lunes, 29 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (XI): La guerra por el infierno

LA VENGANZA DE LAS FLORES

¡Cada lunes un capítulo! 


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11. ~ LA GUERRA POR EL INFIERNO ~

Así que me encaminé hacia el suroeste, justo a la zona que los duendes y los fuwas, copiando a los sagrárines, llamaban el Extremo Oeste. El lugar en donde estaba Occitia.

Estaba muerto de miedo, pero no pensaba mucho en lo que me esperaba. Días atrás me había sentido muy nervioso, con sudores fríos que me iban y venían, a medida que se aproximaba el día en que debía partir. Pero ahora todo aquello se me había ido y, de hecho, era como si no hubiese ocurrido nunca. Ahora había muchas otras cosas que me quitaban el sueño: entre ellas, saber si era posible que una máquina a vapor tuviera fuerza suficiente para transportar a todo un pueblo.

No podía parar de mirar bajo mi brazo, donde llevaba el libro de mis experimentos. Ahí estaba la respuesta a todas las preguntas que podía formular... y que estaba formulando. No había dejado de oír voces desde que lo había leído por primera vez. Las voces me hacían preguntas, miles de preguntas a la vez, y me herían la conciencia al no poder darles respuesta. El libro ofrecía saciarlas; sin embargo, al mismo tiempo, al recordar cómo me había sentido leyéndolo, y todo lo que me había sucedido hasta vomitar, me echaba para atrás. No podía dejar de pensar en el libro y en lo mal queme sentía por no leerlo, pero a la vez me daba un miedo terrible volver a abrir sus páginas.

No fue fácil conseguir llevármelo. Fue con el pretexto de necesitarlo para distraerme cuando debiera hacer algún descanso en el viaje. Y mientras se iba decidiendo si me lo llevaba me sentí como si mi vida dependiera de ello. Los malditos fuwas se negaron a que cargase el libro conmigo: los muy imbéciles seguían obstinados en que aquello era un compendio de cadáveres, y que cualquiera que lo trajinara estaba cometiendo sacrilegio. Los duendes, en cambio, accedieron a mi petición. Pude ver, por alguno de sus gestos, que aún quedaba algo que lavar en sus conciencias. Se habían visto obligados a ponerme entre la espada y la pared con mi misión, y por mis gestos adivinaron que se me antojaba imposible. Para evitar conflictos, la Asamblea decidió permitir que me llevase el libro. Y la Asamblea nunca se equivoca. Pero estoy seguro de que habría hallado la manera de llevármelo conmigo igualmente; empequeñeciéndolo con magia, por ejemplo. De todas formas, yo es que no soportaba la idea de separarme de él: si empequeñecerlo tampoco hubiese sido posible, estoy seguro de que habría preferido darme a la fuga antes que dejarlo en mi cabaña.

Cada paso que daba hacia el sur, cada paso hacia el oeste, me acercaba al matadero. Pero yo no lo veía como tal, aunque lo fuera. Los fantasmas del pasado me volvieron al recuerdo como hienas asesinas que mordían barras de metal. En aquel desierto desolado con ínfulas de país me habían sucedido tantas cosas horribles que me sorpendió la indiferencia que sentía a entrar en ese matadero. Sí que es cierto que no debía temer por mi vida ahora que sabía hacer magia. Pero me extrañaba que me diera igual la posibilidad de fracasar en la misión.

Y no obstante... ¿Cómo haría para convencer a aquella gente de que se sumara a una guerra contra Sagrania? ¿Qué me haría la Asamblea si fracasaba? Esas y millones de preguntas más, como por ejemplo cómo combinar la magia duende con la magia del futuro, o si era posible sacar energía del uranio, invadían mi mente hasta el punto de obsesionarme.

¿Pero cómo haría para convencer a los occitios? La única respuesta, la misma que buscaba a todas mis preguntas, la tenía bajo el brazo. Pero allí en aquellos bosques, con tantas plantas y árboles viéndome y oyéndome, no me atrevía a leerlo.

Fuwas y duendes me habían propuesto apelar a la venganza contra los que, siglos atrás, habían echado a los occitios al desierto. Pero ni fuwas ni duendes sabían, claro está, que los occitios no tienen ni idea de su propia historia. A los habitantes del Extremo Oeste cualquier cosa que hubiera pasado hace más de un mes ya les traía sin cuidado. Si les hablaba de lo mal que habían sido tratados por los sagrárines, lo más probable era que me atacaran por el mero hecho de haberles dirigido la palabra. Con el único pensamiento en mente de ver si en mis ropas extranjeras llevaba algo de valor. Y si alguno me escuchase, no me creería. Sin embargo, claro está, no me atreví a decirle nada de esto a la Asamblea. La Asamblea nunca se equivoca. A la Asamblea no se le puede llevar la contraria.

Pero lo peor era la extraña sensación de vigilancia que pendía sobre mi nuca.

Me sentía observado por las plantas. Ahora que sabía que los árboles hablaban con los fuwas no sabía si podría estar tranquilo nunca más. Sabrían en todo momento dónde estaba y hacia dónde iba, y si me atrevía a poner cara de que aquello iba a salir mal, estaba seguro de que los fuwas lo sabrían también... No me atrevía a hacer nada. Por no atreverme, ni siquiera me atrevía a volver a leer el libro que llevaba conmigo. Lo cual, por cierto, casi me torturaba tanto como todo lo anterior junto.

Pero al mismo tiempo que maldecía mi suerte y me lamentaba de no poder leer mi libro, y de tener que volver a aquel yermo sin vida y sin árboles... se me encendió la luz. Si había un sitio en todo el mundo en el que fuese factible burlar la vigilancia de la Asamblea Forestal para leer mi libro... un sitio sin árboles al margen de la civilización... ese era Occitia.

De repente aceleré, con una única cosa en mente. No es que quisiera darme a la fuga, ni burlar la vigilancia de la Asamblea. Porque de la Asamblea es imposible escapar, la Asamblea nunca se equivoca. Y además a nadie, sencillamente, se le hubiera ocurrido exiliarse en un sitio tan horrible como Occitia. Antes prefería huir de aquellos fuwas y duendes en otro país. Por mucho que tuviera que pasar mis días en alerta, por mucho que en ese otro lugar hubiera árboles. No, lo que yo quería era burlar la vigilancia de los fuwas para algo muy concreto.

Atravesé bosques y montañas, campos y llanuras, pueblos y ciudades... y al final, después de semanas de trayecto, volví a encontrarme en medio del desierto. Ya nada a mi alrededor. Sólo aquellas dunas y las feas plantas deserteras que, para mi asombro, representaban la libertad y el paraíso en ese momento.

Como un chacal que roba un trozo de carroña y encuentra por fin un sitio donde comerlo, o como un par de enamorados presa de la pasión que encuentra la oportunidad en una habitación vacía, mis ojos se entregaron a ese libro abierto.

Y una vez más... volví a sentir aquel torrente de emociones y de síntomas desagradables, de modo que, por segunda vez, creí que iba a morir... y entonces tuve sueños vívidos y dolorosos, en los que volaba sobre un mar... era un mar de olas de fuego en el que perecía todo el mundo menos yo. Fue un sueño horripilante, lleno de caos y destrucción, pero que al mismo tiempo me llenaba de un alivio maquiavélico, de la sensación de que no importaba qué ocurriera a los demás si yo me salvaba.

Desperté nervioso, entre sudores. Era como si hubiese pasado, saliendo airoso de milagro, por una experiencia cercana a la muerte. Pensé que algo había ido mal y que por fin el libro había terminado conmigo. Todo el cuerpo me dolía como si se me hubieran roto todos los huesos, y tenía un frío atroz. Y como no veía nada, por unos segundos creí que me había quedado ciego. Luego me di cuenta, cuando recobré el conocimiento del todo, de que en realidad era de noche, una de esas noches, oscuras y frías, típicas de Occitia. ¿Qué había pasado?

Lo primero que hice fue buscar el libro a tientas: sentí un gran alivio al comprobar que estaba junto a mí. Aunque estaba totalmente solo, me apresuré a agarrarlo, pues en mi viaje no me separaba de él ni tan siquiera para dormir. Y por un momento odié la noche y su falta de luz, pues lo primero que pensé al tenerlo entre mis manos fue en volver a leerlo. Había saciado mi sed de respuestas, y la náusea que sentía al estar atiborrado de conocimientos sólo conocía parangón con mi satisfacción. Sin embargo, lo que aprendía me planteaba ahora más preguntas. Luego se me ocurrió que podía iluminar mi mano con magia para leer a falta de sol, pero decidí que sería más prudente quedarme a descansar aquella noche. Leer el libro me había fatigado tanto que ni siquiera podía moverme. El dolor del cuerpo era en realidad cansancio extremo más allá de todo punto insoportable, como si hubiese estado corriendo todo el día con piedras atadas a los brazos y a las piernas. Además no se me había terminado de pasar la sensación de falta de aliento, ni aquella otra de estar aún en proceso de burlar a la muerte.

Y las voces, las malditas voces, vinieron a hacerme compañía. Miles de voces hablando a la vez, impidiéndome pensar. Y esta vez, en medio de la oscuridad, venían acompañadas de imágenes. Monstruos como dragones, cocodrilos, fuwas monstruosos, formaban figuras rojas, como hechas de arañazos entre las estrellas.

Y al hacerse de día reconocí la tierra roja y pedregosa, y vi que me encontraba al otro lado del desierto. ¿Pero cómo era posible? Lo había atravesado... aunque eso explicaba por qué me dolían tanto los tobillos, por qué estaba tan cansado que no me podía ni levantar. Y aún tuve que descansar todo el resto de aquel día, y media noche, antes de levantarme de nuevo. Al horizonte rojizo de poniente divisaba ya los primeros pueblos, con aquellas casuchas de barro, con agujeros que hacen pasar por ventanas. Todo era más triste aún de lo que recordaba. Casas de barro cocido, sucias y agrietadas. Tierra seca sin plantas, sólo con alguna brizna medio muerta de sed. Peñas rocosas de color rojizo... ya estaba de vuelta.

Me seguía preocupando la reacción de los occitios. ¿Cómo iba a convencerles de invadir un país del que ni habían oído hablar? Y esperaba no tener que llegar al extremo de tentarles con magia. ¿Qué pasaría si alguno decidía abandonar Occitia como yo, y por alguna casualidad aprendía a hacerla y la enseñaba a los demás? La idea de encontrarme a ese país de bárbaros con un poder así era ya del todo insoportable.

Cuando me acerqué llamaba demasiado la atención. Iba con ropas extranjeras que había robado por el camino, y con un objeto muy extraño bajo el brazo. Además mi piel había mudado su color con el paso de los años. Seguía teniéndola rojiza, pero estaba paliducho comparado con la gente que me iba encontrando. Todo el mundo me miraba por las calles de los pueblos, como si fueran a lanzarse sobre mí en cualquier momento.

No obtuve ningún resultado. Era como predicar para chacales. Todos mis intentos terminaban de la misma forma. Intenté hablarles de lo que podían encontrar en Sagrania, o lo que podían aprender allí. Siempre parecían interesados al principio, pero yo ya los veía venir. En efecto, su fingida atención sólo era una treta para que me confiara, mientras se acercaban estudiando la manera de saltarme encima. La visión de un tipo vestido de extranjero con la cara roja, pero tan pálida, les llamaba demasiado la atención, y ofrecía demasiadas perspectivas de botín y presa fácil. Querían quitarme el libro, y eso no podía permitirlo aunque no supieran leer. De modo que, las más de las veces, tuve que usar magia para defenderme y, lejos de procurarme tranquilidad, aquello sólo hacía que atraer curiosos. Tuve que cambiar de pueblo cada vez antes de volver a intentarlo. Se mirase como se mirase, el plan estaba siendo un gran fracaso.

Con el objetivo de pasar por uno de ellos, usé mi magia para colorear mi piel tal cual estaba al principio. Luego transformé mi ropa en una piel de chacal como las que llevaba antes. Y una vez hecho esto fui a Isolacrán. Pero allí no obtuve mayor éxito. Y seguía temiendo por el libro. No encontré a nadie conocido por ninguna parte, ni siquiera a Lávice. Y ninguno de mis argumentos me hacía cosechar mejores resultados que los anteriores. ¿Qué iba a hacer en un país donde estaban acostumbrados a que todo el mundo les mintiera? Hasta mi forma de hablar había cambiado, así que a veces ni siquiera me entendían. Pero la idea de volver ante la Asamblea con las manos vacías era superior a mí.

¿Qué iba a hacer? Estaba allí preso. Si salía de Occitia, los árboles y plantas podrían decirle a los fuwas dónde me encontraba... No hice caso de las voces de mi cabeza, que me proponían toda suerte de espantosas posibilidades... entre ellas, quitarme la vida o quedarme allí para siempre. Lo que hice fue volver a donde estaba mi antigua casa, pero se había derrumbado. Cosas así pasaban de vez en cuando, por mucho que uno cuidara aquellos monstruos de barro. No tuve más remedio que vagabundear de un sitio a otro, probando suerte.

No dormía en las ciudades, prefería hacerlo fuera. Nunca estaba muy tranquilo y nunca pude huir de aquellas voces, que me preguntaban insistentes como niños, y a toda velocidad, la fecha del siguiente eclipse solar, y por qué los electrones están siempre en movimiento, y cuánto son tres mil millones dividido por cincuenta coma nueve. Pero al menos estar en el desierto, a merced de todo aquello, era mejor que vivir aterrado por lo que diría la Asamblea, o por si mi libro iba a caer en otras manos. Los chacales puede que atacasen por la noche, pero al menos con mi magia yo podía protegerme. Y seguro que no me querrían quitar el libro.

Pero en estas que, un buen día, las voces me despertaron a gritos, alertándome de un peligro inminente. Alguien, que no sé si era real o si lo imaginé, me dijo que mirase hacia oriente. Al principio no vi nada, pero al cabo de un buen rato vi una raya oscura que cubría el horizonte. Era como un mar de color negro que inundaba la planicie. No podía creer lo que veía. Lanzas, espadas, bastos, hondas, piedras, armaduras... Nada menos que un ejército, el ejército de Sagrania. Pero... ¿cómo era posible? En miles de años, a nadie se le había ocurrido la estúpida idea de invadir el desierto...

Corrí a la ciudad más próxima a avisar a los occitios. Esta vez sí que me hicieron caso, en cuanto cieron que lo que les decía era verdad.

Los primeros ataques se sucedieron con lanzamientos de jabalina, apedreamientos de las catapultas que destruían las frágiles casas, soldados armados corriendo por las calles con sus imponentes y brillantes armaduras, cascos, lanzas, escudos, espadas. La población huía en todas direcciones, o trataba de hacer frente a los ataques por sus propios medios. Pero muchos acabaron atravesados, agonizando en charcos de sangre, en medio de aquel mar de destrucción.

Y entonces, al calor del fuego que se formaba a mi alrededor, comprobé lo que me dijo la Asamblea sobre lo que recordaban de pasadas guerras: El ejército de Sagrania contaba con la ayuda de los nobles más duchos en el arte de la magia. Vi sus enormes rayos de magia, grandes como cañonazos, arrasando las casas de Isolacrán y matando a la gente a decenas, atacando a los pequeños grupos de milicia occitia que se formaban de manera espontánea. Entretanto, la infantería avanzaba. Al llenar los soldados la ciudad, los occitios se defendieron con toda su fiereza de aquellos hombres acorazados que iban armados con lanzas, espadas, arcos y hachas. Pese a que los vecinos no tenían armas, su fiereza y fuerza física sorprendió al enemigo. La gente cogía piedras y se despachaba a gusto con los sagrárines. Cualquier cosa servía, hasta los cascotes de sus propias casa derruidas. Vi peleas y reyertas por toda la ciudad. Hombres, mujeres, niños, todos los occitios tomaban parte en la carnicería, y hacían gala de una agresividad que significó un gran número de bajas en el enemigo. Pero estaban luchando contra hombres armados y, para entonces, los rayos mágicos del enemigo habían causado una verdadera carnicería y un baño de sangre entre la población local, y los de mi ciudad contaban con inferioridad numérica. Por no hablar de la gran desventaja de no poseer escudos ni armas como sí tenían nuestros atacantes.

Al principio no hice nada al ver a los occitios peleando con gente que los iba atravesando con sus espadas. Mi mayor preocupación era alejarme para no resultar herido. Usando mi magia para umentar mi velocidad, pasé de un sitio a otro manteniendo el libro a salvo. Pero a cada puñalada que veía clavarse, algo en mí también sentía la hoja del mismo modo. Puede que aquel fuera el peor país del mundo, pero seguía siendo el mío. Había llegado el momento de actuar.

Tuve que hacerlo con una sola mano, mientras sostenía el libro con la otra. Los rayos de magia y la telekinesia que utilicé contra el ejército sagrarin sorprendió al enemigo hasta el punto de hacer que en él saltaran todas las alarmas. Las explosiones que provocaba hacían saltar por los aires a aquellos hombres armados, algunos de ellos con pedazos de su cuerpo yendo libres por el cielo. Me sorprendí a mí mismo de la energía que salía de mis manos en forma de bolas de fuego. Leer mi libro había tenido algo que ver, por supuesto: no era sólo de conocimientos científicos de lo que se había llenado mi mente, sino también de conocimientos mágicos. Sólo que yo no me había dado cuenta hasta entonces. En mis ataques tuve que usar más veces la telekinesia para protegerme, así como escudos protectores de magia, y huir varias veces antes de buscar un nuevo sitio desde el cual volver a atacar. Porque el occitio que hacía magia llamó la atneción, y se convirtió enseguida en la diana de todas las flechas enemigas.

Durante un buen rato lo hice bien. Logré salvar a muchos de los míos y frustrar muchos ataques sagrárines. Picas y espadas se volvieron contra ellos, al tiempo que decenas de escudos se elevaban por los aires y cambiaban de bando, cayendo junto a mis congéneres. Entretanto, los cadáveres de unos y otros se amontonaban en las plazas. Pero no podría seguir así por mucho tiempo. Poco a poco, se me iba terminando la energía. Y necesitaba algo de ella para escapar de aquel infierno... si es que lo lograba.

Pero si escapaba, entonces... ¿qué pasaría con la misión que me había encomendado la Asamblea? Y no lo había pensado estando como estaba en medio del fragor de una batalla, pero... ahora que lo pensaba, ¿qué demonios hacía en Occitia el ejército de Sagrania?

Entonces, un mortífero rayo de color verde me acertó en el hombro. Mi libro cayó al suelo, y ya no vi ni pensé nada: un gran dolor, muy superior a nada que pudiera describir, me había arrancado de la realidad, me transportaba a otro mundo. En mi dolor miré hacia la procedencia de aquel fulgor verde, y vi una mano apuntándome. Desde lejos, uno de los nobles de Sagrania me había derribado...

Me encorvé en el suelo, aullando de dolor. Miré furtivamente el libro. Seguía conmigo. Intenté cogerlo, pero no tenía con qué. Luego pude ver formarse un charco de sangre en el mismo suelo en el que yo me retorcía y me di cuenta de lo que pasaba: había perdido el brazo derecho.

Reaccionar en un momento como ese no se consigue así como así. Pero al final, con todo el esfuerzo del que fui capaz, me levanté. Cogí el libro con el brazo izquierdo, salí corriendo y me escondí tras una casa medio derruida. Allí usé mi magia para taponar la enorme herida de mi brazo, que suturó en cuestión de segundos. Pero apenas me quedaba magia para curarme del todo, pues los daños no se limitaban sólo al brazo, y tenía heridas por todo el cuerpo. Y aunque hubiera sabido cómo, no habría podido pegarme el brazo de nuevo al cuerpo. Mi brazo derecho había desaparecido. La magia lo había fulminado, lo hbía convertido en poco más que ceniza.

Ya no me quedaban fuerzas. Iba a terminar mis días en aquella guerra.

A mi alrededor seguía la masacre. No pude creer lo que veía. Los soldados mataban hombres, mujeres, niños... Por todas partes estaba teniendo una orgía de dolor y destrucción que no tenía fin... Los golpes y peleas de la contienda, los gritos desgarradores de los vencidos, las explosiones de magia que estallaban a mi alrededor. Apenas pude, con mi fino oído, captar una arenga lejana que entonces deseé haberme imaginado:

— ¡Está allí, tras esa casa! ¡El de la magia! ¡Tiren a matar!

Pero en cualquier caso yo estaba perdido. Había perdido el brazo y no me quedaban apenas fuerza, energía ni magia. Iba morir. Justo en el sitio que me había jurado no volver a pisar...

No sé si fue el asco que experimenté al pensar en ello, el miedo a morir, la desesperación de ver a mi pueblo sufriendo de aquella manera... o si fueron las ganas de saciar mi nueva obsesión. No sé qué me movió a tomar el paso. Creo que, en realidad, me lo pedían cuerpo y mente. Estaba enganchado. Llevaba pensando en ello sin parar desde... desde la primera vez que lo leí, a decir verdad. Y me di cuenta de que, si mi obsesión por él se había desvanecido en la última hora fue por una razón muy sencilla. Que, en el fragor de la batalla, apenas había tenido tiempo de pensar en otra cosa.

Por no mencionar que, si leía el libro, entonces podría ser la última cosa que hacía en la vida...

Pero después de todo... ¿qué podía hacer si no?

Y entonces un fuerte relámpago rojo cegó mi visión, y un potente trueno perforó mis oídos. Como una metralla, cascotes y piedrecitas golpearon, entraron e hicieron cortes en cada zona de mi cuerpo que pudieron encontrar. Lleno de heridas, con el cuerpo echando hilos de sangre y arenilla metida en los ojos por todas partes, apenas pude ver... tenía piedras y cascotes por la espalda, medio enterrado como estaba. A juzgar por lo poco que vi, todo estaba lleno de una gran humareda... los ojos me lloraban. En cuanto el humo se disipó dejó ver que, allá en el mismo sitio donde habían estado las ruinas de la casa tras la que me había refugiado, ahora había un cráter.

Me entró tal ataque de pánico y de rabia que no me lo pensé un segundo más.

Abrí el libro, y todo lo de alrededor se evaporó al instante. Las voces del interior de mi cabeza, que hasta ahora había podido ignorar con los ruidos de la guerra, volvieron a mí gritando a voz en cuello todas a la vez.

Todo el cuerpo me ardió, como si mil pellizcos tirasen de él.

La vista se me nubló, y me entró un temblor tan fuerte que sentí que me moría.






lunes, 22 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (X): El experimento

LA VENGANZA DE LAS FLORES

¡Cada lunes un capítulo! 


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10. ~ EL EXPERIMENTO ~



La Asamblea nunca se equivoca, pero en aquel momento tuvo lugar un fuerte debate:

— ¿Pero os habéis vuelto locos? —dije sin poderme contener en la reunión siguiente—. ¿Ir a Occitia? ¡Me matarían! ¡Esa gente no es capaz de...!


Como pude, expliqué a fuwas y duendes que a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido asociarse con occitios para lo que fuera. Es un mal negocio, sin más. No era ya lo suficientemente arriesgado hacerlo con uno, que pretendían hacerlo no con un grupo, no... ¡con todo el país! Un país que nunca ha cesado en sus luchas internas. Ni a nivel municipal, ni entre ciudades, ni mucho menos en lo familiar.

Pero no pude explicarlo como a mí me hubiese gustado.

Tuve que detenerme ante las caras que pusieron todos, también los duendes. Era tal el miedo que experimenté que juzgué un error imperdonable el haberles preguntado si se habían vuelto locos. Mi éxito en las pasadas misiones y la seguridad que me habían dado mis propias capacidades mágicas me habían vuelto temerario. Había olvidado que, en aquel sitio, yo era casi un forastero que sabía demasiado. Alguien a quien permitían seguir vivo sólo porque todavía me necesitaban. Y que si la Asamblea se ponía de acuerdo para decidir que alguien era un traidor, ya podía darme por muerto. Ese día me di cuenta de que nadie hasta el momento se había atrevido a llevarle la contraria a la Asamblea.

— ¿Insinúas... —dijo Numenar, respirando en cada pausa que hacía— que la Asamblea se ha equivocado... con los planes que lleva madurando... desde hace años.
— Dice más —intervino Hokum, que me miraba de hito en hito—. Insinúa que no va a participar. Ya no quiere ayudarnos. Ha desertado del Nuevo Orden.
— ¿Es eso cierto... Vérizo? —preguntó Numenar con el ceño fruncido, casi desesperado ante mi posible respuesta—. ¿No vas a participar en esta operación tan importante?

Las voces habían sonado extrañas en el silencio sepulcral que se había formado en el claro del bosque. Un silencio roto solamente por el ruido ocasional de pájaros o del viento que mecía las hojas de los árboles. Numenar intentaba sonreís, pero no conseguía esconder la expresión de alarma que dibujaba su rostro. Era como si esperaba que en cualquier momento se desatara una tormenta. Por su parte los fuwas no hacían nada por disimular su enfado. Sus ojos azules se entornaban mirándome fijamente, como si pensara en escapar, al tiempo que algunos de ellos extendían manos tenuamente iluminadas de magia o desenfundaban las dagas que habían arrebatado a los sagrárines. Parecía que la única razón por la que no me hubieran hecho pedazos era el temor a una guerra con los duendes. Pero hasta ellos parecían taladrarme con la mirada, como esperando un cambio radical en mi postura, justo ahora que habíamos llegado tan lejos en la implantación del Nuevo Orden.

Panda de monstruos inconscientes... y de desagradecidos tontos... daba la impresión de que se habían olvidado de todo lo que habían conseguido gracias a mí. ¿De verdad creían que era buena idea llevarme a Occitia a reclutar refuerzos?

— ¿Estás seguro de que no vas a ayudarnos en este paso crucial? ¿En un movimiento que puede ser clave para la invasión de Sagrania? —preguntó Hokum de una manera que no presagiaba nada bueno.
— Yo... —carraspeé muerto de miedo— yo no digo eso... yo simplemente digo... que para eso está la Asamblea, ¿no? Para debatir qué hacer y cómo, y si es una buena idea o no, y en ese caso...
— No estarás planeando desertar de nuestro bando, ¿no, forastero? —interrumpió el duende Egueror en un tono que pretendía ser simpático, pero que no conseguía esconder el miedo y la desconfianza—. Ahora que estamos a las puertas de gobernar el mundo...

Aquello me devolvió a la realidad como un jarro de agua fría. La Asamblea de los fuwas y los duendes nunca había sido un sitio de debate libre. Sólo un organismo en el que se ratificaban las posturas y decisiones que fuwas y duendes ya habían acordado previamente, para luego discutir acerca de la mejor manera de llevar a cabo aquellas decisiones.

Y yo no entraba en la primera parte. La decisión ya estaba tomada.

Una gran sensación de descontrol se apoderó de mí. Me sentía como si estuviese viajando en un carro de caballos desbocados que corre a toda velocidad junto al filo de un barranco. Por el tono y las miradas de los fuwas y los duendes parecía que no aceptaban un no por respuesta. Y entonces intuí por dónde iban los tiros. Si me negaba a cumplir la misión, acabaría siendo tan enemigo de ellos como el vizconde que no hacía una semana que habían descuartizado. En ese momento descubrí, como pasando de la noche al día en cuestión de segundos, que no tenía aliados en aquel corral de buitres, y que más me valía andarme con ojo si no quería que mi vida terminara como alpiste para los pájaros.

— Es... está bien —conseguí decir, aunque la voz me temblaba—. Creo que lo intentaré. Pero necesitaré un tiempo para pensar...

No sirvió de nada. Hokum ahogó una risa, una risa muy malévola en la que no había pizca de alegría.

— ¿Pensar qué? —hizo Numenar, cuya risa era algo más divertida y nerviosa, pero tan falsa como la del fuwa—. ¿Pensar qué, forastero? ¿Qué es lo que te tienes que pensarte?
— Yo... necesito algo de tiempo para...
— Ahora mismo, forastero —cortó Hokum, que me miraba de hito en hito—. Es muy sencillo, decídelo yahora. Lo haces o no lo haces. O con nosotros... o contra nosotros.

Volví a respirar hondo. Era como si hubiera dado en menos de un minuto otro paso en falso que me costaría caro. La Asamblea nunca se equivoca, a la Asamblea no se le puede llevar la contraria, a la Asamblea no se le puede pedir ninguna clase de salvedad, y cada segundo que pasaba sin que yo acatara sus decisiones sin más se convertía en un error imperdonable. Acababa de entender además, en un segundo horroroso, la forma de actuar y funcionar por las que se regían allí.

— Yo tengo dudas... —dijo despacio otro fuwa, aspirando y expirando de forma siniestra el aire—. De que cierta sangre pese demasiado a la Asamblea...

Pero al fin reaccioné:

— ¡Quiero decir que necesito tiempo para pensar en cómo hacerlo! —dije—. ¡Hace tiempo que no vivo allí, y necesito pensar bien la mejor manera de...! —al ver que parecían interesados y menos tensos que antes, añadí—: ¡Que me habéis entendido mal! ¡Que no estaba diciendo que no!

Esa vez había dado en el clavo. Al instante todos se relajaron: había dicho lo que todos querían oír. No les importaba cómo iba a conseguirlo, lo esencial era que ya no me oponía. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¡Por poderoso que me hubiera vuelto, la magia de uno solo no puede nada contra la de toda una caterva!

Disolvimos la Asamblea acordando volver a reunirnos en tres días. Al cabo de otros cuatro días más, yo ya partiría para Occitia. Lo único a lo que había que esperar de cara a urdir un plan era que yo, el occitiense, el que conocía el terreno y a su gente, elaborase mi versión del plan.

Pero lo primero que hice en cuanto llegué a mi cabaña fue encerrarme y respirar como si aquellos fueran los últimos alientos que fuera yo a tomar en vida. Me tapé la boca con la mano. Ya no confiaba en aquella gente, y aquella gente ya no confiaba en mí. Lo vi muy claro durante aquel día y los que le siguieron. Ya ni siquiera contaba con la confianza de una mitad de la Asamblea. Los duendes, que hasta hace poco consideraba mis mejores protectores contra la locura de los fuwas, y a los que incluso había visto como compañeros, se habían convertido en otro grupo más que me podría vender por cuatro clavos. Se habían vuelto maestros en el arte de esconder su rastro mágico, pero siempre habían sido pésimos aficionados en esconder sus emociones e intereses.

En mi cabaña no pude hacer nada. Se suponía que debía reflexionar sobre cómo pedirle a los occitios que se unieran a nosotros en la invasión de Sagrania. Pero yo ya no tenía ganas de reflexionar, sólo de saber cómo escapar de aquella gente. Y, sin embargo, no se me ocurría la manera. ¿Cómo diantres puedes escapar de dos tribus de seres que se habían vuelto tan poderosos, teniendo en cuenta que además una de ellas contaba con los árboles de todo el mundo como espías?

Además, era incapaz de pensar. El miedo había penetrado por los poros de mi piel y se me había quedado dentro, como el agua de un chaparrón que cala hasta los huesos y no se puede secar debido a la humedad y el frío. Los pensamientos se agolpaban unos contra otros en mi cabeza. ¿Qué debía hacer? ¿Huir a Sagrania y esconderme? Imposible, esa gente pensaba invadir el país. ¿Volver a Occitia? Ni loco. ¿Huir a otro lugar completamente nuevo? No, por Anjín, bastante lejos me había ido ya... y además, como acababa de recordar, había árboles por todas partes... fuera a donde fuera, las plantas terminarían chivándose a los fuwas de mi paradero...

Cogí uno de los libros que tenái en la cabaña. Me puse a leer, diciéndome que habría tiempo de encontrar alguna solución. Pero no podía concentrarme en la lectura. Me decía que era tonto, como si pretendiera que en ese libro pudiera estar la solución del lío en el que estaba. Pero yo no la estaba buscando allí, tampoco. ¿Buscaba entonces la iluminación divina, acaso? Ni yo mismo lo sabía. No, lo que estaba buscando era la manera de, ante todo, tranquilizarme para pensar.

Me costó un poco, pero cuando me di cuenta ya estaba enfrascado entre las páginas del libro. Era una historia, un cuento que narraba las aventuras de un viajero que iba por los diferentes países de Momeria. Ya lo había leído dos veces, y era tan distraída y trepidante que lo había empezado una tercera. Ya lo tenía a medias, de hecho, cuando recurrí a él para olvidarme del peligro que corría...

Me distraje lo necesario como para tranquilizarme. Luego, tras unos minutos de recorrer la cabaña y el terreno cercano al árbol donde estaba, nada había cambiado. Yo seguía como un flan. ¿Pero qué iba a hacer? Si no encontraba la manera de tener éxito en aquella misión, si no hallaba la forma en que los occitios decidieran dejarlo todo para ayudarnos a invadir Sagrania —y la cosa no pintaba nada bien— entonces podía contar con pocas garantías de seguir con vida mucho tiempo.

Mientras cenaba seguía reflexionando. Podría procurar tentar a los occitios con la oportunidad de invadir un país lleno de maravillas. Decirles que el botín de su pillaje les mantendría la vida resuelta. Que nunca más tendrían que pasar penalidades... que podrían desollar a quien quisieran...

Era imposible que me hicieran caso. Pensarían que les estaba intentando engañar, porque eso es lo que hacen todos entre sí. Y aunque me creyeran daba igual. De todas formas nunca hacen caso de nadie. Y si se volvían contra mí, cosa más que probable, entonces me vería en la obligación de usar la magia contra ellos... Y sin duda querrían saber de dónde había sacado esos poderes un occitio... todos querrían averiguar la fuente de esas habilidades. No, no, no, aquello podía llegar a ser un verdadero desastre para todo el mundo si alcanzaban su objetivo.

No había otra salida. Debía salir volando del bosque y huir lejos, irme a la otra punta del mundo. No me atraía la idea de marcharme tan y tan lejos, y de ser un fugitivo por el resto de mi vida. Pero yo no iba a esperar a que me mataran. Y no soportaba la idea de que los occitios aprendieran a hacer magia.

Suspiré al imaginar una posible solución a todo aquello. Se me ocurrió que, si en alguno de los libros estuviera escrita la solución a mis problemas, entonces sabría qué hacer. Volví a suspirar. No saldría vivo de aquello... Como si todo fuera tan fácil...

Como si fuera cosa de magia...

Pero...

¿Había dicho «cosa de magia»?

Y entonces se me ocurrió una idea tan sencilla que me entraron ganas de reír.

Era una locura, sí. Pero merecía la pena intentarlo. Al fin y al cabo, la Asamblea siempre tiene la razón.

Hice experimentos de fusión en mi cabaña. Con las habilidades mágicas que había desarrollado, y usando las manos para apretar objetos entre sí, conseguí realizar pequeñas mezclas. Juntaba en un solo objeto cosas como piedras y ramas. En unos días logré obtener seres semiinertes, como por ejemplo piedras de las que salían ramitas con hojas y flores, que sobrevivían unos días antes de caer y marchitarse.

Cuando la Asamblea se volvió a reunir, yo les dije que por nada del mundo quería retrasar la operación. Sólo que necesitaba un poco de tiempo para madurar un plan que iba a ser muy efectivo para nuestra causa. Si confiaban en mí, les dije, podría llevar a todo el mundo a un sorprendente éxito, y a obtener un poder con el que sólo habrían podido soñar. Los duendes dieron luz verde a mi propuesta, y votaron concederme más tiempo. Los fuwas se mostraron más reacios al principio,pues desconfiaban hasta de su sombra. Sin embargo, por lo visto no los conocía lo suficiente como para saber que su sed de poder les cegaría hasta el punto de aceptar esperar un poco más. Pero era ignorancia, también. Porque nadie con sentido común —o al menos con el sentido común que había en mi país— creería en las promesas de un occitio.

Pobres diablos. La de cosas que habían aprendido soibre magia y sociedad sagrarin... su cultura, historia, ciencia tecnología... y al final mi pequeña ventaja residía en saber una única cosa, una estupidez de la que en mi pueblo hasta el más tonto es un maestro. En Occitia, mentir como un bellaco no sirve de mucho porque es tan normal como el aire que respiras. El líquido elemento, la moneda con que se paga el derecho a vivir un día más en Occitia, se llama mentira. Pero yo ya hacía tiempo que sabía que en otros países, a corto plazo, mentir es la clave del éxito.

Seguí con los experimentos de fusión. Pero esta vez aplicado a libros, que era la parte que me interesaba en realidad. Poco a poco, conseguí que el libro de historia formara uno con el de geografía, aunque las letras de ambos formasen al principio marañas ininteligibles. Pero tras varios intentos, con la ayuda de la magia, logré obtener un tomo híbrido entre ambas disciplinas: un tratado sobre geografía a lo largo de la historia. Del ensayo de psicología y el de matemáticas conseguí un ensayo bastante completo, bien que al leerlo se solapaban párrafos de ambos temas y había que leerlos de manera alterna. Y así fui probando cosas nuevas. Hasta que me puse manos a la obra con mi gran idea, y fui juntando volúmenes hasta que me quedó un compendio gordo y grande, una especie de enciclopedia completa en la que estaban, desordenados pero enteros, los contenidos de todos los libros con los que había formado este. Un libro que hablaba de prácticamente todo.

Entretanto iba juntando varias corrientes de la magia en mis experimentos. Magia fuwa, magia duende, magia sagrarin, y aquella otra que era propia e intrínseca en mí, mi magia personal, el estilo que había desarrollado con la única ayuda de mi propio aprendizaje, basado en mi propia esencia.

La desesperación y la pasión que ponía en las mezclas sobre la base de los libros que iba fusionando, unos con otros, hicieron que no reparase en ideas alocadas. Invoqué la sabiduría de las plantas y la habilidad rastreadora de los duendes en especial la que imitaba del duende Egueror, el rastreador de ideas útiles y buenas. Hice mi mayor esfuerzo, esperando que mi magia fuese lo suficientemente poderosa como para atraer los pensamientos de los árboles y los conocimientos de los sabios de Momeria. Y metí todo eso también, algo así como un imán de ideas y de la sabiduría de árboles y personas, dentro del libro. Acumulé la magia sagrarin más poderosa que pude llegar a producir y almacenar, y la reconcentré en el mismo objeto, aquel libro, mi gran obra maestra, varias veces al día. No podía —ni quería— detenerme. Actuaba movido por el miedo y la excitación, sin saber qué consecuencias podría tener aquello. Sin saber, de hecho, si acaso iba a funcionar. Pero no tenía tiempo de pensar en lo que hacía. La situación era desesperada, y no daba lugar a la reflexión. Era salir vivo o muerto de aquella situación, de aquellos diablos del bosque. Y después de todo, ¿desde cuándo un occitio se ha parado a pensar en lo que hace?

Hasta que al final fuwas y duendes no pudieron esperar más. Una nueva reunión de la Asamblea fue convocada, con carácter inaplazable. Yo había conseguido retrasarlas con la presentación de mi experimento como una terrible arma de la magia que iba a ser revolucionaria. Pero entonces se llegó a la decisión irrevocable de reunir a la Asamblea en un plazo de cuatro días.

¡Cuatro días! Apenas me quedaba tiempo. Creo que fueron los más destructivos de mi vida, mucho peores que mis años en Occitia. Porque allí me destrozaba el cuerpo, pero aquí me destrozaba la mente, aquella mente tan genial que estaba concibiendo... lo más terrible que había conseguido hacer en vida.

Me volví loco intentando acelerar el proceso de creación del libro. Sabiendo que mi vida dependía de aquello. No dormí ni comí demasiado. Una y otra vez volvía a aquel experimento, en el que no escatimaba en magia. Usé la mejor que había aprendido, la que me había dado mejores resultados, y muchas otras que desarrollaba sobre la marcha. Una enorme dosis de magia experimental en mis momentos de mayor inspiración, una magia que no tenía ni idea de qué podía provocar en mi obra. Tomé decisiones con más temeridad que antes, cada vez más arriesgadas. No tenía alternativa.

Los experimentos me dejaban tan agotado que creía que no iba a poder más. Pero no podía parar. Si no tenía éxito, jamás me libraría de la amenaza de los duendes y los fuwas. Porque nadie escapa del poder de la Asamblea. Y yo sabía que usar magia era un gasto de energía tal que podía llegar a pasar factura a mi salud, pero no conocía el alcance que tenía abusar de ello. Tras las sesiones con el objeto de mis experimentos la cabeza me daba vueltas, y después sufría de jaquecas terribles. Por las noches no conseguía conciliar el sueño y, cuando lo hacía, sufría de pesadillas que no le deso ni a mi peor enemigo.

Por las noches, a la luz de la vela de cera que encendía con mi magia, leía y releía el libro, que ahora decía cosas sorprendentes. Sinsentidos y disparates que pretendían decir la verdad, como por ejemplo que Momeria no era un mundo plano, sino esférico. Y locuras alarmantes como el hecho de que el sol era otra bola sobre la que estábamos cayendo a una velocidad de vértigo, o que la luna era otra bola que giraba a nuestro alrededor. Todo en aquel libro iba acompañado de frases tan largas y rebuscadas que había que leerlas varias veces para llegar a entenderlas. Pero luego, cuanto más las leía, más sentido cobraban, y más me asustaba la posibilidad de que algo de aquello fuese cierto. Pero no era sólo aquello lo que más me sorprendió, porque otras de aquellas frases hablaban del futuro... y las perspectivas que dejaban entrever aquellas líneas me daban tantos escalofríos que hasta prefería pensar que aquel experimento no estaba saliendo tan bien como pensaba.

Al segundo día yo ya estaba muy agotado, y empecé a temer por mi salud. Creía que me iba a volver loco porque, sobre todo por la noche, comencé a percibir cosas que sabía que no existían de verdad. Oía voces y veía sombras y figuras de colores, como fantasmas, correteando por las paredes de mi choza. Sensaciones ante las cuales yo necesitaba cada vez más tiempo para convencerme de que no existían en la realidad. Por los agujeros de la cabaña se filtraban malos olores de procedencia incierta, y se oían risas de seres inexistentes que se mofaban de mí a carcajada limpia. Todo era tan nítido que tuve que salir de mi cabaña un par de veces a respirar aire fresco, a comprobar que nadie me estaba espiando. Pero fuera nunca había nada.

También en la materia tangible creía ver cosas que no tenían sentido. Como por ejemplo, páginas del libro pasándose solas. Ocurría cuando me lo dejaba abierto sobre el suelo de la cabaña. Un sitio en el que, por cierto, apenas entraba aire, porque había tapado muy bien con barro las junturas de las ramas y las piedras. Por un momento se me ocurrió pensar... que el libro estuviese vivo.

Y los días pasaron, así hasta la víspera de la Asamblea. Se me había echado el tiempo encima. Al día siguiente, fuwas y duendes dictarían mi regreso a Occitia. Así que, juntando todas mis habilidades y energías, en un último esfuerzo desesperado por darle al libro todo mi poder, lo dejé abierto bocarriba en el suelo de la habitación. A continuación conjuré toda la magia que tenía dentro —y la que pude atraer del ambiente— y la enterré entre las páginas. Cuando las luces de magia que salían de mis manos hicieron estallar el libro en un relámpago verde, pensé que ya no podía hacer más. Respiré muy cansado y, sin ya poder más, me derrumbé sentándome en el suelo.

Era ahora o nunca. Tenía que ver si funcionaba como yo esperaba o, por lo menos, hasta dónde llegaba el alcance de su magia.

Miré el libro. Era extraño, pero estaba cerrado. Y yo hubiera jurado que segundos antes estaba abierto.

De modo que lo abrí. Pero, al intentar leerlo, me ocurrió algo insólito. Fue una experiencia... fue una experiencia horrible.

Como empujadas por un viento fortísimo, las páginas se fueron pasando solas a velocidad de vértigo. Pero yo apenas podía verlo. Los ojos se me iban a derecha e izquierda, a una velocidad tan grande que conseguía leer las líneas antes de que las páginas se pasaran. La cantidad de cosas que pasaron por mi mente a cada segundo me paralizaron el cuerpo. Veía imágenes vívidas como la misma realidad, que iban yendo y viniendo como granos de arena empujados por un huracán. Oía voces que hablaban todas a la vez, a un ritmo tan rápido que no puedo entender cómo pude comprender lo que decían. Y la sensación era terrible, no veía dónde estaba, no veía ni el libro ni la habitación ni la cabaña. Todo aquello me hizo sentir que moriría de un momento a otro. No podía moverme, no veía nada. Era como si pelease con cincuenta fuwas.

¿Cuánto tiempo pasé así? Parecía que tenía una olla a presión en el cráneo, lleno a rebosar como me estaba quedando. Cifras, hechos, datos, imágenes... y la sensación cada vez más preocupante de que el libro que había creado iba a matarme. Y de que yo me había convertido en un esclavo, en la marioneta de un señor malvado y poderoso que vivía dentro de aquel tomo...

Entonces unas risotadas, que hasta entonces no me había dado cuenta de que las oía de fondo, empezaron a sonar alrededor. Sin dejar de ver aquel tornado de palabras que se movían de un lado a otro, empecé a mover los brazos desesperado. Me sentía tan mal que empezaba a pensar que no iba a resistirlo y que me iba a quedar en el sitio. Y sentía el final tan cerca que empecé a barbotar incoherencias presa del pánico, aleteando con los brazos como un idiota. Pero no conseguía zafarme del conjuro de mi propio libro. Vi salir rayos verdes de mis manos. En un momento dado, un atronador relámpago de luz verde estalló entre el libro y yo. Salté varios metros hacia atrás. La explosión me había quemado la cara, y me di un fuerte golpe en la espalda y el occipital. Pero sentí que aquello me había salvado la vida.

El relámpago había enviado lejos el volumen, que se cerró de golpe sobre el suelo. Luego me di cuenta de que el autor de aquel rayo de luz había sido yo. Pero justo en ese momento me sentía tan debilitado, aturdido y sin fuerzas que creía que iba a morir. Los ojos me seguían dando vueltas, no podía controlarlos. Estaba agotadísimo y muy mareado, como si hubiera cogido, multiplicada por diez, la peor de las borracheras imaginables junto al más terrible de los delirios por enfermedad. Entonces vomité y acto seguido, luchando por no mancharme en mi propio charco de quimo, rodé por el suelo de mi cabaña. No tenía fuerza ya ni para abrir los ojos. Y entonces ya no pude más y me desvanecí.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me desperté. Cuando lo hice me sentía tan enfermo como nunca antes en la vida. Fue como si de repente me hubiera subido la fiebre hasta tal punto que, si me subía más, acabaría muerto. Creo que pasé así la tarde entera. En mis delirios dije cosas inconexas, vi cosas que creía que existían de verdad, sentía que me moría. Hasta que caí inconsciente de nuevo.

Fue entonces cuando por fin pude despertar de una manera normal. Pero seguía sin sentirme bien. Tenía la cara bañada en sudor, así que me levanté, salí de casa y traté de limpiarme. Utilicé las hojas de un arbusto cercano, porque no me sentía con fuerzas de retirarla con mi magia.

Cuando espabilé del todo me vinieron a la cabeza, de repente, varios de los datos que había leído. Era como si me hubiera leído, en lo que había durado aquel trance, el equivalente a varios libros. Todo de una sentada. De repente había adquirido la facultad de usar el lenguaje de una forma muy distinta a como lo había estado haciendo toda la vida. Ahora sabía un montón de cosas más que antes sobre los países de Momeria, su organización social, y muchas cosas más. El agua es un líquido incoloro, inodoro e insípido. El bronce se obtiene de la aleación de cobre y estaño. Diez entre dos son cinco, y la raíz cuadrada de un millón es mil.

Pero lo mejor de todo es que me sentía capaz de utilizar nuevas formas de magia con las que ni siquiera habría podido soñar.

Una leve carcajada afloró de mi semblante. Sí, lo había logrado. El libro funcionaba y, cuando tuviera tiempo, mi obra me convertiría en el amo del mundo. Si no es que me mataba yo primero, leyéndolo. ¿Pero cómo iba a morirse el mago más poderoso de toda Momeria?

Más tarde tendría tiempo de incluir más libros en aquel compendio, todos los demás que pudiera robar. Era sólo cuestión de tiempo que la respuesta a todas las preguntas que pudiera hacerme estuviera al alcance de mi mano. Y entonces... entonces no sólo averiguaría la forma de escapar del control de la Asamblea, sino que el mundo entero estaría bajo mis pies.

Al día siguiente se reunió la Asamblea, y sus dos mitades perfilaron el tema de mi vuelta a Occitia en un plazo no superior a dos días.

Pero yo apenas presté atención a lo que en ella se dirimía. Estaba más preocupado por las voces que de repente empezaba a oír, que no pertenecían ni a duendes ni a fuwas. Y que, al buscarlas, su origen no aparecía por ningún sitio. Me entró un miedo terrible a estar volviéndome loco, porque ni sabía de dónde venían ni podía parar de oírlas. Y decían cosas sin sentido, pero algunas eran tan escalofriantes que no quise creerme nada. Entre ellas, que los fuwas pensaban traicionarme, que Lávice había muerto y que el agua estaba hecha de unas cosas llamadas átomos de hidrógeno y átomos de oxígeno. Y también que, al cabo de doscientos años en el futuro, un monarca llamado Moari iba a conquistar el mundo entero.

La todopoderosa Asamblea Forestal deliberaba sus resoluciones, pero yo ya no escuchaba. Daba igual, porque la Asamblea nunca se equivoca. Pero a mí me daba igual lo que dijeran los fuwas y los duendes. El libro que había creado acaparaba toda mi atención y empezaba a sentirme muy culpable por no estar leyéndolo, y muy estúpido por no haberlo escondido mejor. Todo el miedo que me sacudía por los huesos a que los fuwas me ajusticiaran por traidor quedó pequeño, muy pequeño, ante la espantosa posibilidad de que alguien me robase el libro. Me lo había dejado en la cabaña, y lo que sentía por él era mucho más fuerte que lo que pudiera sentir por un oasis que hubiese encontrado en medio del desierto, o por una mujer occitia que me hubiese dejado a medio follar. En medio de la Asamblea tuve que reprimir bastantes veces el impulso de marcharme y comprobar que el libro aún estaba en mi cabaña.

Cuando Numenar me llamó la atención me llevé un buen susto, pues no prestaba atención a dónde estaba. Era como si acabaran de despertarme a puñetazos. Numenar me dijo que la Asamblea había alcanzado su resolución, y que ya podía ponerme en camino a mi país natal, y que si tenía alguna cuestión que consultar. Pero yo tardé unos segundos en comprobar superada la impresión, carraspeé, me puse derecho y dije a todo el mundo:

— Partiré para Occitia en el acto. Dejadme que lleve conmigo un par de cosas, y me marcharé justo después de la hora de comer. La Asamblea puede confiar en mí.







lunes, 15 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (IX): El camino al Nuevo Orden

LA VENGANZA DE LAS FLORES

¡Cada lunes un capítulo! 


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9. ~ EL CAMINO AL NUEVO ORDEN ~




No me habían dicho ninguna mentira. Con pocas demostraciones de mis extraños anfitriones ya me quedó claro que la magia existía. Los vi moviendo piedras con la mente, que hacían flotar por el aire. Vi como lanzaban rayos de energía, hechos de algo brillante que parecía un cruce entre agua luminosa y fuego. Y otras cosas que me sorprendieron más, como la facultad de los duendes para moverse más ágiles que el viento o el poder que tenían los fuwas para hacer que las plantas se movieran como culebras. En el bosque, me di cuenta, uno era presa fácil para aquellos locos como decidieran atacarte: cualquier rama mal dirigida podía hundirte la cabeza, cualquier tronco te obstruía el paso, toda liana podía ahorcarte...



La cuestión era que aquella gente hacía magia de verdad. Era formidable. Pero más tarde me di cuenta de que debí haber confiado en ellos de buen principio. Porque la Asamblea nunca se equivoca.



Estaba deseando empezar. Aprender a hacer magia fue la mejor experiencia de mi vida. Los duendes me dijeron que tenía potencial, y que tenía que empezar por aprender a sentirla. Tuve que verla en acción en muchas ocasiones antes de disociarla del resto de la naturaleza, para empezar a desarrollar aquella extraña sensibilidad. Sentir la magia, me dijeron, era el primer paso para aprender a usarla. Con ese fin utilizaron pequeñas descargas de magia que me aplicaban en el brazo a través de sus manos. Lo que sentía cuando me alcanzaban aquellas ondas era una sensación molesta y dolorosa a medio camino entre el frío y el calor, como un arañazo muy lento de uñas afiladas que se toman su tiempo para traspasar la carne.



Luego debía hacer que la sensación fuese en sentido contrario, como tratando de sacarla de dentro hacia afuera. Eso fue lo que permitió el milagro después de una semana de práctica. La primera vez que me vi soltar chispas por las puntas de los dedos, como las que había visto en los tornos a pedal de los afiladores de Sagrarin, me pareció prodigioso y me animó a continuar y a dar progresos.



Poco a poco fui aprendiendo que la magia tenía formas tan variadas como maneras de ser tenían las personas que las practicaban. Y que se podía usar para lo que uno quisiera, siempre y cuando se encontrara la manera de inventarla y controlarla. Por ejemplo, aprendí que permitía fabricar objetos a partir de otros, modificarlos, curar heridas, atacar, volar o incidir sobre las causas de la naturaleza. Sin embargo, y dado que la Asamblea entera se preparaba para revertir el orden de toda Momeria, la mayoría de esas habilidades estaban encaminadas al ataque y la defensa.



Los duendes, seres ligeros de movimientos rápidos y unos sentidos muy desarrollados, parecían tener una habilidad especial para inventar formas de magia que les permitían encontrar cosas en el bosque. Asimismo eran maestros en el arte de camuflarse con el entorno, encantar a la gente para dormirla o ralentizar sus movimientos y desplazarse a grandes distancias sin que nadie los viese. Ese parecía ser el motivo por el que aparecieran de una forma tan pasmosa ante mí durante mi primera reunión de la Asamblea. Algunos habían incluso aprendido a aparecer y desaparecer, a teletransportarse, a volver ligeros objetos pesadísimos o a volverse invisibles.



Por su parte los fuwas, que ya poseían la habilidad de hablar con las plantas y hacer andar sobre unas raíces monstruosas a árboles sorprendentes, habían refinado y potenciado su crueldad a través de formas de magia tan terribles como repugnantes: la mayoría simplemente se habían dedicado a reforzar la potencia de sus rayos de magia, pero otros habían inventado técnicas de ataque terribles. Yo mismo les vi matar a animales del bosque haciendo crecer en sus cuerpos plantas parásitas, que con tallos que asomaban a a través de su piel los mataban en segundos, como si no hubieran querido esperar a que murieran solos para crecer sobre ellos. Otros habían aprendido la habilidad de provocar enfermedades con síntomas como sarpullidos, tan intensos que los animales morían desangrados al no poder dejar de rascarse, o dolores tan insoportables que las víctimas morían de su misma desesperación.



Semanas más tarde aprendí a ejecutar varias de las técnicas que ambas tribus tenían en común, como lanzar rayos de energía, detectar presencias o mover objetos sin tocarlos con las manos. Luego empecé a descubrir por mi cuenta nuevas formas de hacer magia. Aprendí una manera de hacer crecer mis uñas y volverlas duras como el hierro, por ejemplo, o afilar las piedras para que cortasen como cuchillos. Ya no debía preocuparme más por encontrar un arma. Fuera a donde fuera, tendría todas las que quisiera y, de todas formas, mi cuerpo ya era una.



En pocas semanas aprendí también a acelerar el proceso de regeneración de las heridas. Incluso hallé la manera de que los colmillos que perdí en Occitia volvieran a crecerme. Unas cuantas de las cicatrices de mi cuerpo, que ya no pensaba que fuesen a desaparecer jamás, se fueron desvaneciendo un poco cada día, al pasarles la mano por encima hasta que se fueron por completo.



Pero, como me habían ido recordando en las sucesivas reuniones de la Asamblea, les había llegado la hora de irse cobrando todo aquello que me habían dado. Porque la Asamblea sabe defender muy bien sus intereses.


Al principio no quisieron contarme gran cosa acerca de en qué consistía su Plan para el Nuevo Orden. Había mucho secretismo en cuanto a eso, y yo no acababa de contar con toda la confianza en la mitad de la Asamblea de los fuwas. Sin embargo no había que ser muy listo para entender que aquella gente tenía un plan para conquistar el mundo. Yo no las tenía todas conmigo. Para empezar, éramos muy pocos para enfrentarnos al ejército de cualquier país, por mucha magia que tuviésemos. Y ni siquiera yo, que soy de Occitia, estaba tranquilo en compañía de gente tan peligrosa. Con todo, locos o no, estar con ellos me salía a cuenta. Para empezar me estaban enseñando a usar la magia y a desarrollarla. Por no hablar del hecho de que no quería regresar a Occitia. Y si había alguna conspiración para desestabilizar el mundo, fuera cual fuera mi posición al respecto, sin duda me interesaba saber de aquello todo lo posible.

Y entonces fue cuando empezaron nuestras Misiones por el Nuevo Orden.

El modo de operar siempre era el mismo. Gracias a la información que los espías fuwa de cada municipio de Sagrania nos habían facilitado a través de los árboles, establecíamos el itinerario a seguir. Entrábamos al municipio elegido y los fuwas y los duendes, con el mayor de los sigilos que les permitía la magia, robaban todo lo que les interesaba. Puertos, talleres, hospitales, herrerías, casernas militares, comisarías... cualquier cosa les servía para aprender cuanto pudieran de sus enemigos. Armas, utensilios, documentos, manuales, planos, muestras, medicamentos, productos, información de todo tipo...

Yo formaba parte del comando de las librerías. Pasábamos por ellas, nos llevábamos los volúmenes que yo encontraba interesantes para la causa y volvíamos al bosque. Física, geografía, biología, matemáticas, historia, bricolaje, historias de campañas militares y cualquier cosa que nos fuese bien para empezar una guerra. Con los libros, en las selvas, enseñaba a duendes y fuwas  a leer, y ellos a su vez se enseñaban a leer entre sí.

Es muy difícil definir la expresión en el rostro que los fuwas mostraban al leer los libros que sostenían entre sus zarpas. Para ellos, pasar las páginas debía de ser como mover filetes de cadáveres. Pero en el fondo sabían que, si querían que su conspiración tuviera éxito, necesitaban toda la información que pudieran obtener acerca de Sagrania y sus muchos adelantos. Y además de crueldad e ira albergaban mucho miedo, así que no soportaban la idea de que duendes y yo aprendiéramos más cosas que ellos. Los libros me obligaron a guardarlos junto a mi cabaña para no tenerlos cerca. La cabaña me la había construido con piedras y ramas, a pocos minutos de donde celebrábamos las asambleas, y con el tiempo empecé a adobarla con barro y hasta con magia, y siguiendo el ejemplo de las casas de Sagrarin conseguí que aquella choza pareciera una masía campestre. Pero los fuwas, ignorando el hecho de que también ellos usaban los libros. Me llamaban el enterrador o el asesino y me culpaban del creciente cementerio de libros que había en el bosque.

Leer aquellos libros incrementó nuestra capacidad de hacer de todo, y dimos pasos de gigante en muchos ámbitos. No sólo aprendimos sobre las ciudades, la ciencia, la sociedad, el arte militar y la tecnología de Sagrania, sino que también descubrimos que el conocimiento aumentaba nuestra magia. Cuanto más sabíamos, más ideas y procedimientos desarrollábamos para crear tipos de magia novedosos, tan diversos y originales como la propia imaginación lo permitía. Imaginación que como una enredadera crecía sin control, regada por el conocimiento nuevo que la hacía renovarse eternamente. Para mi alegría, yo era mejor mago cada vez, y desarrollaba nuevas magias más y más interesantes. Pero al mismo tiempo, para mi desesperación, veía cómo también aquellos fuwas desarrollaban formas de magia cada vez más poderosas, refinadas, sofisticadas y retorcidas, todas encaminadas a causar dolor y sufrimiento de la forma más cruel y repugnante posible. Tanto, que muchas veces pensé que en realidad eran peores que aquella injusticia que hablábamos de derrocar.

No leíamos los libros enteros, ni mucho menos. Egueror, un duende con una gran habilidad para encontrar cosas útiles en el bosque, y que había sido una pieza clave en el robo de objetos útiles en las ciudades de Sagrania, había desarrollado hacía tiempo un tipo de magia muy especial. No sólo sabía encontrar objetos, sino también ideas. Incluso antes de aprender a leer, había usado sus poderes para señalarme los párrafos de los libros que contenían los conocimientos más útiles para todo aquello que necesitábamos. Sin tener que hojear ni leer el libro de cabo a rabo. A veces incluso sin que nosotros mismos supiéramos de la tremenda utilidad de aquellos párrafos que leíamos hasta mucho más tarde. Y aquí empezó a surgir la idea que originó el gran cambio. Yo leía aquellos fragmentos en voz alta a la Asamblea, y así fue como todos fuimos aprendiendo lo más necesario para la causa. Pero entre mí ya iba pensando en que aquella magia tan particular del duende Egueror podría proporcionarme algo mucho más potente que cualquier otra clase de arma...

Pero no sólo de libros se alimentaban nuestros planes. Y no fue mucho tiempo después que nuestras incursiones nos llevaron a emprender acciones más arriesgadas. No en vano, aquellos vegetales traicioneros llevaban años captando conversaciones útiles en toda Sagrania, tanto a través de los árboles como de los fuwas que habían actuado como sirvientes. Habiendo trabajado en casas de gente rica y poderosa, lo que habían podido llegar a oír, sin olvidar a los espías de los duendes y los soplos de los árboles, nos había permitido dar el paso siguiente. Al cabo de poco tiempo, ya contábamos con la información necesaria para asaltar castillos y palacios estratégicos.

Los secuestros de personas importantes no se producían nunca dos veces seguidas en dos sitios que no estuvieran mínimamente alejados unos de otros. De los duques, condes y marqueses que secuestrábamos sacábamos una información que era aún más valiosa que la de los libros. Sobre todo en lo que a magia se refiere. Las dos mitades de la todopoderosa Asamblea Forestal llevaban tiempo preparados para ello, pero mi llegada, al proporcionarles la pieza que les faltaba, había precipitado los acontecimientos. Gracias a mí tenían acceso a la cultura sagrarin que había en los libros. Y además, como mi fisonomía no era muy distinta a la de los sagrárines, habían decidido dar el paso de los raptos sin temor de alerta a los sagrárines.

Porque una vez cruzada la línea de los saqueos, el peligro de que los sagrárines detectasen la presencia de la fuerza en la sombra que éramos nosotros ya era un precio asumido, así que había que moverse deprisa, antes de que sus fuerzas de seguridad estableciesen puntos en común entre robos, rastros de magia no sagrarin y desapariciones de personas importantes. Ahora que los cuerpos de seguridad de Sagrania estaban sobre la alerta de aquella amenaza fantasma, el plan por el Nuevo Orden había entrado en un punto de no retorno.

Se me adjudicó el papel de actuar como señuelo, pues de entre todos los integrantes de la Asamblea Forestal yo era de lejos el único parecido a una persona de raza sagrarin. Me crearon una identidad falsa, gracias a la cual pude mostrarme como uno más entre los nobles de Sagrania. Cambiaron mi apariencia con magia, blanqueando el tono de mi piel. Ahora parecía un sagrarin más. Gracias a la habilidad que ya tenía antes de la magia, me procuré lo necesario para comprarme ropa cara en las tiendas de ropa más exclusivas de los barrios pudientes de Sagrarin. Poco después contaba con el vestuario adecuado que me permitía pasar por un noble.

De esa manera conseguí entrar, siguiendo órdenes de la Asamblea, en las recepciones de la alta nobleza, y aprender las costumbres de la clase dirigente. Pude comprobar que la leyenda popular era cierta: los nobles saben hacer magia, y ocultan el conocimiento de esa habilidad a la gente corriente. Más aún, los que oyen esas historias lo toman como una broma, o en el mejor de los casos como algo que puede ser cierto o no. Cosa que también interesa a la gente poderosa, pues así es difícil que nadie se atreva a llevarles la contraria.

La magia sagrarin que ostentaba la nobleza de Sagrania era una magia poderosísima, de la que pocos fuwas y duendes habían siquiera oído hablar. Tradiciones milenarias de magia muy perfeccionada, transmitida de generación en generación con nuevos aportes que la enriquecían con el paso de los años. Sin adquirir esa potencia, difícilmente la Asamblea podría hacerse con el control del mundo.

Pero la esencia de una magia, como los mismos duendes me habían enseñado, podía captarse y aprenderse por simple contacto. Luego uno no necesitaba más que tiempo y entrenamiento para desarrollar magias de aquella naturaleza, o de una naturaleza nueva, pero tan parecida a la anterior como fuese posible.

Al principio me había supuesto un reto mayúsculo, todo hay que decirlo, introducirme en aquellos círculos palaciegos. Ni siquiera el cambio de vivir en sagrarin, o en el bosque de Medonia, me había causado un impacto emocional tan fuerte al compararlo con mi vida en la asquerosa Occitia. Aquellas mansiones y castillos monumentales estaban llenos de un lujo y una pompa impresionantes. Conocía a la gente que gobernaba el mundo, y el esplendor y la riqueza que vi por allí me sobrecogieron hasta bien entrado en la costumbre de la infiltración. El temor inicial a ser descubierto, por otro lado, fue algo que no me dejó tranquilo en todo aquel período. Pero la Asamblea me ayudaba a resolver cualquier problema. Gracias a los duendes, que eran maestros en el arte del disfraz, pude esconder mi esencia verdadera y así mostrar a los nobles de Sagrania un aura parecida a la de ellos. Era fácil al haber vivido rodeado de sagranios tanto tiempo, y cada vez me volvía más hábil en aquello. Y de ese modo conseguí ganarme su confianza, y tuve acceso a centros de poder más importantes.

Pero codearme con la nobleza supuso todo un cúmulo de emociones totalmente nuevo para mí. La necesidad de aprender a comportarme y a hablar de una forma tan refinada hizo que el duende Egueror y yo tuviéramos que pasar mucho tiempo con libros de etiqueta, urbanidad, sociología, psicología y protocolo, sin que todo quedara restringido a eso únicamente. El asombro que me produjeron la pompa y el derroche de los que fui testigo, la rabia que me daba comparar aquella forma de vida de derroche y excesos con la miserable existencia que había llevado en Occitia, la ligereza en la toma de decisiones que concernían a las vidas de tanta gente, las risas que yo escuchaba en los círculos de aquellas conversaciones... No era fácil actuar como si nada con algunos comentarios que escuché, que a muchos integrantes de las clases populares hubieran vuelto locos de rabia. Todo aquello me ponía enfermo al principio, y de hecho puso a prueba mi control en más de una ocasión. Ni siquiera al irme acostumbrando poco a poco dio la situación un vuelco radical hasta que un día, al imaginarme como uno de ellos en el Nuevo Orden impulsado por la Asamblea, me vi como la nueva nobleza del futuro. ¡Je! Ahí sí que empecé a reírme de verdad. Y ya verían quién reiría el último esos reyezuelos.

De modo que, poco a poco, empecé a sentirme por encima de todo aquello. Nobles, pobres, gobernantes, gobernados... ¿qué más daba todo eso? Yo era más importante. Ni siquiera los dioses empezaban a contar. ¿Cuándo habían venido Aspín, Anjín y Azivi a cambiar nada, realmente? ¿Qué me importaba que existieran o no, si no se dignaban a dar muestras de vida? ¡Era yo el que iba a darles una buena lección a todos, si los planes de la Asamblea tenían éxito! Pero debí haber estado más seguro de que la Asamblea triunfaría, porque la Asamblea es infalible y nunca se equivoca

Me emocionaba saber que estaba a punto de cambiar el mundo. Puede que incluso llegase a dominarlo. Ya quedaban muy atrás los tiempos en los que mi mayor aspiración en la vida era vivir tranquilo, y mi mayor preocupación comer todos los días y pelear como un animal. Ahora estaba llamado a cosas grandes de verdad.

Con ayuda de la información que les traía sobre las costumbres de los nobles, la Asamblea pudo trazar los planes de secuestro y emboscada de las personalidades que queríamos. En las fiestas que celebraban, en las que invitaban a muchos peces gordos, yo averiguaba de cuánto poder, mágico y no mágico, disponía nuestro siguiente objetivo. También otras cuestiones, como por ejemplo cuándo iban a dejar al resto de nobles para volver a sus dominios a encontrarse solos, cuáles eran sus costumbres, itinerarios, puntos débiles... Los árboles de todos los bosques del país también nos facilitaban información acerca de por dónde y a qué horas salían a cazar, o información sobre la guardia personal que los escoltaba.

No escatimábamos esfuerzos ni eficacia cuando había que entrar en acción. Duendes, fuwas y yo, todos a una con un objetivo en mente. Tras cada emboscada, y una vez fuera de combate la diana, sus defensas y su guardia personal, los llevábamos al bosque de Medonia usando las habilidades de los duendes, que incluían el volverlos más ligeros para facilitar su transporte.

Y entonces empezaba el interrogatorio. Bajo el control y vigilancia de todos los magos, ya fuesen fuwas o duendes, y de mí mismo, les obligábamos a hacernos demostraciones de su magia para luego aprender nosotros a desarrollarla. Ministros, altos cargos, barones, sumos sacerdotes de los dioses sagranios, jueces, alcaldes, terratenientes... mucha gente importante pasó por nuestras manos. No todos sabían hacer magia, pero muchos sí guardaban algún rastro mágico en su presencia, de alguien importante con quien habían estado en contacto. Y todos tenían mucha información y medios que proporcionarnos. Si no accedían a hacernos demostraciones de magia, robábamos su esencia por la fuerza. Cualquier parte del cuerpo de una persona, incluso el aire que respira, proporciona mucha información sobre su aura para aquel que sabe verla. Podríamos habernos conformado con cosas más inocentes, como el pelo o la saliva o la piel muerta... pero es una lástima que aquello que más magia y aura contuviera fuese la sangre.

Los fuwas eran especialmente crueles y sádicos en sus pesquisas, además de horriblemente vengativos. Culpaban a nuestras víctimas del exilio a los bosques que sus antepasados habían sufrido. Y aplicaban sus castigos coreando todo aquello que les echaban en cara, como si fuesen oraciones en rituales religiosos que llevasen décadas ensayando para la ocasión. Y los castigos eran tan horribles como creativos para aquellos nobles que, por muchos males que hubiesen hecho al mundo, en mi opinión no merecían ni la centésima parte de aquello. Vi hacer cosas a los fuwas tan terribles que me hicieron plantearme mi lealtad a la Asamblea: muertes por lapidación, inanición o privación de sueño eran las menos vomitivas y frecuentes. En cambio, disfrutaban sobre todo de una práctica que ellos llamaban vivisección selectiva. Era una práctica tan escalofriante que ni siquiera yo, que en Occitia había visto de todo, podía presenciar, y hasta me tapaba los oídos, oculto en el último rincón del bosque, para no oír gritos de horror que se sentían a kilómetros. Muchas noches las pasaba sin dormir. Algo me decía que corría peligro con aquella gente, y que tal vez me hubiese equivocado aliándome con ellos.

Una vez les extraíamos su esencia a los nobles y aprendíamos a imitarlas, los duendes y los fuwas combinaban los distintos tipos de magia con la suya. Después formaban sesiones de entrenamiento, en la que averiguaban nuevas cosas que hacer con los nuevos tipos de poder mágico que iban aprendiendo de las nuevas combinaciones. Como existía un sentimiento de desconfianza mutuo entre los duendes y los fuwas, aprendían muy poco unos de otros. Solían practicar con los miembros del propio grupo, así que incorporaron las esencias de magia sagrarin a sus respectivas habilidades.

Yo, en cambio, practiqué con ambos grupos, aprendiendo de unos y de otros. No me quedaba otro remedio, tampoco, pues yo era el único que no encajaba en ninguno de los dos. Aún me llamaban el  occitio, el granate o el forastero, eso cuando los fuwas no utilizaban sus otros apelativos menos cariñosos. No puedo expresar con palabras cómo me miraban fuwas y duendes cuando venía de practicar con los miembros de la otra mitad de la Asamblea, porque su desconfianza sólo iba pareja a su curiosidad malsana.

Junté en mi acerbo de conocimientos todo lo que pude en cuanto a poder mágico. Magia fuwa, duende, sagrarin... no me quería dejar nada. Y además parecía que aquella conjunción de esencias se reforzaba con mi base personal occitia. Esta parecía estar funcionando como un provechoso caldo de cultivo para la magia que se gestaba en mi interior, porque en poco tiempo progresé muchísimo. También es verdad que practicaba muchas horas al día, apasionado como estaba en lo que hacía. Cuanto mejor me volvía con la magia, más cosas podía hacer, y más quería aprender. Poco a poco, tanto fuwas como duendes se fueron haciendo más y más poderosos. Todos fuimos progresando mucho. Hasta que la Asamblea se convirtió en una de las fuerzas más poderosas de toda Momeria, aunque en ese momento poca gente lo supiera. Sin duda alguna, y aunque seguía invisible a los ojos de nuestros enemigos, la larga lista de misteriosos saqueos y desapariciones, que iban aumentando en su importancia, ya causaba terror en toda Sagrania.

Sin embargo, para gran asombro por mi parte, yo empezaba a recortar distancias con mis compañeros en el nivel de nuestra habilidad. Y la diferencia que inicialmente había entre mi poder y el de los fuwas y los duendes se estrechaba cada día más. Pronto los alcanzaría y, si la cosa seguía así, acabaría siendo el mago más poderoso del bosque, y uno de los más fuertes del mundo. Al cabo de pocos meses aprendí a mover pequeñas elevaciones de terreno, ríos y rocas enormes con un gesto de mis brazos, o a soltar rayos de fuego comparables a relámpagos, que debía controlar para no provocar incendios en el bosque. A medida que incorporaba nuevas habilidades y las entrenaba por mi cuenta, inspirándome en las que había visto hacer a los nobles sagrárines, me sentía cada vez más fuerte y poderoso, más capaz de todo que nunca.

Eso no hizo que mis miedos desaparecieran. Fue casi al revés. La forma en que me miraban algunos fuwas, cuando veían lo que sabía hacer, hizo que mis pesadillas y noches sin dormir empeorasen. No sé qué creían que pensaba hacer, si es que cree el ladrón que son todos de su condición. Tampoco sabía quién tenía más miedo de quién. En mi imaginación yo los veía cada dos por tres entrando en mi cabaña para acuchillarme con las armas que habían robado a los sagrárines. Aunque pensé que, mientras me necesitaran, eso no ocurriría. Y sin embargo me decía, cada vez más, que me estaba jugando la vida allí. Un día de estos, me decía día sí día también, había que ir pensando en hacer las maletas... Pero lo más terrorífico de todo era que, pensándolo mejor, tal vez no fuese tan buena idea. Sabiendo lo que sabía sobre la Asamblea, y teniendo en cuenta la habilidad de los fuwas de hablar con los árboles, era más peligroso huir de ellos que quedarme en Medonia. Los árboles hablaban entre sí, como una peligrosa red omnipresente de espionaje que todo lo veía, y estaban repartidos por el mundo como un millón de ojos de los que era imposible escapar.

Pero todos aquellos pensamientos se disipaban al día siguiente. Era genial pertenecer a la poderosa fuerza de la gran Asamblea. Y aprender magia, ir mejorando cada vez, era sencillamente sublime. Además me sabía determinante en el devenir del mundo. Era una potente fuerza en la sombra, una magia dispuesta a hacer tambalearse todo cuanto conocíamos. Empezábamos a mover los hilos del mundo. Era nuestro poder, nuestra forma de hacer, lo que contaba ahora. En cuanto dispusiésemos de magia suficiente, impondríamos nuestro gobierno a toda Momeria. Y el inicio de todo era el país de Sagrania. Íbamos a hacer tabula rasa con lo que había, y a poner nuestras cartas encima de la mesa, para luego repartirlas a nuestra conveniencia, todo a nuestra manera. Aquella gente estaba a punto de gobernar el mundo. Y yo, si lo hacía bien, ocuparía un puesto importante en aquella nueva organización, y tal vez acabase incluso dominándolos a ellos.

Hasta que, de repente, todo se torció, y adquirió un giro en los acontecimientos que me hizo maldecir mi suerte y a los dioses.

El revés de la nueva misión que me encomendó la Asamblea me obligó a dejar de autoengañarme. Me puso frente al espejo, y me hizo volver a ver que no sólo corría peligro, sino que además estaba muy equivocado con respecto a mi futuro. No sólo podía tener problemas si me atrevía a desobedecer lo que me habían ordenado, sino que además estaba entre la espada y la pared. Había estado jugando con fuego durante tanto tiempo que ni se me ocurrió que igual podría quemarme. No había medido la gravedad de la situación tan delicada en la que estaba. Y no me había dado cuenta hasta aquel momento, porque hasta entonces no me habían ordenado algo que yo no quisiera cumplir.

Pero se les había pasado por la cabeza un disparate tal que no podía creerlo... ¿Se habían dado todos juntos un buen golpe aquella mañana, o qué? Era sencillamente demencial. ¿A qué cerebro desquiciado se le había ocurrido la genial idea de que yo podría reclutar a los occitios para nuestra causa?