vi sus enormes rayos de magia, grandes como cañonazos,
arrasando las casas de Isolacrán y matando a la gente a decenas,
atacando a los pequeños grupos de milicia occitia que se formaban de
manera espontánea. Entretanto, la infantería avanzaba. Al llenar
los soldados la ciudad, los occitios se defendieron con toda su
fiereza de aquellos hombres acorazados que iban armados con lanzas,
espadas, arcos y hachas. Pese a que los vecinos no tenían armas, su
fiereza y fuerza física sorprendió al enemigo. La gente cogía
piedras y se despachaba a gusto con los sagrárines. Cualquier cosa
servía, hasta los cascotes de sus propias casa derruidas. Vi peleas
y reyertas por toda la ciudad. Hombres, mujeres, niños, todos los
occitios tomaban parte en la carnicería, y hacían gala de una
agresividad que significó un gran número de bajas en el enemigo.
Pero estaban luchando contra hombres armados y, para entonces, los
rayos mágicos del enemigo habían causado una verdadera carnicería
y un baño de sangre entre la población local, y los de mi ciudad
contaban con inferioridad numérica. Por no hablar de la gran
desventaja de no poseer escudos ni armas como sí tenían nuestros
atacantes.
Al principio no hice nada
al ver a los occitios peleando con gente que los iba atravesando con
sus espadas. Mi mayor preocupación era alejarme para no resultar
herido. Usando mi magia para umentar mi velocidad, pasé de un sitio
a otro manteniendo el libro a salvo. Pero a cada puñalada que veía
clavarse, algo en mí también sentía la hoja del mismo modo. Puede
que aquel fuera el peor país del mundo, pero seguía siendo el mío.
Había llegado el momento de actuar.
Tuve que hacerlo con una
sola mano, mientras sostenía el libro con la otra. Los rayos de
magia y la telekinesia que utilicé contra el ejército sagrarin
sorprendió al enemigo hasta el punto de hacer que en él saltaran
todas las alarmas. Las explosiones que provocaba hacían saltar por
los aires a aquellos hombres armados, algunos de ellos con pedazos de
su cuerpo yendo libres por el cielo. Me sorprendí a mí mismo de la
energía que salía de mis manos en forma de bolas de fuego. Leer mi
libro había tenido algo que ver, por supuesto: no era sólo de
conocimientos científicos de lo que se había llenado mi mente, sino
también de conocimientos mágicos. Sólo que yo no me había dado
cuenta hasta entonces. En mis ataques tuve que usar más veces la
telekinesia para protegerme, así como escudos protectores de magia,
y huir varias veces antes de buscar un nuevo sitio desde el cual
volver a atacar. Porque el occitio que hacía magia llamó la
atneción, y se convirtió enseguida en la diana de todas las flechas
enemigas.
Durante un buen rato lo
hice bien. Logré salvar a muchos de los míos y frustrar muchos
ataques sagrárines. Picas y espadas se volvieron contra ellos, al
tiempo que decenas de escudos se elevaban por los aires y cambiaban
de bando, cayendo junto a mis congéneres. Entretanto, los cadáveres
de unos y otros se amontonaban en las plazas. Pero no podría seguir
así por mucho tiempo. Poco a poco, se me iba terminando la energía.
Y necesitaba algo de ella para escapar de aquel infierno... si es que
lo lograba.
Pero si escapaba,
entonces... ¿qué pasaría con la misión que me había encomendado
la Asamblea? Y no lo había pensado estando como estaba en medio del
fragor de una batalla, pero... ahora que lo pensaba, ¿qué demonios
hacía en Occitia el ejército de Sagrania?
Entonces, un mortífero
rayo de color verde me acertó en el hombro. Mi libro cayó al suelo,
y ya no vi ni pensé nada: un gran dolor, muy superior a nada que
pudiera describir, me había arrancado de la realidad, me
transportaba a otro mundo. En mi dolor miré hacia la procedencia de
aquel fulgor verde, y vi una mano apuntándome. Desde lejos, uno de
los nobles de Sagrania me había derribado...
Me encorvé en el suelo,
aullando de dolor. Miré furtivamente el libro. Seguía conmigo.
Intenté cogerlo, pero no tenía con qué. Luego pude ver formarse un
charco de sangre en el mismo suelo en el que yo me retorcía y me di
cuenta de lo que pasaba: había perdido el brazo derecho.
Reaccionar en un momento
como ese no se consigue así como así. Pero al final, con todo el
esfuerzo del que fui capaz, me levanté. Cogí el libro con el brazo
izquierdo, salí corriendo y me escondí tras una casa medio
derruida. Allí usé mi magia para taponar la enorme herida de mi
brazo, que suturó en cuestión de segundos. Pero apenas me quedaba
magia para curarme del todo, pues los daños no se limitaban sólo al
brazo, y tenía heridas por todo el cuerpo. Y aunque hubiera sabido
cómo, no habría podido pegarme el brazo de nuevo al cuerpo. Mi
brazo derecho había desaparecido. La magia lo había fulminado, lo
hbía convertido en poco más que ceniza.
Ya no me quedaban
fuerzas. Iba a terminar mis días en aquella guerra.
A mi alrededor seguía la
masacre. No pude creer lo que veía. Los soldados mataban hombres,
mujeres, niños... Por todas partes estaba teniendo una orgía de
dolor y destrucción que no tenía fin... Los golpes y peleas de la
contienda, los gritos desgarradores de los vencidos, las explosiones
de magia que estallaban a mi alrededor. Apenas pude, con mi fino
oído, captar una arenga lejana que entonces deseé haberme
imaginado:
— ¡Está allí, tras
esa casa! ¡El de la magia! ¡Tiren a matar!
Pero en cualquier caso yo
estaba perdido. Había perdido el brazo y no me quedaban apenas
fuerza, energía ni magia. Iba morir. Justo en el sitio que me había
jurado no volver a pisar...
No sé si fue el asco que
experimenté al pensar en ello, el miedo a morir, la desesperación
de ver a mi pueblo sufriendo de aquella manera... o si fueron las
ganas de saciar mi nueva obsesión. No sé qué me movió a tomar el
paso. Creo que, en realidad, me lo pedían cuerpo y mente. Estaba
enganchado. Llevaba pensando en ello sin parar desde... desde la
primera vez que lo leí, a decir verdad. Y me di cuenta de que, si mi
obsesión por él se había desvanecido en la última hora fue por
una razón muy sencilla. Que, en el fragor de la batalla, apenas
había tenido tiempo de pensar en otra cosa.
Por no mencionar que, si
leía el libro, entonces podría ser la última cosa que hacía en la
vida...
Pero después de todo...
¿qué podía hacer si no?
Y entonces un fuerte
relámpago rojo cegó mi visión, y un potente trueno perforó mis
oídos. Como una metralla, cascotes y piedrecitas golpearon, entraron
e hicieron cortes en cada zona de mi cuerpo que pudieron encontrar.
Lleno de heridas, con el cuerpo echando hilos de sangre y arenilla
metida en los ojos por todas partes, apenas pude ver... tenía
piedras y cascotes por la espalda, medio enterrado como estaba. A
juzgar por lo poco que vi, todo estaba lleno de una gran humareda...
los ojos me lloraban. En cuanto el humo se disipó dejó ver que,
allá en el mismo sitio donde habían estado las ruinas de la casa
tras la que me había refugiado, ahora había un cráter.
Me entró tal ataque de
pánico y de rabia que no me lo pensé un segundo más.
Abrí el libro, y todo lo
de alrededor se evaporó al instante. Las voces del interior de mi
cabeza, que hasta ahora había podido ignorar con los ruidos de la
guerra, volvieron a mí gritando a voz en cuello todas a la vez.
Todo el cuerpo me ardió,
como si mil pellizcos tirasen de él.
La vista se me nubló, y
me entró un temblor tan fuerte que sentí que me moría.