sábado, 21 de marzo de 2020

LA VENGANZA DE LAS FLORES (XII): Después del Nuevo Orden

Yyyyyyy... ¡último capítulo!

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DESPUÉS DEL NUEVO ORDEN

Años después, justo en el lugar del bosque en que años atrás los fuwas habían celebrado un juicio contra Vérizo, justo en el claro donde se reunía la Asamblea, ya no había nada de vegetación. Ni árboles ni arbustos ni hierba, nada, ahora ya no había nada por ninguna parte en kilómetros a la redonda.

En su lugar, una gran planicie de tierra seca, un paisaje monótono de arena y piedras, se extendía hasta un horizonte verde que había a su alrededor, en el que por fin comenzaba otra vez la masa forestal. El claro de la Asamblea parecía una especie de isla amarilla flotando en un océano verde. Un desierto rodeado de selvas. En aquel yermo, como por efecto de una extraña maldición, no crecía un mísero hierbajo. Como si alguien hubiese inaugurado una sucursal de Occitia en medio del frondoso bosque.

¿Y no había nada en absoluto allí? No exactamente. Justo en medio, un enorme palacio de un intenso y reluciente color verde ocupaba el centro de la zona.

Por dentro, aquel palacio verde era alto y ancho como una catedral. Tenía ventanales inmensos a través de los que se podían ver amplios salones con columnas que aguantaban arcos y vueltas. Y todas las paredes, columnas y arcos estaban hechas del mismo extraño material verde traslúcido. Como si el palacio estuviera hecho de esmeraldas. O de un hielo lleno de plancton, cristal coloreado o caramelo de menta. Por esta misma razón, no era necesario asomarse a las ventanas para ver si había algo detrás. Era posible ver algo a través de las traslúcidas paredes verdes del palacio, como si de vidrio esmerilado se tratase. Y cualquiera que se hubiera atrevido a aventurarse al solitario palacio en medio del desierto en medio del profundo bosque hubiera visto que una sombra se movía en el interior de las paredes verdes.

Sin embargo, el aparente lujo de dentro contrastaba con su aspecto exterior. Desde fuera, el palacio de la Asamblea ofrecía el mismo aspecto de cualquier inmunda casa de barro como las que ya no se hacían en la arrasada Isolacrán, ahora reducida a un mar de piedras cubierto de arena.

Fuera, en el pequeño desierto rodeado de bosque, reinaba un gran silencio. No había un alma alrededor de aquel extraño palacio que destacaba monolítico en la extensión de tierra seca. Sólo el viento mecía los árboles del bosque en la distancia, al tiempo que levantaba finos granos de arena del suelo. Hasta que, de repente...

— ¡ASAMBLEA...! —tronó una voz potente que resonó muy fuerte y lejana en medio del extenso claro.

Y entonces, como si alguien los hubiera puesto firmes, los lejanos árboles del horizonte se dejaron de mecer pese al viento. Ni siquiera sus hojas parecieron obedecer la fuerza de la brisa.

Entonces, el silencio dio paso a un gran ruido de pasos, de una multitud de seres que corrían en dirección a la explanada desértica.

Grupos enteros de fuwas vinieron corriendo desde todas partes del bosque, directos al centro de la explanada, justo en dirección al palacio. A ellos se les unió un nutrido grupo de duendes que, al no tener ramas por las que saltar, corrieron por la arena. Y a medida que iban llegando se inclinaban ante el palacio verde, sin moverse para nada más una vez adoptada la postura.

Poco a poco, pese a que venían corriendo como si les fuera la vida en ello, aquel rebaño de gente inclinada, congregado ante la puerta del palacio, fue creciendo más y más. Uno a uno, todo fuwa o duende llegaba y se inclinaba mientras recuperaba el aliento. Así hasta formar un grupo menos numeroso que el de la antigua Asamblea Forestal.

Durante un buen rato, nadie levantó la cabeza ni abrió la boca para hablar. Una calma sorprendente en un lugar en el que había tanta gente. Y así estuvieron, por lo menos, diez larguísimos minutos en los que se mantuvieron a la espera, con la cabeza bien gacha.

— ¡Tú! —gritó de repente la misma voz que había convocado la Asamblea—. ¡Agafur, el duende! ¡Sí, te estoy hablando a ti, que eres Agafur y eres un duende! ¡Levántate, a no ser que quieras desafiarme quedándote de rodillas!

La voz procedía del palacio. Al instante, el mencionado duende se puso en pie sobre los demás en posición de firmes. Con gesto nervioso, respirando a breves bocanadas, alzó la vista hacia el balcón que coronaba la entrada del palacio.

Por la puerta del balcón que entraba en el palacio, caminando hacia la balustrada sobre la que apoyó los brazos, la figura que había estado morando por el interior del palacio verde y traslúcido se asomó por el balcón.

Vérizo había cambiado mucho desde la guerra. El brazo derecho que había perdido en la batalla por Isolacrán volvía a estar en su sitio. Todas las heridas y cicatrices que había arrastrado desde Occitia se habían curado, habían desaparecido. También sus dientes habían vuelto a crecer, y ya no era el desdentado occitiense de siempre.

Algo más había cambiado en su aspecto, y no sólo por los pantalones de duende o por la exquisita túnica fuwa de Hokum con que ahora se vestía. Su pelo, originalmente de un negro azabache, ahora estaba lleno de canas.

Sin embargo, lo que más le habían cambiado eran los ojos, y no sólo por las legañas como ladrillos que ya nunca se limpiaba o por las ojeras, cada vez más grandes y oscuras, que arrastraba desde hacía meses. Sus iris habían perdido el color ámbar, y ahora Vérizo miraba al mundo desde dos ojos de color gris, uno más blanco que el otro. Además se había vuelto bizco, y mientras uno de sus ojos miraba a la izquierda, el otro enfocaba a la derecha. Todo aquello, unido a una boca sonriente pero abierta, como si fuese tonto, hubiera podido parecer cómico, pero en realidad le daban un aterrador aspecto de viejo demente.

Desde allí contempló a la multitud que había acudido y luego al propio Agafur, el duende, que allí seguía en pie.

— Ya podéis levantaros todos —dijo en un susurro casi inaudible.

Y al instante todos abandonaron la posición de reverencia y se pusieron en pie. Mientras se les oía levantarse todos a la vez sobre la arena, Vérizo sonrió. Estaba seguro de que iban a hacerlo. Tan bien lo sabía como conciencia tenía de lo asustados que estaban.

— Estimados compañeros, fuwas y duendes —dijo entonces en voz bien alta—. Debo felicitaros por lo bien que estáis llevando esta guerra contra los sagrárines.

No hubo respuesta, pero Vérizo ya sabía que no iba a haberla.

— No obstante, nuestra situación es precaria. De no ser por los soplos y las pistas que os he ido proporcionando, tiempo haría ya que el Nuevo Orden habría sido vencido por nuestros adversarios. Y esto es tan cierto como que nuestro planeta es redondo, tan verdadero como que el universo está en expansión, tan irrefutable como que la luz viaja a 299.792.458 metros por segundo. Tan cierto como que dos de vosotros pensarán en desertar de nuestro bando pasado mañana y la semana que viene, respectivamente.

Más silencio. Vérizo miró alrededor, disfrutando del momento. Sabía que estaban cada vez más asustados.

— Comparecéis ante esta Asamblea porque habéis venido aquí, pues de otro modo estaríais en otro lado. Y también porque debéis saber que habrá un ataque la semana que viene en pleno Sagrarin, desde el oeste, con la intención de derrocar al gobierno títere que hemos puesto. Las tropas insurrectas vendrán desde el oeste con un contingente de magos reforzando por el sur, desde las montañas. Pero los fuwas preguntaréis a los árboles del bosque de los alrededores, y sabréis la posición exacta de las tropas enemigas en todo momento. Y los duendes os podréis infiltrar con vuestra magia en sus campamentos, y atacar como unos buenos guerrilleros a los magos que vendrán. Y así, una vez más, lograremos preservar nuestro dominio sobre el país que durante tantos años os ha oprimido. Sé que habéis comprendido la estrategia, es sencillo, simple, fácil de recordar. Magos desde el sur, tropas desde el oeste, eso es lo que hay que recordar.

Vérizo dejó pasar unos segundos, los que sabía que sus fieles aún necesitaban para terminar de memorizar aquello. Cuando calculó que había pasado el tiempo suficiente, añadió:

— De todas formas, sé que el enemigo ha descubierto nuestro escondite, y que sabe dónde mora la Asamblea. Su magia es poderosa y son muy numerosos, mucho más que nosotros. Sin embargo, he diseñado también, con ayuda de la magia que he aprendido de mi libro, una nueva arma que nos ayudará a defender el bosque de esas hordas invasoras.

Entonces sacó de su túnica un gran tarro de cristal, en cuyo interior correteaban unos extraños animales del tamaño de ratas. Luego abrió el tarro y, para sorpresa de todos, las pequeñas ratas comenzaron a volar en todas direcciones. De esta forma, los presentes vieron que no se trataba de ratas. ¡Eran avispas! Grandes avispas que producían un fortísimo zumbido al aletear, como si fueran sierras circulares cortando metal. Enormes avispas que empezaron a revolotear sobre las cabezas de la multitud, cuyos duendes y fuwas se apartaban de ellas sorprendidos y asustados.

— ¡Ja, ja, ja, ja! —rió Vérizo—. Ya sé que son grandes, pero no debéis tenerles miedo. Están amaestradas y no os picarán. Lo sé porque las he criado yo. De momento he conseguido que estas avispas comprendan todo aquello que les digo. ¿No son increíbles? Estoy experimentando con un nuevo grupo de ellas, y estoy intentando crearlas más grandes e inteligentes. ¡Pronto contaremos con un nuevo ejército para nosotros solos! ¿Qué os parece? ¡Bueno, ya es suficiente! ¡Volved aquí! —gritó.

Enseguida las avispas volvieron con él y se metieron en el tarro. Los fuwas y duendes, por otro lado, aún se sacudían y se recolocaban de nuevo, pues el revoloteo de los grandes insectos había provocado un gran revuelo. Pero entonces Vérizo volvió a tomar la palabra, y el poco ruido de arena crujiendo bajo pies que aún se oía enmudeció de repente.

— Sabía que volverían. Las he hecho muy obedientes. Sin embargo, existe otra razón por la cual la Asamblea os ha convocado. Han llegado a oídos de la Asamblea, duende Agafur, o quizá diría mejor que han llegado hasta ojos de la Asamblea... noticias alarmantes de tu parte.

El duende Agafur tragó saliva. Las piernas le temblaban.

— He leído en fuentes fidedignas que se te ha pasado por la cabeza conspirar contra la Asamblea, y contarle tus planes al resto de duendes. Según esas fuentes, pretendías usar tu magia duende para infiltrarte en mi palacio y despojar a la Asamblea de esto, de este objerto magnífico que tantas veces nos ha llevado a la victoria:

Dicho esto, sacó de la túnica un libro, el mismo que aquel día había leído en Isolacrán. Pero también el libro había cambiado mucho desde que su dueño lo llevase a Occitia con él y luego lo trajese de vuelta al bosque donde lo creó con magia. El volumen tenía ahora la portada de color granate. Y en ella aparecía, en relieve, la imagen gris de un viejo con cuernos que, mirando hacia fuera con dos ojos sin pupilas, abría la boca mostrando unos afilados dientes de pez.

— Y ahora —dijo Vérizo— yo os pregunto a todos: ¿Es que no hizo suficiente la Asamblea poniéndose a salvo de la guerra que los sagrárines libraron contra Occitia, usando los poderes que la Asamblea aprendió a tener con este libro? ¿No hizo suficiente la Asamblea creando este libro para dotarse de los poderes mágicos y de la ciencia y el conocimiento con que ahora contamos para vencer en esta contienda que dura ya año y medio? ¿No os ha llevado la Asamblea lejos, conquistando la práctica totalidad del territorio de Sagrania, el país que tanto odiáis?

Respiró hondo, y entonces dijo con toda la rabia que aún le quedaba dentro:

— ¿Es que no ha hecho ya suficiente la Asamblea perdonando vuestra lamentable traición, al haberme enviado aquel día de vuelta a mi pueblo natal, ahora ya hace un año y ocho meses, con la sola idea de advertir a los sagranios de quitarme de en medio? Recordad el horrible destino al que la Asamblea condenó a sus propios capitostes poco después. ¡Pero eso es lo que ocurre cuando se alerta al enemigo sagrarin de que uno de los nuestros ha ido a reclutar a los occitios para comenzar una invasión!

Hubo completo silencio en la llanura seca. Nadie contestó. Pero nadie esperaba que alguien fuese a tomar la palabra en la Asamblea, más que la propia Asamblea.

— Y tú, Agafur —volvió a decir Vérizo—. ¿Quieres correr la misma suerte que Hokum, Ágalon, Wolfur, Numenar y otros innombrables? He encontrado nuevas ideas en mi libro. ¿Quieres que te use como ensayo de una tortura fuwa de hace miles de años, tan antigua que hasta los fuwas la han olvidado? ¡Sería tan diferente como divertido, pues lo divertido de la diversión es que divierte lo diverso! ¿No te divierte?

Todos esperaron. Todos se lo quedaron mirando, aterrorizados.

— La Asamblea ha decidido —dijo Vérizo— que el infame acto de Agafur lleva pareja la pena máxima por los cargos de alta traición.

Todos se quedaron en silencio.

— La Asamblea se ha reunido —dijo Vérizo—. La Asamblea ha decidido. Y así se hará.

Entonces todos rodearon a Agafur, formando un círculo en torno a él, mirándolo.

— Sé que no acabáis de convenceros de la idea de convertiros en el brazo ejecutor de la justicia —les dijo Vérizo—. Pero tenéis que saber, queridos fuwas, que Agafur arrancó hace diez días unas cuantas hierbas, que él siempre ha denominado malas hierbas, del jardín de su casa

— ¿Malas hierbas? —repitió enfadado uno de los fuwas—. ¿Cómo que malas hierbas.
— ¿Jardín? —gritó otro—. ¿Jardín? ¿Tienes un jardín, maldito carcelero.
— ¡Eso es una prisión para las plantas! —dijo otro fuwa.
— ¿Qué pretendías, Agafur? —se metió Vérizo—. ¿Hacer daño a los fuwas? ¿Pasarte por el forro su íntima sensibilidad? ¿Tratar a sus semejantes como inferiores? ¿Planeabas perturbar la paz y la unidad del Nuevo Orden? ¿Hacer que perdamos la guerra, que tanto sufrimiento y sacrificio nos ha costado a todos hasta ahora?
— Yo... yo...

Con los ojos clavados en el pobre duende, los fuwas temblaban. Pero ahora ya no sólo era de pánico, sino también de ira, de la rabia que sólo una válvula de escape fácil les podía proporcionar. También los duendes lo miraban, aunque en ellos sólo el pánico tenía algún lugar. Y era a los duendes a quien Vérizo miraba ahora.

— También ha llegado a mis ojos, Agafur —añadió desde el balcón— que, no contento con malograr la confianza depositada por esta Asamblea en los duendes, trabaste amistad y alguna cosa más con una doncella sagrarin a la que contaste alguno de nuestros planes

¿Qué? —saltó uno de los duendes con gesto de asco—. ¿Es eso cierto?

Tan cierto como que la raíz cuadrada de novecientos noventa y ocho mil uno es novecientos noventa y nueve —dijo Vérizo—. Tan verdadero como que dentro de unos siglos se alzará un nuevo y poderoso rey llamado Moari que conquistará toda Momeria. ¡Tan verdadero como que el tío-abuelo de Numenar se llamaba Ostorot y fue quien inventó el sirope de olmo!
— Co... ¿cómo has sido capaz de bestialismo semejante, Agafur? —dijo otro duende—. ¿De verdad has...? ¿Con una mujer sagrarin? ¡Estás podrido!
— ¿Y ahora qué le diremos a tu mujer? —dijo otro duende.
Yo... —decía él—. Es... es mentira... es...

¿Te atreves a acusar de calumnias a la Asamblea? —dijo Vérizo—. ¿Y entonces cómo explicas esto? —añadió sacándose de la túnica un vestido de mujer sagrarin, y tirándolo a la multitud—. Se llamaba Vora, olía muy bien y comprendía el daño que sus antepasados habían infligido a los bosques en los que habitabais, y también la manera en que habían tratado a los fuwas, y también que en cierto modo merecían esa guerra. ¿No es verdad, Agafur? ¿No es verdad? ¡Atrévete a negarlo!

Los fuwas se acercaron al colorido vestido rojo y lo cogieron.

— ¡Huele a... duende! —bramó uno de los fuwas, mientras los duendes lo empezaban a mirar con rabia—. ¡Y huele a él! ¡Traidor!
— Traidor y mentiroso —dijo Vérizo—. Cargos de doble traición, desobediencia y calumnias contra la Asamblea. La Asamblea siempre tiene razón, Agafur. ¡Atención, fuwas! Hacedle lo que ya sabéis.

Poco a poco, todos los fuwas se fueron acercando a Agafur de forma cada vez más amenazadora. Y entonces, profiriendo toda clase de rugidos de rabia, todos ellos se tiraron encima de Agafur, sin que los duendes movieran un solo dedo por evitarlo.

Y los alaridos del duende, los últimos gritos desgarradores que aún profería mientras los fuwas lo despedazaban, llegaron hasta más allá de la línea verde en la que empezaban los primeros árboles.

Como lo había hecho la única voz de la Asamblea.