lunes, 15 de julio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (IX): El camino al Nuevo Orden

LA VENGANZA DE LAS FLORES

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9. ~ EL CAMINO AL NUEVO ORDEN ~




No me habían dicho ninguna mentira. Con pocas demostraciones de mis extraños anfitriones ya me quedó claro que la magia existía. Los vi moviendo piedras con la mente, que hacían flotar por el aire. Vi como lanzaban rayos de energía, hechos de algo brillante que parecía un cruce entre agua luminosa y fuego. Y otras cosas que me sorprendieron más, como la facultad de los duendes para moverse más ágiles que el viento o el poder que tenían los fuwas para hacer que las plantas se movieran como culebras. En el bosque, me di cuenta, uno era presa fácil para aquellos locos como decidieran atacarte: cualquier rama mal dirigida podía hundirte la cabeza, cualquier tronco te obstruía el paso, toda liana podía ahorcarte...



La cuestión era que aquella gente hacía magia de verdad. Era formidable. Pero más tarde me di cuenta de que debí haber confiado en ellos de buen principio. Porque la Asamblea nunca se equivoca.



Estaba deseando empezar. Aprender a hacer magia fue la mejor experiencia de mi vida. Los duendes me dijeron que tenía potencial, y que tenía que empezar por aprender a sentirla. Tuve que verla en acción en muchas ocasiones antes de disociarla del resto de la naturaleza, para empezar a desarrollar aquella extraña sensibilidad. Sentir la magia, me dijeron, era el primer paso para aprender a usarla. Con ese fin utilizaron pequeñas descargas de magia que me aplicaban en el brazo a través de sus manos. Lo que sentía cuando me alcanzaban aquellas ondas era una sensación molesta y dolorosa a medio camino entre el frío y el calor, como un arañazo muy lento de uñas afiladas que se toman su tiempo para traspasar la carne.



Luego debía hacer que la sensación fuese en sentido contrario, como tratando de sacarla de dentro hacia afuera. Eso fue lo que permitió el milagro después de una semana de práctica. La primera vez que me vi soltar chispas por las puntas de los dedos, como las que había visto en los tornos a pedal de los afiladores de Sagrarin, me pareció prodigioso y me animó a continuar y a dar progresos.



Poco a poco fui aprendiendo que la magia tenía formas tan variadas como maneras de ser tenían las personas que las practicaban. Y que se podía usar para lo que uno quisiera, siempre y cuando se encontrara la manera de inventarla y controlarla. Por ejemplo, aprendí que permitía fabricar objetos a partir de otros, modificarlos, curar heridas, atacar, volar o incidir sobre las causas de la naturaleza. Sin embargo, y dado que la Asamblea entera se preparaba para revertir el orden de toda Momeria, la mayoría de esas habilidades estaban encaminadas al ataque y la defensa.



Los duendes, seres ligeros de movimientos rápidos y unos sentidos muy desarrollados, parecían tener una habilidad especial para inventar formas de magia que les permitían encontrar cosas en el bosque. Asimismo eran maestros en el arte de camuflarse con el entorno, encantar a la gente para dormirla o ralentizar sus movimientos y desplazarse a grandes distancias sin que nadie los viese. Ese parecía ser el motivo por el que aparecieran de una forma tan pasmosa ante mí durante mi primera reunión de la Asamblea. Algunos habían incluso aprendido a aparecer y desaparecer, a teletransportarse, a volver ligeros objetos pesadísimos o a volverse invisibles.



Por su parte los fuwas, que ya poseían la habilidad de hablar con las plantas y hacer andar sobre unas raíces monstruosas a árboles sorprendentes, habían refinado y potenciado su crueldad a través de formas de magia tan terribles como repugnantes: la mayoría simplemente se habían dedicado a reforzar la potencia de sus rayos de magia, pero otros habían inventado técnicas de ataque terribles. Yo mismo les vi matar a animales del bosque haciendo crecer en sus cuerpos plantas parásitas, que con tallos que asomaban a a través de su piel los mataban en segundos, como si no hubieran querido esperar a que murieran solos para crecer sobre ellos. Otros habían aprendido la habilidad de provocar enfermedades con síntomas como sarpullidos, tan intensos que los animales morían desangrados al no poder dejar de rascarse, o dolores tan insoportables que las víctimas morían de su misma desesperación.



Semanas más tarde aprendí a ejecutar varias de las técnicas que ambas tribus tenían en común, como lanzar rayos de energía, detectar presencias o mover objetos sin tocarlos con las manos. Luego empecé a descubrir por mi cuenta nuevas formas de hacer magia. Aprendí una manera de hacer crecer mis uñas y volverlas duras como el hierro, por ejemplo, o afilar las piedras para que cortasen como cuchillos. Ya no debía preocuparme más por encontrar un arma. Fuera a donde fuera, tendría todas las que quisiera y, de todas formas, mi cuerpo ya era una.



En pocas semanas aprendí también a acelerar el proceso de regeneración de las heridas. Incluso hallé la manera de que los colmillos que perdí en Occitia volvieran a crecerme. Unas cuantas de las cicatrices de mi cuerpo, que ya no pensaba que fuesen a desaparecer jamás, se fueron desvaneciendo un poco cada día, al pasarles la mano por encima hasta que se fueron por completo.



Pero, como me habían ido recordando en las sucesivas reuniones de la Asamblea, les había llegado la hora de irse cobrando todo aquello que me habían dado. Porque la Asamblea sabe defender muy bien sus intereses.


Al principio no quisieron contarme gran cosa acerca de en qué consistía su Plan para el Nuevo Orden. Había mucho secretismo en cuanto a eso, y yo no acababa de contar con toda la confianza en la mitad de la Asamblea de los fuwas. Sin embargo no había que ser muy listo para entender que aquella gente tenía un plan para conquistar el mundo. Yo no las tenía todas conmigo. Para empezar, éramos muy pocos para enfrentarnos al ejército de cualquier país, por mucha magia que tuviésemos. Y ni siquiera yo, que soy de Occitia, estaba tranquilo en compañía de gente tan peligrosa. Con todo, locos o no, estar con ellos me salía a cuenta. Para empezar me estaban enseñando a usar la magia y a desarrollarla. Por no hablar del hecho de que no quería regresar a Occitia. Y si había alguna conspiración para desestabilizar el mundo, fuera cual fuera mi posición al respecto, sin duda me interesaba saber de aquello todo lo posible.

Y entonces fue cuando empezaron nuestras Misiones por el Nuevo Orden.

El modo de operar siempre era el mismo. Gracias a la información que los espías fuwa de cada municipio de Sagrania nos habían facilitado a través de los árboles, establecíamos el itinerario a seguir. Entrábamos al municipio elegido y los fuwas y los duendes, con el mayor de los sigilos que les permitía la magia, robaban todo lo que les interesaba. Puertos, talleres, hospitales, herrerías, casernas militares, comisarías... cualquier cosa les servía para aprender cuanto pudieran de sus enemigos. Armas, utensilios, documentos, manuales, planos, muestras, medicamentos, productos, información de todo tipo...

Yo formaba parte del comando de las librerías. Pasábamos por ellas, nos llevábamos los volúmenes que yo encontraba interesantes para la causa y volvíamos al bosque. Física, geografía, biología, matemáticas, historia, bricolaje, historias de campañas militares y cualquier cosa que nos fuese bien para empezar una guerra. Con los libros, en las selvas, enseñaba a duendes y fuwas  a leer, y ellos a su vez se enseñaban a leer entre sí.

Es muy difícil definir la expresión en el rostro que los fuwas mostraban al leer los libros que sostenían entre sus zarpas. Para ellos, pasar las páginas debía de ser como mover filetes de cadáveres. Pero en el fondo sabían que, si querían que su conspiración tuviera éxito, necesitaban toda la información que pudieran obtener acerca de Sagrania y sus muchos adelantos. Y además de crueldad e ira albergaban mucho miedo, así que no soportaban la idea de que duendes y yo aprendiéramos más cosas que ellos. Los libros me obligaron a guardarlos junto a mi cabaña para no tenerlos cerca. La cabaña me la había construido con piedras y ramas, a pocos minutos de donde celebrábamos las asambleas, y con el tiempo empecé a adobarla con barro y hasta con magia, y siguiendo el ejemplo de las casas de Sagrarin conseguí que aquella choza pareciera una masía campestre. Pero los fuwas, ignorando el hecho de que también ellos usaban los libros. Me llamaban el enterrador o el asesino y me culpaban del creciente cementerio de libros que había en el bosque.

Leer aquellos libros incrementó nuestra capacidad de hacer de todo, y dimos pasos de gigante en muchos ámbitos. No sólo aprendimos sobre las ciudades, la ciencia, la sociedad, el arte militar y la tecnología de Sagrania, sino que también descubrimos que el conocimiento aumentaba nuestra magia. Cuanto más sabíamos, más ideas y procedimientos desarrollábamos para crear tipos de magia novedosos, tan diversos y originales como la propia imaginación lo permitía. Imaginación que como una enredadera crecía sin control, regada por el conocimiento nuevo que la hacía renovarse eternamente. Para mi alegría, yo era mejor mago cada vez, y desarrollaba nuevas magias más y más interesantes. Pero al mismo tiempo, para mi desesperación, veía cómo también aquellos fuwas desarrollaban formas de magia cada vez más poderosas, refinadas, sofisticadas y retorcidas, todas encaminadas a causar dolor y sufrimiento de la forma más cruel y repugnante posible. Tanto, que muchas veces pensé que en realidad eran peores que aquella injusticia que hablábamos de derrocar.

No leíamos los libros enteros, ni mucho menos. Egueror, un duende con una gran habilidad para encontrar cosas útiles en el bosque, y que había sido una pieza clave en el robo de objetos útiles en las ciudades de Sagrania, había desarrollado hacía tiempo un tipo de magia muy especial. No sólo sabía encontrar objetos, sino también ideas. Incluso antes de aprender a leer, había usado sus poderes para señalarme los párrafos de los libros que contenían los conocimientos más útiles para todo aquello que necesitábamos. Sin tener que hojear ni leer el libro de cabo a rabo. A veces incluso sin que nosotros mismos supiéramos de la tremenda utilidad de aquellos párrafos que leíamos hasta mucho más tarde. Y aquí empezó a surgir la idea que originó el gran cambio. Yo leía aquellos fragmentos en voz alta a la Asamblea, y así fue como todos fuimos aprendiendo lo más necesario para la causa. Pero entre mí ya iba pensando en que aquella magia tan particular del duende Egueror podría proporcionarme algo mucho más potente que cualquier otra clase de arma...

Pero no sólo de libros se alimentaban nuestros planes. Y no fue mucho tiempo después que nuestras incursiones nos llevaron a emprender acciones más arriesgadas. No en vano, aquellos vegetales traicioneros llevaban años captando conversaciones útiles en toda Sagrania, tanto a través de los árboles como de los fuwas que habían actuado como sirvientes. Habiendo trabajado en casas de gente rica y poderosa, lo que habían podido llegar a oír, sin olvidar a los espías de los duendes y los soplos de los árboles, nos había permitido dar el paso siguiente. Al cabo de poco tiempo, ya contábamos con la información necesaria para asaltar castillos y palacios estratégicos.

Los secuestros de personas importantes no se producían nunca dos veces seguidas en dos sitios que no estuvieran mínimamente alejados unos de otros. De los duques, condes y marqueses que secuestrábamos sacábamos una información que era aún más valiosa que la de los libros. Sobre todo en lo que a magia se refiere. Las dos mitades de la todopoderosa Asamblea Forestal llevaban tiempo preparados para ello, pero mi llegada, al proporcionarles la pieza que les faltaba, había precipitado los acontecimientos. Gracias a mí tenían acceso a la cultura sagrarin que había en los libros. Y además, como mi fisonomía no era muy distinta a la de los sagrárines, habían decidido dar el paso de los raptos sin temor de alerta a los sagrárines.

Porque una vez cruzada la línea de los saqueos, el peligro de que los sagrárines detectasen la presencia de la fuerza en la sombra que éramos nosotros ya era un precio asumido, así que había que moverse deprisa, antes de que sus fuerzas de seguridad estableciesen puntos en común entre robos, rastros de magia no sagrarin y desapariciones de personas importantes. Ahora que los cuerpos de seguridad de Sagrania estaban sobre la alerta de aquella amenaza fantasma, el plan por el Nuevo Orden había entrado en un punto de no retorno.

Se me adjudicó el papel de actuar como señuelo, pues de entre todos los integrantes de la Asamblea Forestal yo era de lejos el único parecido a una persona de raza sagrarin. Me crearon una identidad falsa, gracias a la cual pude mostrarme como uno más entre los nobles de Sagrania. Cambiaron mi apariencia con magia, blanqueando el tono de mi piel. Ahora parecía un sagrarin más. Gracias a la habilidad que ya tenía antes de la magia, me procuré lo necesario para comprarme ropa cara en las tiendas de ropa más exclusivas de los barrios pudientes de Sagrarin. Poco después contaba con el vestuario adecuado que me permitía pasar por un noble.

De esa manera conseguí entrar, siguiendo órdenes de la Asamblea, en las recepciones de la alta nobleza, y aprender las costumbres de la clase dirigente. Pude comprobar que la leyenda popular era cierta: los nobles saben hacer magia, y ocultan el conocimiento de esa habilidad a la gente corriente. Más aún, los que oyen esas historias lo toman como una broma, o en el mejor de los casos como algo que puede ser cierto o no. Cosa que también interesa a la gente poderosa, pues así es difícil que nadie se atreva a llevarles la contraria.

La magia sagrarin que ostentaba la nobleza de Sagrania era una magia poderosísima, de la que pocos fuwas y duendes habían siquiera oído hablar. Tradiciones milenarias de magia muy perfeccionada, transmitida de generación en generación con nuevos aportes que la enriquecían con el paso de los años. Sin adquirir esa potencia, difícilmente la Asamblea podría hacerse con el control del mundo.

Pero la esencia de una magia, como los mismos duendes me habían enseñado, podía captarse y aprenderse por simple contacto. Luego uno no necesitaba más que tiempo y entrenamiento para desarrollar magias de aquella naturaleza, o de una naturaleza nueva, pero tan parecida a la anterior como fuese posible.

Al principio me había supuesto un reto mayúsculo, todo hay que decirlo, introducirme en aquellos círculos palaciegos. Ni siquiera el cambio de vivir en sagrarin, o en el bosque de Medonia, me había causado un impacto emocional tan fuerte al compararlo con mi vida en la asquerosa Occitia. Aquellas mansiones y castillos monumentales estaban llenos de un lujo y una pompa impresionantes. Conocía a la gente que gobernaba el mundo, y el esplendor y la riqueza que vi por allí me sobrecogieron hasta bien entrado en la costumbre de la infiltración. El temor inicial a ser descubierto, por otro lado, fue algo que no me dejó tranquilo en todo aquel período. Pero la Asamblea me ayudaba a resolver cualquier problema. Gracias a los duendes, que eran maestros en el arte del disfraz, pude esconder mi esencia verdadera y así mostrar a los nobles de Sagrania un aura parecida a la de ellos. Era fácil al haber vivido rodeado de sagranios tanto tiempo, y cada vez me volvía más hábil en aquello. Y de ese modo conseguí ganarme su confianza, y tuve acceso a centros de poder más importantes.

Pero codearme con la nobleza supuso todo un cúmulo de emociones totalmente nuevo para mí. La necesidad de aprender a comportarme y a hablar de una forma tan refinada hizo que el duende Egueror y yo tuviéramos que pasar mucho tiempo con libros de etiqueta, urbanidad, sociología, psicología y protocolo, sin que todo quedara restringido a eso únicamente. El asombro que me produjeron la pompa y el derroche de los que fui testigo, la rabia que me daba comparar aquella forma de vida de derroche y excesos con la miserable existencia que había llevado en Occitia, la ligereza en la toma de decisiones que concernían a las vidas de tanta gente, las risas que yo escuchaba en los círculos de aquellas conversaciones... No era fácil actuar como si nada con algunos comentarios que escuché, que a muchos integrantes de las clases populares hubieran vuelto locos de rabia. Todo aquello me ponía enfermo al principio, y de hecho puso a prueba mi control en más de una ocasión. Ni siquiera al irme acostumbrando poco a poco dio la situación un vuelco radical hasta que un día, al imaginarme como uno de ellos en el Nuevo Orden impulsado por la Asamblea, me vi como la nueva nobleza del futuro. ¡Je! Ahí sí que empecé a reírme de verdad. Y ya verían quién reiría el último esos reyezuelos.

De modo que, poco a poco, empecé a sentirme por encima de todo aquello. Nobles, pobres, gobernantes, gobernados... ¿qué más daba todo eso? Yo era más importante. Ni siquiera los dioses empezaban a contar. ¿Cuándo habían venido Aspín, Anjín y Azivi a cambiar nada, realmente? ¿Qué me importaba que existieran o no, si no se dignaban a dar muestras de vida? ¡Era yo el que iba a darles una buena lección a todos, si los planes de la Asamblea tenían éxito! Pero debí haber estado más seguro de que la Asamblea triunfaría, porque la Asamblea es infalible y nunca se equivoca

Me emocionaba saber que estaba a punto de cambiar el mundo. Puede que incluso llegase a dominarlo. Ya quedaban muy atrás los tiempos en los que mi mayor aspiración en la vida era vivir tranquilo, y mi mayor preocupación comer todos los días y pelear como un animal. Ahora estaba llamado a cosas grandes de verdad.

Con ayuda de la información que les traía sobre las costumbres de los nobles, la Asamblea pudo trazar los planes de secuestro y emboscada de las personalidades que queríamos. En las fiestas que celebraban, en las que invitaban a muchos peces gordos, yo averiguaba de cuánto poder, mágico y no mágico, disponía nuestro siguiente objetivo. También otras cuestiones, como por ejemplo cuándo iban a dejar al resto de nobles para volver a sus dominios a encontrarse solos, cuáles eran sus costumbres, itinerarios, puntos débiles... Los árboles de todos los bosques del país también nos facilitaban información acerca de por dónde y a qué horas salían a cazar, o información sobre la guardia personal que los escoltaba.

No escatimábamos esfuerzos ni eficacia cuando había que entrar en acción. Duendes, fuwas y yo, todos a una con un objetivo en mente. Tras cada emboscada, y una vez fuera de combate la diana, sus defensas y su guardia personal, los llevábamos al bosque de Medonia usando las habilidades de los duendes, que incluían el volverlos más ligeros para facilitar su transporte.

Y entonces empezaba el interrogatorio. Bajo el control y vigilancia de todos los magos, ya fuesen fuwas o duendes, y de mí mismo, les obligábamos a hacernos demostraciones de su magia para luego aprender nosotros a desarrollarla. Ministros, altos cargos, barones, sumos sacerdotes de los dioses sagranios, jueces, alcaldes, terratenientes... mucha gente importante pasó por nuestras manos. No todos sabían hacer magia, pero muchos sí guardaban algún rastro mágico en su presencia, de alguien importante con quien habían estado en contacto. Y todos tenían mucha información y medios que proporcionarnos. Si no accedían a hacernos demostraciones de magia, robábamos su esencia por la fuerza. Cualquier parte del cuerpo de una persona, incluso el aire que respira, proporciona mucha información sobre su aura para aquel que sabe verla. Podríamos habernos conformado con cosas más inocentes, como el pelo o la saliva o la piel muerta... pero es una lástima que aquello que más magia y aura contuviera fuese la sangre.

Los fuwas eran especialmente crueles y sádicos en sus pesquisas, además de horriblemente vengativos. Culpaban a nuestras víctimas del exilio a los bosques que sus antepasados habían sufrido. Y aplicaban sus castigos coreando todo aquello que les echaban en cara, como si fuesen oraciones en rituales religiosos que llevasen décadas ensayando para la ocasión. Y los castigos eran tan horribles como creativos para aquellos nobles que, por muchos males que hubiesen hecho al mundo, en mi opinión no merecían ni la centésima parte de aquello. Vi hacer cosas a los fuwas tan terribles que me hicieron plantearme mi lealtad a la Asamblea: muertes por lapidación, inanición o privación de sueño eran las menos vomitivas y frecuentes. En cambio, disfrutaban sobre todo de una práctica que ellos llamaban vivisección selectiva. Era una práctica tan escalofriante que ni siquiera yo, que en Occitia había visto de todo, podía presenciar, y hasta me tapaba los oídos, oculto en el último rincón del bosque, para no oír gritos de horror que se sentían a kilómetros. Muchas noches las pasaba sin dormir. Algo me decía que corría peligro con aquella gente, y que tal vez me hubiese equivocado aliándome con ellos.

Una vez les extraíamos su esencia a los nobles y aprendíamos a imitarlas, los duendes y los fuwas combinaban los distintos tipos de magia con la suya. Después formaban sesiones de entrenamiento, en la que averiguaban nuevas cosas que hacer con los nuevos tipos de poder mágico que iban aprendiendo de las nuevas combinaciones. Como existía un sentimiento de desconfianza mutuo entre los duendes y los fuwas, aprendían muy poco unos de otros. Solían practicar con los miembros del propio grupo, así que incorporaron las esencias de magia sagrarin a sus respectivas habilidades.

Yo, en cambio, practiqué con ambos grupos, aprendiendo de unos y de otros. No me quedaba otro remedio, tampoco, pues yo era el único que no encajaba en ninguno de los dos. Aún me llamaban el  occitio, el granate o el forastero, eso cuando los fuwas no utilizaban sus otros apelativos menos cariñosos. No puedo expresar con palabras cómo me miraban fuwas y duendes cuando venía de practicar con los miembros de la otra mitad de la Asamblea, porque su desconfianza sólo iba pareja a su curiosidad malsana.

Junté en mi acerbo de conocimientos todo lo que pude en cuanto a poder mágico. Magia fuwa, duende, sagrarin... no me quería dejar nada. Y además parecía que aquella conjunción de esencias se reforzaba con mi base personal occitia. Esta parecía estar funcionando como un provechoso caldo de cultivo para la magia que se gestaba en mi interior, porque en poco tiempo progresé muchísimo. También es verdad que practicaba muchas horas al día, apasionado como estaba en lo que hacía. Cuanto mejor me volvía con la magia, más cosas podía hacer, y más quería aprender. Poco a poco, tanto fuwas como duendes se fueron haciendo más y más poderosos. Todos fuimos progresando mucho. Hasta que la Asamblea se convirtió en una de las fuerzas más poderosas de toda Momeria, aunque en ese momento poca gente lo supiera. Sin duda alguna, y aunque seguía invisible a los ojos de nuestros enemigos, la larga lista de misteriosos saqueos y desapariciones, que iban aumentando en su importancia, ya causaba terror en toda Sagrania.

Sin embargo, para gran asombro por mi parte, yo empezaba a recortar distancias con mis compañeros en el nivel de nuestra habilidad. Y la diferencia que inicialmente había entre mi poder y el de los fuwas y los duendes se estrechaba cada día más. Pronto los alcanzaría y, si la cosa seguía así, acabaría siendo el mago más poderoso del bosque, y uno de los más fuertes del mundo. Al cabo de pocos meses aprendí a mover pequeñas elevaciones de terreno, ríos y rocas enormes con un gesto de mis brazos, o a soltar rayos de fuego comparables a relámpagos, que debía controlar para no provocar incendios en el bosque. A medida que incorporaba nuevas habilidades y las entrenaba por mi cuenta, inspirándome en las que había visto hacer a los nobles sagrárines, me sentía cada vez más fuerte y poderoso, más capaz de todo que nunca.

Eso no hizo que mis miedos desaparecieran. Fue casi al revés. La forma en que me miraban algunos fuwas, cuando veían lo que sabía hacer, hizo que mis pesadillas y noches sin dormir empeorasen. No sé qué creían que pensaba hacer, si es que cree el ladrón que son todos de su condición. Tampoco sabía quién tenía más miedo de quién. En mi imaginación yo los veía cada dos por tres entrando en mi cabaña para acuchillarme con las armas que habían robado a los sagrárines. Aunque pensé que, mientras me necesitaran, eso no ocurriría. Y sin embargo me decía, cada vez más, que me estaba jugando la vida allí. Un día de estos, me decía día sí día también, había que ir pensando en hacer las maletas... Pero lo más terrorífico de todo era que, pensándolo mejor, tal vez no fuese tan buena idea. Sabiendo lo que sabía sobre la Asamblea, y teniendo en cuenta la habilidad de los fuwas de hablar con los árboles, era más peligroso huir de ellos que quedarme en Medonia. Los árboles hablaban entre sí, como una peligrosa red omnipresente de espionaje que todo lo veía, y estaban repartidos por el mundo como un millón de ojos de los que era imposible escapar.

Pero todos aquellos pensamientos se disipaban al día siguiente. Era genial pertenecer a la poderosa fuerza de la gran Asamblea. Y aprender magia, ir mejorando cada vez, era sencillamente sublime. Además me sabía determinante en el devenir del mundo. Era una potente fuerza en la sombra, una magia dispuesta a hacer tambalearse todo cuanto conocíamos. Empezábamos a mover los hilos del mundo. Era nuestro poder, nuestra forma de hacer, lo que contaba ahora. En cuanto dispusiésemos de magia suficiente, impondríamos nuestro gobierno a toda Momeria. Y el inicio de todo era el país de Sagrania. Íbamos a hacer tabula rasa con lo que había, y a poner nuestras cartas encima de la mesa, para luego repartirlas a nuestra conveniencia, todo a nuestra manera. Aquella gente estaba a punto de gobernar el mundo. Y yo, si lo hacía bien, ocuparía un puesto importante en aquella nueva organización, y tal vez acabase incluso dominándolos a ellos.

Hasta que, de repente, todo se torció, y adquirió un giro en los acontecimientos que me hizo maldecir mi suerte y a los dioses.

El revés de la nueva misión que me encomendó la Asamblea me obligó a dejar de autoengañarme. Me puso frente al espejo, y me hizo volver a ver que no sólo corría peligro, sino que además estaba muy equivocado con respecto a mi futuro. No sólo podía tener problemas si me atrevía a desobedecer lo que me habían ordenado, sino que además estaba entre la espada y la pared. Había estado jugando con fuego durante tanto tiempo que ni se me ocurrió que igual podría quemarme. No había medido la gravedad de la situación tan delicada en la que estaba. Y no me había dado cuenta hasta aquel momento, porque hasta entonces no me habían ordenado algo que yo no quisiera cumplir.

Pero se les había pasado por la cabeza un disparate tal que no podía creerlo... ¿Se habían dado todos juntos un buen golpe aquella mañana, o qué? Era sencillamente demencial. ¿A qué cerebro desquiciado se le había ocurrido la genial idea de que yo podría reclutar a los occitios para nuestra causa?






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