LA VENGANZA DE LAS FLORES
¡Cada lunes un capítulo!
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9. ~ EL CAMINO AL NUEVO ORDEN ~
No me habían dicho
ninguna mentira. Con pocas demostraciones de mis extraños
anfitriones ya me quedó claro que la magia existía. Los vi moviendo
piedras con la mente, que hacían flotar por el aire. Vi como
lanzaban rayos de energía, hechos de algo brillante que parecía un
cruce entre agua luminosa y fuego. Y otras cosas que me sorprendieron
más, como la facultad de los duendes para moverse más ágiles que
el viento o el poder que tenían los fuwas para hacer que las plantas se movieran como culebras.
En el bosque, me di cuenta, uno era presa fácil para aquellos locos como decidieran atacarte:
cualquier rama mal dirigida podía hundirte la cabeza, cualquier tronco te
obstruía el paso, toda liana podía ahorcarte...
La cuestión era que aquella gente hacía
magia de verdad. Era formidable. Pero más tarde me di cuenta de que
debí haber confiado en ellos de buen principio. Porque la Asamblea nunca se
equivoca.
Estaba deseando empezar.
Aprender a hacer magia fue la mejor experiencia de mi vida. Los
duendes me dijeron que tenía potencial, y que tenía que empezar por
aprender a sentirla. Tuve que verla en acción en muchas ocasiones
antes de disociarla del resto de la naturaleza, para empezar a
desarrollar aquella extraña sensibilidad. Sentir la magia, me
dijeron, era el primer paso para aprender a usarla. Con ese fin
utilizaron pequeñas descargas de magia que me aplicaban en el brazo a
través de sus manos. Lo que sentía cuando me alcanzaban aquellas
ondas era una sensación molesta y dolorosa a medio camino entre el
frío y el calor, como un arañazo muy lento de uñas afiladas que se
toman su tiempo para traspasar la carne.
Luego debía hacer que la
sensación fuese en sentido contrario, como tratando de sacarla de
dentro hacia afuera. Eso fue lo que permitió el milagro después de
una semana de práctica. La primera vez que me vi soltar chispas por
las puntas de los dedos, como las que había visto en los tornos a
pedal de los afiladores de Sagrarin, me pareció prodigioso y me animó a continuar y a dar progresos.
Poco a poco fui
aprendiendo que la magia tenía formas tan variadas como maneras de
ser tenían las personas que las practicaban. Y que se podía usar
para lo que uno quisiera, siempre y cuando se encontrara la manera
de inventarla y controlarla. Por ejemplo, aprendí que permitía fabricar objetos a partir de otros,
modificarlos, curar heridas, atacar, volar o incidir sobre las causas
de la naturaleza. Sin embargo, y
dado que la Asamblea entera se preparaba para revertir el orden de
toda Momeria, la mayoría de esas habilidades estaban encaminadas al
ataque y la defensa.
Los duendes, seres
ligeros de movimientos rápidos y unos sentidos muy desarrollados,
parecían tener una habilidad especial para inventar formas de magia
que les permitían encontrar cosas en el bosque. Asimismo eran
maestros en el arte de camuflarse con el entorno, encantar a la gente
para dormirla o ralentizar sus movimientos y desplazarse a grandes
distancias sin que nadie los viese. Ese parecía ser el motivo por el
que aparecieran de una forma tan pasmosa ante mí durante mi primera
reunión de la Asamblea. Algunos habían incluso aprendido a aparecer
y desaparecer, a teletransportarse, a volver ligeros objetos
pesadísimos o a volverse invisibles.
Por su parte los fuwas,
que ya poseían la habilidad de hablar con las plantas y hacer andar
sobre unas raíces monstruosas a árboles sorprendentes, habían
refinado y potenciado su crueldad a través de formas de magia tan
terribles como repugnantes: la mayoría simplemente se habían
dedicado a reforzar la potencia de sus rayos de magia, pero otros
habían inventado técnicas de ataque terribles. Yo mismo les vi
matar a animales del bosque haciendo crecer
en sus cuerpos plantas parásitas, que con tallos que asomaban a a
través de su piel los mataban en segundos, como si no hubieran querido esperar a que
murieran solos para crecer sobre ellos. Otros habían aprendido la
habilidad de provocar enfermedades con síntomas como sarpullidos, tan intensos que los animales morían desangrados al no
poder dejar de rascarse, o dolores tan insoportables que las víctimas
morían de su misma desesperación.
Semanas más tarde
aprendí a ejecutar varias de las técnicas que ambas tribus tenían
en común, como lanzar rayos de energía, detectar presencias o mover
objetos sin tocarlos con las manos. Luego empecé a descubrir por mi
cuenta nuevas formas de hacer magia. Aprendí una manera de hacer
crecer mis uñas y volverlas duras como el hierro, por ejemplo, o
afilar las piedras para que cortasen como cuchillos. Ya no debía
preocuparme más por encontrar un arma. Fuera a donde fuera, tendría
todas las que quisiera y, de todas formas, mi cuerpo ya era una.
En pocas semanas aprendí también a acelerar el proceso de regeneración de las heridas. Incluso
hallé la manera de que los colmillos que perdí en Occitia volvieran
a crecerme. Unas cuantas de las cicatrices de mi cuerpo, que ya no
pensaba que fuesen a desaparecer jamás, se fueron desvaneciendo un
poco cada día, al pasarles la mano por encima hasta que se fueron
por completo.
Pero, como me habían ido
recordando en las sucesivas reuniones de la Asamblea, les había
llegado la hora de irse cobrando todo aquello que me habían dado. Porque la Asamblea
sabe defender muy bien sus intereses.
Al principio no quisieron contarme
gran cosa acerca de en qué consistía su Plan para el Nuevo Orden.
Había mucho secretismo en cuanto a eso, y yo no acababa de
contar con toda la confianza en la mitad de la Asamblea de los fuwas. Sin embargo no había que ser muy listo
para entender que aquella gente tenía un plan para conquistar el
mundo. Yo no las tenía todas conmigo. Para empezar, éramos muy
pocos para enfrentarnos al ejército de cualquier país, por mucha
magia que tuviésemos. Y ni siquiera yo, que soy de Occitia, estaba
tranquilo en compañía de gente tan peligrosa. Con todo, locos o no, estar con ellos me salía a cuenta. Para empezar
me estaban enseñando a usar la magia y a desarrollarla. Por no hablar del hecho de que no quería regresar a Occitia. Y si había
alguna conspiración para desestabilizar el mundo, fuera cual fuera
mi posición al respecto, sin duda me interesaba saber de aquello
todo lo posible.
Y entonces fue cuando
empezaron nuestras Misiones por el Nuevo Orden.
El modo de operar siempre
era el mismo. Gracias a la información que los espías fuwa de cada
municipio de Sagrania nos habían facilitado a través de los árboles,
establecíamos el itinerario a seguir. Entrábamos al municipio
elegido y los fuwas y los duendes, con el mayor de los sigilos que
les permitía la magia, robaban todo lo que les interesaba. Puertos,
talleres, hospitales, herrerías, casernas militares, comisarías...
cualquier cosa les servía para aprender cuanto pudieran de sus
enemigos. Armas, utensilios, documentos, manuales, planos, muestras,
medicamentos, productos, información de todo tipo...
Yo formaba parte del
comando de las librerías. Pasábamos por ellas, nos llevábamos los
volúmenes que yo encontraba interesantes para la causa y volvíamos
al bosque. Física, geografía, biología, matemáticas, historia,
bricolaje, historias de campañas militares y cualquier cosa que nos fuese bien para empezar una guerra. Con los libros, en las selvas, enseñaba a duendes y fuwas a leer, y ellos a su vez
se enseñaban a leer entre sí.
Es muy difícil definir
la expresión en el rostro que los fuwas mostraban al leer los libros
que sostenían entre sus zarpas. Para ellos, pasar las páginas debía
de ser como mover filetes de cadáveres. Pero en el fondo sabían
que, si querían que su conspiración tuviera éxito, necesitaban
toda la información que pudieran obtener acerca de Sagrania y sus muchos adelantos. Y además de crueldad e
ira albergaban mucho miedo, así que no soportaban la idea de que
duendes y yo aprendiéramos más cosas que ellos. Los libros me
obligaron a guardarlos junto a mi cabaña para no tenerlos cerca. La
cabaña me la había construido con piedras y ramas, a pocos minutos
de donde celebrábamos las asambleas, y con el tiempo empecé a
adobarla con barro y hasta con magia, y siguiendo el ejemplo de las casas de Sagrarin conseguí que aquella choza pareciera una masía campestre. Pero los fuwas, ignorando el
hecho de que también ellos usaban los libros. Me llamaban el enterrador o el asesino y me culpaban del creciente cementerio de libros que había en el bosque.
Leer aquellos libros
incrementó nuestra capacidad de hacer de todo, y dimos pasos de
gigante en muchos ámbitos. No sólo aprendimos sobre las
ciudades, la ciencia, la sociedad, el arte militar y la tecnología
de Sagrania, sino que también descubrimos que el conocimiento
aumentaba nuestra magia. Cuanto más sabíamos, más ideas y
procedimientos desarrollábamos para crear tipos de magia novedosos,
tan diversos y originales como la propia imaginación lo permitía. Imaginación que como una
enredadera crecía sin control, regada por el conocimiento nuevo que la hacía renovarse eternamente. Para mi
alegría, yo era mejor mago cada vez, y desarrollaba nuevas magias
más y más interesantes. Pero al mismo tiempo, para mi desesperación, veía cómo también aquellos fuwas desarrollaban formas de magia cada vez más poderosas,
refinadas, sofisticadas y retorcidas, todas encaminadas a causar dolor y sufrimiento de la forma más cruel y repugnante posible. Tanto, que muchas veces pensé que en realidad eran peores que aquella injusticia que hablábamos de derrocar.
No leíamos los libros
enteros, ni mucho menos. Egueror, un duende con una gran habilidad para
encontrar cosas útiles en el bosque, y que había sido una pieza
clave en el robo de objetos útiles en las ciudades de Sagrania,
había desarrollado hacía tiempo un tipo de magia muy especial. No
sólo sabía encontrar objetos, sino también ideas. Incluso antes de
aprender a leer, había usado sus poderes para señalarme los
párrafos de los libros que contenían los conocimientos más útiles
para todo aquello que necesitábamos. Sin tener que hojear ni leer el
libro de cabo a rabo. A veces incluso sin que nosotros mismos
supiéramos de la tremenda utilidad de aquellos párrafos que leíamos hasta mucho
más tarde. Y aquí empezó a surgir la idea que originó el gran cambio. Yo leía aquellos fragmentos en voz alta a la Asamblea, y
así fue como todos fuimos aprendiendo lo más necesario para la
causa. Pero entre mí ya iba pensando en que aquella magia tan particular del duende Egueror podría proporcionarme algo mucho más potente que cualquier otra clase de arma...
Pero no sólo de libros se alimentaban nuestros planes. Y no fue mucho tiempo
después que nuestras incursiones nos llevaron a emprender acciones más
arriesgadas. No en vano, aquellos vegetales traicioneros llevaban años captando
conversaciones útiles en toda Sagrania, tanto a través de los árboles como de los fuwas que habían actuado como sirvientes. Habiendo trabajado en
casas de gente rica y poderosa, lo que habían podido llegar a oír,
sin olvidar a los espías de los duendes y los soplos de los árboles,
nos había permitido dar el paso siguiente. Al cabo de poco tiempo,
ya contábamos con la información necesaria para asaltar castillos y
palacios estratégicos.
Los secuestros de
personas importantes no se producían nunca dos veces seguidas en dos
sitios que no estuvieran mínimamente alejados unos de otros. De los
duques, condes y marqueses que secuestrábamos sacábamos una
información que era aún más valiosa que la de los libros. Sobre
todo en lo que a magia se refiere. Las dos mitades de la todopoderosa Asamblea Forestal llevaban tiempo preparados para
ello, pero mi llegada, al proporcionarles la pieza que les faltaba, había precipitado los acontecimientos. Gracias a mí tenían
acceso a la cultura sagrarin que había en los libros. Y además, como mi fisonomía no era muy distinta a la de los sagrárines, habían
decidido dar el paso de los raptos sin temor de alerta a
los sagrárines.
Porque una vez cruzada la línea de los saqueos, el peligro de que los sagrárines detectasen la presencia de la fuerza en la sombra que éramos nosotros ya era un precio asumido, así que había que moverse deprisa, antes de que sus fuerzas de seguridad estableciesen puntos en común entre robos, rastros de magia no sagrarin y desapariciones de personas importantes. Ahora que los cuerpos de seguridad de Sagrania estaban sobre la alerta de aquella amenaza fantasma, el plan por el Nuevo Orden había entrado en un punto de no retorno.
Porque una vez cruzada la línea de los saqueos, el peligro de que los sagrárines detectasen la presencia de la fuerza en la sombra que éramos nosotros ya era un precio asumido, así que había que moverse deprisa, antes de que sus fuerzas de seguridad estableciesen puntos en común entre robos, rastros de magia no sagrarin y desapariciones de personas importantes. Ahora que los cuerpos de seguridad de Sagrania estaban sobre la alerta de aquella amenaza fantasma, el plan por el Nuevo Orden había entrado en un punto de no retorno.
Se me adjudicó el papel
de actuar como señuelo, pues de entre todos los integrantes de la
Asamblea Forestal yo era de lejos el único parecido a una persona de
raza sagrarin. Me crearon una identidad falsa, gracias a la cual pude
mostrarme como uno más entre los nobles de Sagrania. Cambiaron mi
apariencia con magia, blanqueando el tono de mi piel. Ahora parecía
un sagrarin más. Gracias a la habilidad que ya tenía antes de la
magia, me procuré lo necesario para comprarme ropa cara en las
tiendas de ropa más exclusivas de los barrios pudientes de Sagrarin.
Poco después contaba con el vestuario adecuado que me permitía
pasar por un noble.
De esa manera conseguí
entrar, siguiendo órdenes de la Asamblea, en las recepciones de la
alta nobleza, y aprender las costumbres de la clase dirigente. Pude
comprobar que la leyenda popular era cierta: los nobles saben hacer
magia, y ocultan el conocimiento de esa habilidad a la gente
corriente. Más aún, los que oyen esas historias lo toman como una
broma, o en el mejor de los casos como algo que puede ser cierto o
no. Cosa que también interesa a la gente poderosa, pues así es
difícil que nadie se atreva a llevarles la contraria.
La magia sagrarin que
ostentaba la nobleza de Sagrania era una magia poderosísima, de la
que pocos fuwas y duendes habían siquiera oído hablar. Tradiciones
milenarias de magia muy perfeccionada, transmitida de generación en
generación con nuevos aportes que la enriquecían con el paso de los
años. Sin adquirir esa potencia, difícilmente la Asamblea podría
hacerse con el control del mundo.
Pero la esencia de una
magia, como los mismos duendes me habían enseñado, podía captarse
y aprenderse por simple contacto. Luego uno no necesitaba más que
tiempo y entrenamiento para desarrollar magias de aquella naturaleza,
o de una naturaleza nueva, pero tan parecida a la anterior como fuese
posible.
Al principio me había
supuesto un reto mayúsculo, todo hay que decirlo, introducirme en
aquellos círculos palaciegos. Ni siquiera el cambio de vivir en
sagrarin, o en el bosque de Medonia, me había causado un impacto
emocional tan fuerte al compararlo con mi vida en la asquerosa
Occitia. Aquellas mansiones y castillos monumentales estaban llenos
de un lujo y una pompa impresionantes. Conocía a la gente que gobernaba el mundo, y el esplendor y la riqueza que
vi por allí me sobrecogieron hasta bien entrado en la costumbre de
la infiltración. El temor inicial a ser descubierto, por otro lado, fue algo que no
me dejó tranquilo en todo aquel período. Pero la Asamblea me
ayudaba a resolver cualquier problema. Gracias a los duendes, que
eran maestros en el arte del disfraz, pude esconder mi esencia
verdadera y así mostrar a los nobles de Sagrania un aura parecida a
la de ellos. Era fácil al haber vivido rodeado de sagranios tanto
tiempo, y cada vez me volvía más hábil en aquello. Y de ese modo
conseguí ganarme su confianza, y tuve acceso a centros de poder más
importantes.
Pero codearme con la
nobleza supuso todo un cúmulo de emociones totalmente nuevo para mí.
La necesidad de aprender a comportarme y a hablar de una forma tan
refinada hizo que el duende Egueror y yo tuviéramos que pasar mucho
tiempo con libros de etiqueta, urbanidad, sociología, psicología y
protocolo, sin que todo quedara restringido a eso únicamente. El asombro que me
produjeron la pompa y el derroche de los que fui testigo, la rabia
que me daba comparar aquella forma de vida de derroche y excesos con la miserable existencia que había llevado en
Occitia, la ligereza en la toma de decisiones que concernían a las
vidas de tanta gente, las risas que yo escuchaba en los círculos
de aquellas conversaciones... No era fácil actuar como si nada con
algunos comentarios que escuché, que a muchos integrantes de las
clases populares hubieran vuelto locos de rabia. Todo aquello me ponía
enfermo al principio, y de hecho puso a prueba mi control en más de
una ocasión. Ni siquiera al irme acostumbrando poco a poco dio la
situación un vuelco radical hasta que un día, al imaginarme como
uno de ellos en el Nuevo Orden impulsado por la Asamblea, me vi como
la nueva nobleza del futuro. ¡Je! Ahí sí que empecé a reírme de
verdad. Y ya verían quién reiría el último esos reyezuelos.
De modo que, poco a poco, empecé a
sentirme por encima de todo aquello. Nobles, pobres, gobernantes,
gobernados... ¿qué más daba todo eso? Yo era más importante. Ni siquiera los dioses
empezaban a contar. ¿Cuándo habían venido Aspín, Anjín y Azivi a
cambiar nada, realmente? ¿Qué me importaba que existieran o no, si no se dignaban a dar muestras de vida? ¡Era yo el que iba a darles una buena
lección a todos, si los planes de la Asamblea tenían éxito! Pero debí haber estado más seguro de que la Asamblea triunfaría, porque la Asamblea es infalible y nunca se equivoca
Me emocionaba saber que estaba a punto de cambiar el mundo. Puede que incluso llegase a dominarlo. Ya quedaban muy atrás los tiempos en los que mi mayor aspiración en la vida era vivir tranquilo, y mi mayor preocupación comer todos los días y pelear como un animal. Ahora estaba llamado a cosas grandes de verdad.
Me emocionaba saber que estaba a punto de cambiar el mundo. Puede que incluso llegase a dominarlo. Ya quedaban muy atrás los tiempos en los que mi mayor aspiración en la vida era vivir tranquilo, y mi mayor preocupación comer todos los días y pelear como un animal. Ahora estaba llamado a cosas grandes de verdad.
Con ayuda de la
información que les traía sobre las costumbres de los nobles, la Asamblea pudo trazar los planes de
secuestro y emboscada de las personalidades que queríamos. En las fiestas que
celebraban, en las que invitaban a muchos peces gordos, yo averiguaba
de cuánto poder, mágico y no mágico, disponía nuestro siguiente
objetivo. También otras cuestiones, como por ejemplo cuándo iban a dejar
al resto de nobles para volver a sus dominios a encontrarse solos,
cuáles eran sus costumbres, itinerarios, puntos débiles... Los
árboles de todos los bosques del país también nos facilitaban información acerca de
por dónde y a qué horas salían a cazar, o información sobre la
guardia personal que los escoltaba.
No escatimábamos
esfuerzos ni eficacia cuando había que entrar en acción. Duendes,
fuwas y yo, todos a una con un objetivo en mente. Tras cada
emboscada, y una vez fuera de combate la diana, sus defensas y su guardia personal, los
llevábamos al bosque de Medonia usando las habilidades de los
duendes, que incluían el volverlos más ligeros para facilitar su
transporte.
Y entonces empezaba el
interrogatorio. Bajo el control y vigilancia de todos los magos, ya
fuesen fuwas o duendes, y de mí mismo, les obligábamos a hacernos
demostraciones de su magia para luego aprender nosotros a
desarrollarla. Ministros, altos cargos, barones, sumos sacerdotes de
los dioses sagranios, jueces, alcaldes, terratenientes... mucha gente
importante pasó por nuestras manos. No todos sabían hacer magia,
pero muchos sí guardaban algún rastro mágico en su presencia, de
alguien importante con quien habían estado en contacto. Y todos
tenían mucha información y medios que proporcionarnos. Si no accedían a
hacernos demostraciones de magia, robábamos su esencia por la
fuerza. Cualquier parte del cuerpo de una persona, incluso el aire que respira, proporciona mucha
información sobre su aura para aquel que sabe verla. Podríamos
habernos conformado con cosas más inocentes, como el pelo o la
saliva o la piel muerta... pero es una lástima que aquello que más
magia y aura contuviera fuese la sangre.
Los fuwas eran
especialmente crueles y sádicos en sus pesquisas, además de
horriblemente vengativos. Culpaban a nuestras víctimas del exilio a los bosques que sus
antepasados habían sufrido. Y aplicaban sus castigos coreando todo
aquello que les echaban en cara, como si fuesen oraciones en rituales
religiosos que llevasen décadas ensayando para la ocasión. Y los castigos eran tan horribles como creativos para
aquellos nobles que, por muchos males que hubiesen hecho al mundo, en mi opinión no merecían ni la centésima parte de aquello. Vi hacer cosas a
los fuwas tan terribles que me hicieron plantearme mi lealtad a la
Asamblea: muertes por lapidación, inanición o privación de sueño
eran las menos vomitivas y frecuentes. En cambio, disfrutaban sobre
todo de una práctica que ellos llamaban vivisección selectiva.
Era una práctica tan escalofriante que ni siquiera yo, que en
Occitia había visto de todo, podía presenciar, y hasta me tapaba
los oídos, oculto en el último rincón del bosque, para no oír
gritos de horror que se sentían a kilómetros. Muchas noches las
pasaba sin dormir. Algo me decía que corría peligro con aquella
gente, y que tal vez me hubiese equivocado aliándome con ellos.
Una vez les extraíamos
su esencia a los nobles y aprendíamos a imitarlas, los duendes y los
fuwas combinaban los distintos tipos de magia con la suya. Después
formaban sesiones de entrenamiento, en la que averiguaban nuevas
cosas que hacer con los nuevos tipos de poder mágico que iban
aprendiendo de las nuevas combinaciones. Como existía un sentimiento
de desconfianza mutuo entre los duendes y los fuwas, aprendían muy
poco unos de otros. Solían practicar con los miembros del propio
grupo, así que incorporaron las esencias de magia sagrarin a sus
respectivas habilidades.
Yo, en cambio, practiqué
con ambos grupos, aprendiendo de unos y de otros. No me quedaba otro
remedio, tampoco, pues yo era el único que no encajaba en ninguno de
los dos. Aún me llamaban el occitio, el granate o el forastero, eso cuando los fuwas no utilizaban sus otros apelativos menos cariñosos. No puedo expresar con palabras cómo me miraban fuwas y
duendes cuando venía de practicar con los miembros de la otra mitad
de la Asamblea, porque su desconfianza sólo iba pareja a su
curiosidad malsana.
Junté en mi acerbo de
conocimientos todo lo que pude en cuanto a poder mágico. Magia fuwa,
duende, sagrarin... no me quería dejar nada. Y además parecía que
aquella conjunción de esencias se reforzaba con mi base personal
occitia. Esta parecía estar funcionando como un provechoso caldo de
cultivo para la magia que se gestaba en mi interior, porque en poco
tiempo progresé muchísimo. También es verdad que practicaba muchas
horas al día, apasionado como estaba en lo que hacía. Cuanto mejor
me volvía con la magia, más cosas podía hacer, y más quería
aprender. Poco a poco, tanto fuwas como duendes se fueron haciendo
más y más poderosos. Todos fuimos progresando mucho. Hasta que la
Asamblea se convirtió en una de las fuerzas más poderosas de toda
Momeria, aunque en ese momento poca gente lo supiera. Sin duda
alguna, y aunque seguía invisible a los ojos de nuestros enemigos,
la larga lista de misteriosos saqueos y desapariciones, que iban
aumentando en su importancia, ya causaba terror en toda Sagrania.
Sin embargo, para gran
asombro por mi parte, yo empezaba a recortar distancias con mis
compañeros en el nivel de nuestra habilidad. Y la diferencia que
inicialmente había entre mi poder y el de los fuwas y los duendes se
estrechaba cada día más. Pronto los alcanzaría y, si la cosa
seguía así, acabaría siendo el mago más poderoso del bosque, y
uno de los más fuertes del mundo. Al cabo de pocos meses aprendí a
mover pequeñas elevaciones de terreno, ríos y rocas enormes con un gesto de mis brazos, o a soltar rayos de fuego
comparables a relámpagos, que debía controlar para no provocar
incendios en el bosque. A medida que incorporaba nuevas habilidades y
las entrenaba por mi cuenta, inspirándome en las que había visto
hacer a los nobles sagrárines, me sentía cada vez más fuerte y
poderoso, más capaz de todo que nunca.
Eso no hizo que mis
miedos desaparecieran. Fue casi al revés. La forma en que me miraban
algunos fuwas, cuando veían lo que sabía hacer, hizo que mis
pesadillas y noches sin dormir empeorasen. No sé qué creían que
pensaba hacer, si es que cree el ladrón que son todos de su
condición. Tampoco sabía quién tenía más miedo de quién. En mi
imaginación yo los veía cada dos por tres entrando en mi cabaña
para acuchillarme con las armas que habían robado a los sagrárines.
Aunque pensé que, mientras me necesitaran, eso no ocurriría. Y sin
embargo me decía, cada vez más, que me estaba jugando la vida allí.
Un día de estos, me decía día sí día también, había que ir
pensando en hacer las maletas... Pero lo más terrorífico de todo
era que, pensándolo mejor, tal vez no fuese tan buena idea. Sabiendo
lo que sabía sobre la Asamblea, y teniendo en cuenta la habilidad de
los fuwas de hablar con los árboles, era más peligroso huir
de ellos que quedarme en Medonia. Los árboles hablaban entre sí, como una peligrosa red omnipresente de espionaje que todo lo veía, y estaban repartidos por el mundo como un millón de ojos de los que era imposible escapar.
Pero todos aquellos
pensamientos se disipaban al día siguiente. Era genial pertenecer a la poderosa fuerza de la gran Asamblea. Y aprender magia, ir mejorando cada vez, era sencillamente sublime. Además me sabía determinante en el devenir del mundo. Era una potente fuerza
en la sombra, una magia dispuesta a hacer tambalearse todo cuanto
conocíamos. Empezábamos a mover los hilos del mundo. Era nuestro
poder, nuestra forma de hacer, lo que contaba ahora. En cuanto
dispusiésemos de magia suficiente, impondríamos nuestro gobierno a
toda Momeria. Y el inicio de todo era el país de Sagrania. Íbamos a
hacer tabula rasa con lo que había, y a poner nuestras cartas
encima de la mesa, para luego repartirlas a nuestra conveniencia, todo a nuestra manera. Aquella gente estaba a punto de gobernar el
mundo. Y yo, si lo hacía bien, ocuparía un puesto importante en
aquella nueva organización, y tal vez acabase incluso dominándolos
a ellos.
Hasta que, de repente,
todo se torció, y adquirió un giro en los acontecimientos que me hizo maldecir mi suerte y a los dioses.
El revés de la nueva misión que me encomendó la Asamblea me obligó a dejar de autoengañarme. Me puso frente al espejo, y me hizo volver a ver que no sólo corría peligro, sino que además estaba muy equivocado con respecto a mi futuro. No sólo podía tener problemas si me atrevía a desobedecer lo que me habían ordenado, sino que además estaba entre la espada y la pared. Había estado jugando con fuego durante tanto tiempo que ni se me ocurrió que igual podría quemarme. No había medido la gravedad de la situación tan delicada en la que estaba. Y no me había dado cuenta hasta aquel momento, porque hasta entonces no me habían ordenado algo que yo no quisiera cumplir.
El revés de la nueva misión que me encomendó la Asamblea me obligó a dejar de autoengañarme. Me puso frente al espejo, y me hizo volver a ver que no sólo corría peligro, sino que además estaba muy equivocado con respecto a mi futuro. No sólo podía tener problemas si me atrevía a desobedecer lo que me habían ordenado, sino que además estaba entre la espada y la pared. Había estado jugando con fuego durante tanto tiempo que ni se me ocurrió que igual podría quemarme. No había medido la gravedad de la situación tan delicada en la que estaba. Y no me había dado cuenta hasta aquel momento, porque hasta entonces no me habían ordenado algo que yo no quisiera cumplir.
Pero se les había pasado
por la cabeza un disparate tal que no podía creerlo... ¿Se habían
dado todos juntos un buen golpe aquella mañana, o qué? Era
sencillamente demencial. ¿A qué cerebro desquiciado se le había
ocurrido la genial idea de que yo podría reclutar a los occitios
para nuestra causa?
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