lunes, 24 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (VI): Huida


¡Cada lunes continúa la aventura!




Capítulo V:
https://elonirodromodehojalata.blogspot.com/2019/06/la-venganza-de-las-flores-v-la-libreria.html




6. ~ HUIDA ~

Salí de la tienda satisfecho de mí mismo. Había conseguido que Dana hiciera lo que yo quería. Sí, lo había conseguido. Ahora sólo debía robar a la gente suficiente como para comprar todos los libros que quisiera. Acostumbrado a lo que estaba en sitios como Isolacrán, no acababa de creer que alguien que diese su palabra fuese cumplirla... y, sin embargo, yo me había hartado de ver cosas sorprendentes en aquel país. Valía la pena comprobarlo. Al final decidí creerla.

Sí, Dana se había portado bien conmigo, pensé mientras me reía de ella. ¿Qué te parece? Esa loca pensaba que podía convertir el mundo en... vaya, en un sitio donde la gente hiciera un esfuerzo para que las cosas fuesen... más sencillas. Para todos.

Sí, Dana había sido buena con otra persona. Conmigo. Se había portado bien... Tan bien que no logré quitarme aquello de la cabeza.

Le empecé a dar vueltas, de hecho. Bastantes, en realidad. Creo que era la primera vez en la vida que veía a alguien hacer algo por otra persona. De manera desinteresada. Porque sí. E incluso se le había visto, en cierto modo, contenta de ayudarme.

Por lo visto, no todos los sagrárines eran tan desagradables. Y algunos como Dana no sólo tenían ideas que merecían la pena, sino que encima obraban en consecuencia. Aunque les costase un esfuerzo a cambio de nada. A Dana le había costado un poco, pero al final lo había hecho. Iba a enseñarme a leer.

Aquello me produjo una fascinación tan grande que, por primera vez en la vida, empecé a plantearme si todo lo que había dado por sentado era tan buena idea. Si Occitia era mejor que Sagrania o al revés, o si ninguna mejor que otra. ¿Había algo que cambiar en la forma de ser de un país u otro, en las personas, en mí? De repente se me descuadraron muchos esquemas, y empecé a ver las cosas de otra manera.

Me propuse comprar ese libro por mis propios medios. Sin robar ni molestar a nadie. Me acordé de lo que Dana me leyó en el libro sobre Occitia. Quería demostrarle a aquellos listos, los autores que hablaban de mi pueblo, que estaban equivocados si pensaban que de un occitiense no se puede sacar nada bueno. Sí, estaba decidido. Iba a ganarme el libro por mis propios medios. Sin mentir, sin robar, sin hacer daño a nadie.

Empecé a mendigar por las calles, y pasé los días en esquinas de la calle, pidiendo limosna. Pasé mucha hambre. Si quería ahorrar, entonces eso también significaba comer menos. Había que tener la paciencia de un dios. Poca gente me daba monedas, y mi paciencia se puso a prueba en más de una ocasión. Varios transeúntes me miraban como si fuese un vómito en medio del suelo, y otros incluso me decían cosas como:

— Sucio occitiense, tu tía te va a pagar para que ensucies la calle con tu porquería...

Las ganas de ponerle la cara del revés a más de uno y robarle lo que llevara encima empezaban a poder conmigo. Sin embargo, me contuve. Aquello era lo fácil, de eso estaba el mundo lleno. Lo que merecía la pena conseguir era luchar por la actitud de gente como Dana, aunque fuese tan poca.

Por lo menos podía apagar mi sed en los estanques de los parques. Pero comía mucho menos que de costumbre. A veces, cuando no podía más, iba al campo a cazar alguna liebre silvestre. Me costó, pero poco a poco pude ahorrar unas monedas. Iba a demostrar a todos, empezando por mí mismo, que otro mundo era posible.

Visitaba a Dana todos los días, siempre un poco más tarde de la hora de comer, cuando en su librería no había casi nadie. Aprovechaba mi tiempo libre para repasar sus enseñanzas y releer las palabras que me había escrito en trozos de papel, para que practicase. C con A hacía CA, en tanto que S más A hacían SA. CA junto a SA hacían CASA o SACA, dependiendo del orden. Y así fui practicando. Al principio me costaba horrores de tiempo, pero cada vez me planteaba un reto menor. Hasta que al final leía varios papeles en un día. A los pocos días ya practicaba en la tienda de Dana con el mismo libro sobre Occitia que había mirado antes, y que ya leía a trompicones pero a un ritmo más fluido.

— «Afe... aferrado... precariamente a las rocas... —leía en el libro siguiendo con el dedo— y trepando... torpemente... de un peñasco a otro... el salvaje occitio del de... del desierto... sabe como por instinto... encontrar el mejor sitio... desde donde acechar a sus... a  sus desprevenidas presas.»

Dana me enseñó un montón de cosas sobre su país. Me habló de los nobles de Sagrania y su familia real. Me dijo que creía en la teoría de que los nobles sabían hacer magia y que nos la ocultaban a los demás. Y que esa era la razón de que estuvieran gobernando el país. También me habló de leyendas que decían que en los bosques de Medonia, que estaban al norte, vivía toda clase de seres sobrenaturales, que asimismo eran capaces de hacer magia. Yo la escuchaba con la boca abierta. Luego le llegaba el turno a ella, que ponía unos ojos como platos al oír las cosas que contaba sobre Occitia.

Semanas después ya leía de corrido, pero seguí yendo a la librería. No sé si he tenido amigos en la vida, pero Dana fue lo más parecido que he tenido alguna vez. La iba a visitar casi todos los días. Un día me preguntó si me podría interesar encontrar algún trabajo, si tan pocas ganas tenía de regresar a Isolacrán. Yo no veía cómo podría hacerlo, pero ella me aconsejó preguntar a los mestizos, a los que habían tenido antepasados occitienses. Así tal vez, me propuso, alguno me podría poner en contacto con alguien que pudiera echarme una mano sobre cómo empezar...

Y ya me lo estuve planteando en los días siguientes. Pero entonces ocurrió un suceso que truncó de golpe toda mi esperanza de una vida normal y anodina en Sagrania.

Fue una noche en la que había estado pidiendo en una esquina, junto a una taberna. A veces iba a allí, a distraerme con las idioteces que se oían a través de sus ventanas. Además de reírme, hacía buena caja con los borrachos que salían a llevarse la fiesta a otra parte, ya a altas horas de la noche. También había que andarse con ojo. En el estado en que venían resultaba mucho más fácil hacerles morder el polvo, pero alguno se ponía agresivo y hasta violento. Sin embargo, otras veces la bebida los volvía más simpáticos, cosa que incrementaba las posibilidades de llenarme los bolsillos.

Todo iba bien hasta que oí el leve ruido de unos pasos cortos y rápidos, como el sonido de una cucaracha en la cabecera de la cama. No debía de ser algo muy grande a juzgar por el casi inexistente ruido que hacía. Cuando pasó por la zona en que llegaba la luz de la taberna vi que se trataba de un fuwa que se estaba acercando hasta la entrada. Los fuwas tenían prohibido entrar en las tabernas, igual que les estaba vetado hacer prácticamente cualquier cosa. Pero este parecía muy interesado en entrar. ¿Qué era lo que quería?

Como tantos otros fuwas que había visto en Sagrarin y otras ciudades, el animalejo que llegó saliendo de las sombras parecía una especie de flor andante sobre dos patitas, con aquellos pelos parecidos a plumeros que le salían de la cabeza y sus hojitas en la nuca. Los plumones de este eran de un suave y blanquecino color malva. Y, como en el caso de tantos otros, este también trajinaba un objeto tirando a pesado en sus endebles brazos, esos brazos con aquella piel que parecía madera cubierta de musgo. Tenía entornados los ojos azules, como si hiciera un gran esfuerzo, y abierto el pico de pato, pues jadeaba como un rinoceronte.

Lo que llevaba era una cesta llena de comida, botellas con bebida y tarros de confitura. Como tantos otros de sus congéneres, iba temeroso por la calle, no muy seguro de sí mismo. Ya los había visto yendo por la ciudad, con caras de estar aburriéndose o desplazándose como almas en pena. Pero este, además, temblaba al caminar. Parecía nervioso, casi asustado, a juzgar por cómo se recomponía la cubierta de hojas con que se vestía, se tocaba la cara verde oscura y se pasaba las manitas por los flecos de su sedoso pelo color malva. Movía las piernas deprisa, a pasos seguidos y cortos, mientras se acercaba a la puerta de la taberna deteniéndose varias veces antes de entrar.

Pero en estas que al final entró.

Al instante el ruido de la taberna subió de volumen. Fue algo extraño, una mezcla de impresiones: por un lado exclamaciones y gritos, como si hubiese entrado una cucaracha de verdad. Por el otro risas, como si el juglar del barrio y el tonto del pueblo hubiesen anunciado su compromiso matrimonial. Luego se oyeron ruidos de taburetes chocando contra el suelo, más gritos, más risas y un chirrido muy agudo y estridente.

— ¡Pera, pera, que lo tengo! —soltó una divertida voz de borracho.

Y a continuación salió el pobre fuwa del bar. No por la puerta, sino por la ventana. Aterrizó a varios metros de allí, debido a la levedad de su peso. Con las manos vacías.

Me lo quedé mirando. Como no expresan las emociones como los sagrárines y occitios, sólo puedo decir que tenía los ojos y el pico muy abiertos. Ahí siguió en el suelo, poco a poco incorporándose. Le habían dejado la túnica de hojas medio arrancada. El vino que le chorreaba hacía un charco. Y al parecer le habían arrancado varios de los flecos de su pelo malva, y algunos de los que quedaban caían ahora, poco a poco, como los pétalos de una patética rosa moribunda.

¿Qué movía a aquellos seres a servir a los sagrárines? Ya había visto cómo los trataban, por lo que me sorprendía que no se hubieran vengado de ellos o se hubieran fugado en masa hacia los bosques. Me hizo gracia la manera en que habían tirado a este por la ventana, pero ¿qué le habrían hecho dentro? Por lo visto le habían dado una paliza. Eso ya no me gustó tanto. Sé por experiencia propia, de cuando era un niño o estaba enfermo, que no tiene ninguna gracia que te machaquen cuando no te puedes defender. ¿Serás idiota, fuwa? Eso pensé, porque seguía allí plantado. ¡Vete ya! ¿No ves que pueden salir?

Y, en efecto, al cabo de un rato los teníamos en la calle. Tres hombres borrachos, dos de ellos como cubas, salieron del bar. El tercero llevaba la misma cesta que el fuwa había llevado al entrar en el bar. Ahora sólo contenía una botella. Se dirigían manotazos unos a otros y se decían cosas que, entre las risas y la borrachera, poco o nada se entendían:

— Fu pues si eso cuando... a mi casa... ya verás la zorra...
— Pero qué... ñetas hacía?
— Buah pues a mí una vez... eh, oye... —hizo uno de los tres reparando en el fuwa, que los observaba paralizado—. Oye, Fis, ¿no es eso tu fuá?
— ¿Eh? Aaaah... Claro, que le dije que esperara... ah pues... mira, fuá —le dijo al fuwa—. Oye, que ya no hace falta que te quedes... puedes irte a ca... ¡No...! ¡Eeeessspera! ¡Ven aquí!

El fuwa fue hacia su dueño. Algunos de los de su especie eran altos, otros bajitos, pero este tenía casi la misma altura que su dueño. Este lo cogió por el cuello y empezó a darle bofetadas con la mano abierta.

— Pero serás burro... la mermelada de fresa... es más roja. ¡Y esta tan lila es la de frambuesa, inútil!
— Perdone el señor... —se disculpó el fuwa con su voz aguda y estremecida—. Pero no había más existencias en la tienda. En su lugar tuve que... ¿pero qué va a hacer? ¡No! ¡Suélteme!

Pero el otro ya lo había agarrado por las hojas que crecían en su frente. El fuwa gritaba, y sus quejidos eran tan estridentes como la música de una chicharra. Presenciar aquello me produjo tanta pena, rabia y asco, que no supe qué sentir primero. Y no me refiero sólo al borracho.

— ¡Ja, ja, ja, ja! —reían los compinches de este.
— ¿Queréis dejar de armar ese escándalo? —gritó una señora asomada a una de las ventanas del edificio de enfrente.
— ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Mira esa...
— ¡Como baje yo os vais a enterar...!
— ¡Todo por tu culpa! —se enfadó de repente el dueño del fuwa, y le dio un tortazo de los fuertes con la mano abierta.

No sé si fueron las cosas que me contó Dana sobre cómo trataban a los esclavos en aquel país, pero... fui hacia ellos.

— ¡Anda, mira! —dijeron al verme—. ¡Un granate!
— ¿Quién de tus padres era el occitio, cerdito? ¿Fue tu padre o fue su hermana?
— Mira, si viene hacia aquí... quiere pelea...
— ¡Oye, tú! ¿Qué te has creído? ¡Vete a tu país antes de que...!

No me había dado cuenta hasta entonces de cuánto añoraba una buena pelea. La paz no me sentaba bien. Disfruté de lo lindo rompiéndome manos y pies en la cara de los tres, enviándolos al suelo. Eran peor que aficionados en el arte de la lucha. Y además iban borrachos. Tres presas muy fáciles, tres saquitos de boxeo. Y como se me ocurriera sacar el pico del zurrón podían despedirse. ¡Cómo disfruté! Creo que era porque se la merecían.

Pero entonces todo se complicó sobremanera al llegar un carro tirado por caballos. Alguien había llamado a la policía. Y yo ya había tenido algún problema con ellos, porque en Sagrarin ni siquiera se permite la mendicidad. Me dijeron que estaba detenido, pero no me dio la gana de entregarme. Enseguida pude comprobar que estos sí que estaban acostumbrados a pelear. Sacaron porras y cuchillos afilados bajo las capas. Me apuñalaron y todo, aunque por suerte no fue en ningún sitio mortal. Conseguí hundir el pico en la espalda de uno y lanzárselo al otro en la cabeza. Este cayó al suelo, y tras recoger el pico me fui corriendo por las calles de Sagrarin.

A la mierda el juramento, pensé en la esquina de uno de los barrios bajos, donde me recompuse como pude, escondido en una de las callejuelas. Al día siguiente vi a un tipo que llevaba una capa negra. Le ataqué y se la quité, y luego di un rodeo para llegar a la tienda de libros. Bien tapado con la capa, para que Dana no supiera que aquel era yo. Sin hacer caso de sus preguntas ni de sus alaridos entré en la librería, me llevé el libraco sobre Occitia, salí de la tienda y me fui volando de Sagrarin.

No quedaba otra que volver a Isolacrán. Pero antes, ya que había llegado hasta allí, pensé que no me haría daño comprobar una cosa.


De modo que me dirigí hacia el norte.












lunes, 17 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (V): La librería

¡El lunes que viene continúa esta historia en el Oniródromo!





5. ~ LA LIBRERÍA ~

No salía de mi asombro con aquel país. Iba de pueblo en pueblo sin preocupaciones, disfrutando del viaje como nunca en la vida. Ni siquiera tenía que esforzarme por buscar comida ni agua. A la gente le bastaba con verme para decidir que era mejor darme todo lo que llevara. La túnica de piel de chacal, el pico en las manos, los ojos de ámbar y la piel granate hacían todo el trabajo. En tres semanas de viaje apenas tuve que atacar a seis personas.

Por todas partes me encontraba con lo mismo. Sitios accesibles, puertas abiertas, vallas bajas, gente pacífica. Al principio atracaba sólo a quien llevaba algún saco o zurrón. Pero poco a poco fui aprendiendo que aquellas piezas de metal redondas que también me daban, y que tan inútiles me parecían al principio, servían de hecho para intercambiarlas por comida y otras cosas. Cuando pude me compré una túnica de color crema, y en un par de ocasiones hice noche en una posada.

Gracias a la túnica nueva ya no atraía tanto las miradas de la gente. Y a medida que iba de pueblo en pueblo, y que visitaba ciudades cada vez más grandes, noté que cada vez pasaba más desapercibido, y que al final era casi como si fuera invisible. No era el único extranjero por allí. Empecé a ver gente de otras razas distintas a la pálida de los sagrárines de Sagrania, así como gente pobre o vestida de maneras más extravagantes.

Algunas de esas personas de otras razas tenían un color de piel parecido al mío, aunque más claro. Como pálidos quemados por el sol. Era como si fuesen occitios, pero sólo a medias. Se parecían un poco a la gente de Isolacrán, pero no tenían los ojos de color ámbar. E inocencia en la mirada.

Las ciudades y sus casas, parques y calles crecían a la misma velocidad que las ciudades que visitaba. Vi vehículos como carros tirados por animales que llevaban a la gente de una ciudad a otra. Preguntando a otros viajeros acabé en la capital de Sagrania, una ciudad inmensa y llena de monumentos llamada Sagrarin.

Allí todo era infinito. Calles larguísimas que no terminaban, avenidas anchas como carreteras. Casas que superaban los cuatro pisos, bloques de viviendas que tenían hasta seis. Jardines que parecían bosques, barrios como pueblos, monumentos que dejaban como enanos a los árboles más grandes. Y un castillo en el centro, el Castillo de Sagrarin, tan gigantesco y monumental que parecía que tocaba el cielo y lo ocupaba como una nube. Mirar hasta donde llegaban sus torres me dejó el pescuezo dolorido. Yo ya no quería oír hablar de regresar a Occitia.

Veía a gente ocupada en actividades de lo más dispares: talar árboles, cuidar jardines, forjar el metal, limpiar casas, cortar el pelo, pintar vallas y casas... descubrí que así era como la gente se ganaba la vida. Algunos hilaban tejidos en telares, emborrachaban o alimentaban o curaban a la gente, hacían mesas o barriles de madera... Eso último fue lo que más me impresionó. A mí, que procedo de un sitio donde ni siquiera hay árboles, me parecía poco menos que magia.

En Occitia todo se hace con tendones y huesos de animales, piedras, barro, piel, cabello y plantas del desierto. Se dice que en la Cordillera Sur sí los hay, pero ya puedes necesitar madera de verdad para ir allí. Están muy lejos, y las leyendas advierten de que ir allí es encontrar una muerte segura. Hablan de demonios que hay viviendo allí, lo que explicaría cuánta gente ha ido allí y no ha vuelto para comntarlo. Aunque también es posible que fueran el hambre y la sed lo que acabase con los aventureros.

Y entonces descubrí una cosa nueva que me llamó la atención. Una tienda que vendía artículos que no tenía ni idea de para qué podían servir. Entré allí.

El lugar estaba lleno de estanterías con bloques finos de cuero dispuestos en filas. Sólo había una persona en la tienda, de pie junto a una de las estanterías. Un hombre que tenía una de aquellas cosas en las manos. Parecía que lo había abierto, y entre las barreras de cuero de color azul pasaba con la mano telas planas y flexibles de color blanco, manchadas de arriba a abajo con símbolos parecidos a los que había visto en algunos carteles. Eran como cajas que podían abrirse y cerrarse, siempre por el mismo lado. ¿Pero qué había dentro? ¿Qué miraba el tipo aquel en esas manchas diminutas sobre fondo blanco?

Imité al hombre que estaba de pie y cogí uno de esos trastos, uno de un rojo muy claro. Lo abrí. No había nada entre sus hojas que llamara mi atención. Aquello no tenía ningún sentido... Era suave y áspero a la vez, y no olía a nada que hubiera sentido antes. No era útil para golpear, pero las esquinas de la tapa dura te podían hacer daño en la cabeza si lo usabas a mala idea. Pero no valía mucho como arma.

Lo dejé donde lo había cogido. Luego tomé otro de la misma estantería, uno de color gris, y lo abrí. Más manchitas sobre fondo blanco. Y después abrí otro de color amarillo y empecé a pasar las páginas... Y ya estaba decidido a irme de la tienda cuando descubrí que en ese libro había un occitio. Dejé caer el tomo por instinto, y di un paso atrás. Luego me di cuenta de que sólo era un dibujo. Recogí aquel objeto, y seguí pasando páginas. Vi el dibujo de una selva en blanco y negro. Pasé las páginas. Vi otro paisaje de riscos, precipicios, cañones y barrancos, muy parecido a Occitia.

Cuando me di cuenta ya había mirado las ilustraciones de unos cinco o seis libros. Mapas, animales, personas, esquemas y gráficos rudimentarios. No tenía la menos idea de qué era, pero estaba fascinado. Vi dibujos de las mismas razas que había estado viendo por la calle, como por ejemplo de esos enclenques con apariencia de plantas que los sagrárines llamaban fuwas.

¡Los fuwas! Yo ya había visto alguno por la calle. Iban casi siempre acompañados de alguna persona de raza sagrarin, que los utilizaban para llevarles cosas y hacerles recados. Había oído que trabajaban en los hogares, a cambio de alimento y de cobijo de sus amos. Pertenecían a una de tantas razas extrañas que corrían por la capital. Parecían animales, pero tenían una inteligencia casi comparable a la de los sagrárines y los occitios. Tenían la piel de un marrón parecido al dela madera, pero cubierta de una hierba con la que vivían en simbiosis, y que les daba un extraño color, como marrón verdoso. Eso les permitía camuflarse en los ambientes forestales, de los cuales por lo visto eran originarios. Tenían pico de pato, y los grandes ojos de color azul brillante que se iluminaban en la oscuridad, como si fuesen luciérnagas, no eran lo único de ellos que me llamaba la atención. También la ropa que vestían, hecha con las hojas que cosían tras recogerlas del suelo, no dejaba de parecerme pintoresca. Pero lo más llamativo de su aspecto eran... aquellos plumones de colores que salían de sus cabezas. Cada uno lo tenía de un color: verde, rojo, azul, marrón, naranja, amarillo, violeta... pero en todos aquel extraño pelo sedoso caía en todas direcciones, como las palmas de una palmera. Junto a hojas que les salían en el cuello, en la cabeza y en la nuca. El efecto total de su apariencia era el de plantas en flor que se movían solas.

Tan ensimismado estaba, contemplando los dibujos de aquellos extraños seres en el libro, que apenas reparé en el ruido de la puerta al cerrarse. Me había quedado solo.

Respiré hondo. ¿Podría llevarme algún libro de esos? No me cabrían todos en el zurrón... Y además no podría volver a aquella tienda si robaba en ella. Y los libros parecían tan interesantes... ¿qué estarían diciendo todas aquellas letras?

Seguí mirando ilustraciones. En un momento dado volví al libro amarillo de los occitienses. En los dibujos había flechas junto a explicaciones, esquemas, párrafos pequeños junto a los dibujos de gente que era como yo. Los habían dibujado como bestias agresivas con las fauces abiertas y ojos de rabia, como capaces de morder al lector en cuanto mirase hacia otro lado. Junto a los dibujos había párrafos que te explicaban vete a saber qué sobre mi gente.

Seguí pasando páginas. Vi un dibujo de occitienses en un pueblo parecido a Isolacrán. Miraban al lector como posando para que los dibujaran. El que había dibujado esto no lo había conseguido sacar más falso porque no se había entrenado. Nadie se hubiera atrevido a intentar matenerlos quietecitos para algo así. Otra ilustración ya era un poco más realista, aunque habían exagerado la expresión viciosa de los dos occitienses que mostraban peleando con piedras en la mano, como si fuesen puñales. ¡Por Anjín, pero si en Occitia nadie tira piedras a la gente que se pelea, como en el dibujo aquel! Ni mucho menos aprovechaban una pelea para robar a nadie. Somos más de quedarnos a observar hasta que caen migajas.

Vi imágenes de madres parecidas a Lávice, dibujadas atacando a niños con cara de profundo odio y piedras en las manos. ¡Qué pesados con las piedras! Además, las madres puede que peguen a sus hijos, igual que ocurre al revés, pero no con ese odio asesino grabado en los ojos. Y mucho menos con piedras. ¡Por Aspín, así puedes matarlos! Por muy acostumbrados que estemos a pelear desde la infancia esas cosas hacen daño, ¿eh? Por no hablar de las imágenes de occitios copulando en plena calle. Eso sí que ya es una mentira como un peñón de arenisca. Cómo se nota que el capullo del ilustrador no había pisado Occitia en la vida. Esa era la imagen que los extranjeros tenían de nosotros... se creen muy superiores a los demás, y no tienen ni idea de nada.

Una mezcla de sensaciones me llegó a la mente. Nostalgia, tal vez. Rabia contra los de Sagrania. Tristeza de que nos vean así, de haber vivido tanto tiempo en un país como ese... y también de que, pese a las mentiras y exageraciones, la verdad es que tampoco andaban desencaminados...

— Hola. Perdona...
— ¡AH!

Grité de pavor ante la voz que venía de atrás. Durante una fracción de segundo dudé si debía golpear a la mujer que se me había acercado. Pero me contuve justo a tiempo.

— Perdona, perdona —se disculpó—. No quería asustarte.
— ¿Quién eres?
— Soy la dueña de la librería. Me llamo Dana.
— Ah. Encantado.
— Sólo quería preguntarte si podía ayudarte en algo.
— Bueno, yo... sólo estaba mirando. Por cierto, ¿podrías decirme de qué trata este libro?
— Pues es un libro sobre Occitia.
— Sí, lo sé. Por los dibujos.
— Ah —dijo, comprendiendo—. Entonces... ¿no has aprendido a leer?
— No, no sé leer. Pero... bueno, he visto que hablaban de mí y de mi país, y... bueno, quería saber qué estaban diciendo.
— Ah, pero... ¿tú eres de Occitia?

Lo dijo en un tono que no había visto en nadie. Abría la boca y los ojos, sorprendida, pero al mismo tiempo entusiasmada. Como si hubiera encontrado a un especimen de una especie en peligro de extinción.

— Pues claro que soy de Occitia. ¿A cuántas personas has visto con el color de mi piel por aquí? ¿Y de mis ojos?
— Bueno, la verdad es que a alguno sí que he visto.
— ¿De un rojo tan fuerte como el mío? ¿Y con ojos ámbar?
— Bueno, cierto. Tanto como tú, no. Pero es que la mayoría de esas personas no son occitios de raza pura. Son descendientes de algunos de ellos, pero ya hace tiempo que se mezclaron con la población sagrarin.
— Ah... ¿y entonces qué dice el libro, más o menos?

Ella empezó a hojearlo.

— Bueno... —dijo al final—. Habla de las costumbres de vuestro país. La forma de vida que hay. Su geografía, historia, cultura y religión, así como organización social... Mira, este tema trata sobre las costumbres alimentarias... (¡alimentarias, que no alimenticias!) —añadió alzando un dedo— sobre los occitienses de la región norte... ¿tu de dónde eras?
— De Isolacrán. Por cierto, he visto un mapa antes... creo que estaba por aquí... —dije pasando las páginas—. Vale, aquí es. Pero no sé dónde puede estar mi ciudad... tiene que estar hacia el este.
— Mira —señaló con el dedo—. Aquí lo pone: Isolacrán. Esta es tu ciudad.
— Bueno, ciudad... es más bien un pueblo. Esto sí es una ciudad. Pero oye, entonces... ¿es esta la Cordillera Prohibida?
— Sí, eso pone. Y aquí tienes la ciudad de Laui... Gedesi, la capital... Isolacrán...

Pronunciaba mal los nombres. Pero no me importó.

— ¿Y aquí qué pone? —pregunté señalando el pie de imagen de la ilustración en la que había occitios peleando.
— Pues... «representación de una escena cotidiana en la ciudad occitia media; escenas como esta no son raras en Occitia, pues a veces surgen discusiones que en la mayoría de los casos se resuelven peleando». No os dejan muy bien... ¿De verdad es así la vida por allí?
— Aquí se pasan un poco, la verdad... no es exactamente así. Aunque tampoco es tan diferente.
— ¿Y eso?

Me encogí de hombros.

— Debe de ser porque las circunstancias os empujan a ello. La gente no es violenta porque sí, y Occitia es una región sin apenas vegetación ni agua. Un lugar muy yermo y seco, sin apenas recursos. ¿Cómo hacéis para no morir de sed, por cierto?
— Por las mañanas hace mucho frío. Siempre se forma algún charquito de rocío al alba. Sobre todo en las plantas del desierto.
— Entonces también tenéis que luchar contra temperaturas muy bajas...
— Y muy altas, en cuanto el sol ya está allá arriba.
— ¿Lo ves? —dijo ella chasqueando la lengua—. Es que es muy fácil quejarse y luego echar las culpas a...
— ¿A qué te refieres?
— Pues a que aquí hay muchos que dicen que los occitienses tienen lo que se merecen, que son monstruos sin escrúpulos. Pero muy pocos saben, y creo que este libro dice algo al respecto, que fueron nuestros antepasados los que confinaron a los occitienses al desierto. ¿Y allí de qué iban a vivir los vuestros? ¿De la agricultura?
— Hombre, algo de agricultura sí que hay... aunque si no tienes un arma, no...
— Pero ni de lejos la suficiente para mantener a una población que, como todas, tiene tendencia a crecer —dijo ella—. Lo que ocurre es que aquí también hay mucho racismo.
— ¿Racismo?
— Sí.
— ¿Qué es?
— Creer que la raza de uno es mejor que la de los demás.
— Ah... pues sí. Porque desde que he llegado a Sagrania la gente no ha parado de mirarme mal y de insultarme, y de llamarme «occitio de mierda»...

Ahora fue ella la que suspiró.

— Aquí hay que estar aguantando cosas como esas todo el rato. Pasa algo donde sea, y enseguida echan la culpa a alguna persona de raíces occitienses... es lo fácil. O por ejemplo muere alguien que tenía un fuwa en casa, y un buen día se lo encuentran muerto por asesinato, con puñaladas múltiples o algo así. Y lo más fácil de todo es echarle las culpas al fuwa. Pero qué casualidad que todas las víctimas hayan sido gente mala y pendenciera, a los que todos odiaban en su barrio. A veces todo esto es para desviar la atención de los culpables verdaderos. La gente siempre está dispuesta a creerse esas patrañas cuando se trata de extranjeros. Y luego, por ejemplo, la toman con hijos o nietos de occitienses que llevan toda la vida sin meterse con nadie... que han tenido que pasar por verdaderos aprietos... y que son tan sagrárines como el que más...

Suspiré.

— Ya sé a qué te refieres. Aunque, de todas formas, ojalá yo hubiera nacido aquí —le dije.
— Tampoco te crea que esto es el mejor país del mundo. Si quieres mi opinión, tu país y el mío no son tan distintos.
— Pues aquí la gente no se mata por comida. Mi país está lleno de imbéciles, te lo puedo asegurar.
— También el mío. Te sorprendería la de cosas por la que la gente se mata en todo el resto del mundo. La de guerras inútiles, y la de abusos de los que nadie...
— Pero todo está mejor montado.
— Porque contamos con recursos suficientes. Y hemos tenido que aprender a organizarnos. Mira, si por ejemplo no tuviéramos árboles, ¿cómo crees que hubiéramos podido hacer los libros?
— Ah, pero es que los libros... ¿se hacen con árboles?
— Claro. Y sin agua no hay árboles ni plantas. Así que, de entrada, sin todo eso ya hay menos comida y menos cultura. Ni transmisión de conocimientos. Y tener acceso a esto puede marcar una terrible diferencia entre permanecer en el charco de barro de una vida horrenda o evolucionar y mejorar para poder vivir más plenamente, ¿sabes? Pudiendo hacer más cosas...
— ¿Como los herreros, peluqueros, pintores y constructores que he visto en Sagrarin? ¿Quieres decir que en Occitia podríamos elegir a qué dedicarnos... si las cosas cambiaran?
— Claro que sí. Pero me parece que, tal y como está montado el mundo, hoy eso es muy difícil. Todo el mundo va a la suya. Y la gente, en todos los países, prefieren seguir con su vida y con las cosas a que están acostumbradas, antes que mover un solo dedo para ir en otra dirección. Aunque sea la correcta, y hacerlo signifique una vida mejor. Que también hay que saber qué significa eso, claro.

Me puse a pensar.

— ¿Y entonces tú qué harías? —le pregunté, curioso—. Para cambiar el mundo, digo.
— ¿Yo? Bueno, yo no soy ninguna experta en cómo van las cosas... ni en cómo se pueden cambiar. Pero diría que habría que empezar por ser un poco menos egoístas y tener más empatía por el otro.
— Y si mandaras... si tuvieras poder... ¿qué harías?
— No tengo ni idea. Pero de entrada haría que más gente quisiera aprender a leer. Porque, cuanta más ignorancia haya, más fácil será que manipulen a la gente.

Aquello me cogió por sorpresa.

— ¿Pero es que hay gente que no sabe leer? Yo creía...

Ella sonrió.

— No, no. En realidad no hay mucha gente que sepa. Y aún menos escribir. Sólo la cantidad de gente que viene a esta librería ya debería servirte para que te hicieras una idea. Sagrarin es muy grande, pero creo no hay más que once tiendas como esta. Unas diecinueve en total, si les sumas las que hay en el conjunto de Sagrania.

Me miró. Pero yo miré al suelo, mientras pensaba en sus palabras y digería todo aquello.

— Bueno... y ahora tendría que irte dejando... —dijo Dana—. Debo hacer unas cosas, y...

No me lo pensé muchos segundos:

— Oye, Dana...
— ¿Sí?
— Tú... ¿tú podrías enseñarme a leer?

Parpadeó, incrédula.

— ¿Enseñarte a leer? ¿Quién, yo?
— Sí, claro. Tú sabes leer, ¿no?
— Sí, claro. Pero...
— Pues me gustaría poder aprender. Poderme comprar libros en tu tienda, y leérmelos. Aprender cosas sobre mi propio país. Aprender sobre cosas de todo el mundo. Para cambiarlo.

Ella soltó una pequeña carcajada.

— Pero... hay sitios para eso. Hay escuelas donde enseñan a leer. Yo tengo unas cuentas y un inventario que hacer, y... tengo trabajo, ¿sabes?
— No tengo dinero para pagarme una escuela. Vivo en la calle. El dinero que gano lo necesito para vivir.

Ella se me quedó mirando. Estaba incómoda, pero al mismo tiempo vi que le había tocado la fibra sensible.

— ¿No podría volver otro día? —insistí, intentando ofrecer un aspecto lo más enternecedor posible—. No te pido milagros. Tan sólo que me enseñes a leer. Puedo volver en otro momento, si lo prefieres.

Ella no dijo nada. Pero noté que estaba luchando consigo misma. De modo que aproveché para volver a la carga:

— Tú dices que es injusto que tu raza haya negado a la mía la posibilidad de evolucionar, de llegar a convertirse en otra cosa, de salir del barro de violencia e ignorancia en el que está sumida. Que la gente es tan cerrada que prefieren que las cosas sigan como están, aunque estén mal. Pero luego tú no quieres ayudarme a aprender a leer, cuando estoy seguro de que no puede tomarte tanto tiempo. ¿Qué culpa tengo yo de ser pobre? ¿O de haber nacido en Occitia? No te estoy pidiendo el libro. Yo lo compraré en cuanto ahorre suficiente. Quiero comprarte muchos, en realidad. Pero no tendrá sentido si no aprendo a leer antes.

Me estuvo mirando a los ojos todo el rato mientras dije eso. Volvió a parpadear, y suspiró. Luego asintió:

— De acuerdo. Vuelve mañana sobre esta hora. Creo que encontraré un hueco para enseñarte un rato cada día.
— ¿De verdad?

Ella asintió de nuevo.

— De verdad —dijo.
— Muchas gracias. Entonces iré a ver si consigo ahorrar algo de dinero... aunque sea pidiendo en una esquina.

Me marché de allí y la puerta se cerró a mi espalda.








lunes, 10 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (III & IV): El desierto del Oeste + El país al otro lado

¡Ya sabéis! ¡Cada lunes un capítulo nuevo de LA VENGANZA DE LAS FLORES!


EL DESIERTO DEL OESTE

Seguí adelante, hasta que a mi alrededor no había nada más que tierra seca y plantas deserteras. Debía cruzar cuanto antes aquel mar de dejadez y desolación, o moriría de hambre y sed.

Había que caminar a grandes zancadas para no pisar las piedras, que no servían para otra cosa que para doler en la planta del pie. El hedor a tierra sobrecalentada y seca me llenaba los pulmones. En la mal llamada llanura, toda abultada de montículos, las matas de hierbajos crecían aisladas unas de otras, ahora aquí, ahora allá, salpicando a capricho aquel secarral. Sin embargo, y a pesar de que las matas crecían muy alejadas unas de otras, yo en la vida había visto tanta vegetación.

Tórrido calor de día. Noches congeladas. Siempre hambre y mucha sed. Sólo el silencio y la paz del desierto me compensaban de haber abandonado Isolacrán.

Al cabo de unos días empecé a pensar que iba a morir. Llevaba días racionando el agua, y cuando se me terminó tuve que empezar a vivir de mi propia orina. La única solución era continuar: ya estaba demasiado lejos de Occitia.

Fue muy duro luchar contra aquel cansancio, aquel calor y aquel mareo, mientras yo seguía adelante, siempre adelante. Me desmayé dos veces, y ya creía que sería el fin si me ocurría lo mismo una tercera. Hasta que, al día siguiente, sucedió algo insólito.

Vi a una extraña criatura allá a lo lejos. No sabía bien qué era, y lo primero que pensé es que se trataba de una alucinación. No en vano yo ya me encontraba para el arrastre, y no era la primera vez que creía ver cosas que en realidad no estaban. Como por ejemplo insectos, tales como las cucarachas, acercándose hacia mí, y que desaparecían en cuanto volvía a mirar.

Me llevé un susto de muerte al avistarlo, porque además se me antojaba gigantesco. Desde allí me parecía un monstruo, una bestia enorme y alta sin forma, como una especie de puercoespín asimétrico que se aguantaba en pie sobre una sola pata. Pero luego comprobé que estaba quieto. Y después, al acercarme, me di cuenta de que en realidad era una planta. Una planta enorme, más alta que yo, con un tallo duro como una roca.

El primer árbol que encontré en la vida me salvó de la muerte. En él encontré unos frutos muy jugosos que calmaron mi sed y mi hambre. Me subí a las ramas; sostenían bien mi peso. No podía dejar de comer, aquella fruta era deliciosa. También proyectaba una bendita sombra en aquel suelo y en él no me quemaba con el sol. Me quedé un rato allí, comiendo y tocando las ramas, pasando las manos por el tronco. Era duro, áspero, leñoso, no como los tallos de las agripilas, que se doblan con los dedos. Cuando terminé de comer me puse a descansar a la sombra de aquel árbol. No era como los describían en las leyendas, pero no por ello parecía menos legendario. Tenía hojas planas y muy verdes, y frutos de color rosado. Sólo era el doble de alto que yo, pero no por ello resultaba menos imponente. Me comí las frutas que quedaban y me guardé algunas en el zurrón. Después, y tras una última mirada a aquel extraño ser, seguí mi camino.

Horas después encontré el segundo árbol. No tardé muchas más en ver el primer grupo de ellos. A partir de enconces ya no fue raro ver arboledas enteras. El desierto terminó, y hacía tiempo que altas hierbas y matorrales cubrían el suelo. Me encontré en un mundo desconocido, un ambiente nuevo para mí. Había árboles por doquier. Empezaba el bosque.

También me quedé anonadado con el primer riachuelo. Nada más verlo, me lancé hacia él, y tragué y tragué de aquella cristalina agua hasta quedar saciado. Después de días viviendo del agua que me daban las frutas, aquello sabía a gloria bendita de la diosa Azivi. En Isolacrán sólo bebíamos el agua embarrada y sucia de las charcas que formaba el rocío al alba, y por eso todo el mundo se solía despertar temprano. Por fin pude beber agua hasta hartarme, y después quedarme fascinado viendo cómo corría. Un agua que además estaba limpia, transparente y de la que podía ver el fondo.

Sin tener mucha idea sobre a dónde me podría llevar, decidí seguir el riachuelo, de modo que a partir de entonces ya no tuve que preocuparme más por pasar sed.

Hasta que, al cabo de unos días, me encontré con un sendero. Lo seguí. Al amanecer del día siguiente, el primer pueblo se avistaba allá a lo lejos.


~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~


EL PAÍS AL OTRO LADO

Me había lanzado a aquel viaje a la aventura, y dejando muchas cosas por planificar. Tampoco contaba con diversos imprevistos que me fueron saliendo al paso. Entre ellos, cuánto iba a llamar la atención entre la población local.

En la primera aldea en la que entré no había demasiada gente, pero la que había no dejaba de mirarme. En aquel poblacho no debían de estar muy acostumbrados a ver a forasteros, y menos de otro país. Y ya puestos de otra raza.

Las expresiones de sorpresa que vi en los lugareños sólo debieron de tener parangón con la mía propia. Aquella gente vestía túnicas de tela de diversos colores, de un aspecto tan suave y fino que parecían a punto de rasgarse con sólo mirarlas. Vestidos de las fromas más variadas, pies con calcetines y zapatos. Tenían la cara y los brazos de una piel tan pálida que parecía de nubes. El pelo lo tenían en su mayoría negro, como nosotros, pero en muchos era castaño o rubio, y sus ojos eran de colores distintos al ámbar. Verdes, azules, negros, marrones... Por su parte, todo el mundo miraba asombrado la piel de chacal que llevaba puesta, y no quitaban el ojo a mi piel casi granate ni a mis uñas largas y afiladas. Mis ojos color miel terminaron de coronar la impresión que les debía de estar dando.

No había pensado en que llamaría la atención como un animal salvaje fuera de su jaula. No había pensado en ese tipo de cosas. Sólo tenía en la cabeza encontrar un arma, o algo que pudiera usarse como tal. Encontrar una, la que fuera y como fuera, y después salir corriendo y regresar a mi país.

Ese era el plan. Y, sin embargo, lo que vi en aquel pueblo me dejó tan asombrado que, muy a pesar mío, no logré dejar de mirar a mi alrededor como si fuera un bobo.

Todo lo que veía me parecía sorprendente. No sólo era el aspecto de la gente, sino también sus expresiones despreocupadas y desprovistas de agresividad y miedo, por lo menos hasta que me veían a mí. Pero no sólo era eso.

Había fincas, huertas y corrales en medio del campo y sin vigilancia, como si nadie fuera a robarlas. Tenían vallas de apenas metro y medio de alto. Y dentro había animales pastando a la vista de todos, o que incluso paseaban por el pueblo. Casas y granjas estaban por todas partes en los alrededores del pueblo, algunas incluso con las puertas abiertas. Las construcciones eran cuadradas y estaban pintadas de diversos colores. Por los desconchados parecían construidas con ladrillos de materiales muy resistentes. Acababan en tejados, en lugar de ser como aquellos montones de bloques de barro cocido, huecos y deformes, que tenemos en Isolacrán. También tenían ventanas de verdad, como puertas acristaladas con cortinas, en lugar de simples agujeros por donde corría el aire.

Las calles estaban adoquinadas, como si se hubieran tomado la molestia de construirles un suelo artificial. Debajo de aquellas piedras debía de estar la tierra, que salvo en la zona adoquinada hervía de vegetación, y de verde fresco y reluciente. Vi asimismo parques con parterres de flores vistosas, y hierba y jardines con estatuas y fuentes. Y hasta un estanque en medio. Las flores eran preciosas, y hasta los insectos tenían una belleza especial, como algunos de colores que más tarde aprendí que se llamaban abejas y mariposas. Nunca había visto nada igual. Todo aquello me distrajo de la principal razón por la que había ido a un sitio como aquel. Olvidé toda violencia, y en más de una ocasión miré alrededor como esperando que alguien hubiera aprovechado mi distracción para saltarme encima. Pero no ocurría nada. Aquel lugar era un oasis de calma, paz y tranquilidad. Me sentía como si estuviera en otro mundo, y de hecho en cierto modo era verdad.

Pronto descubrí que no tenía nada que temer en aquel sitio. Nadie me acechaba para robarme, ni atacarme, ni tan siquiera evaluar mis posibilidades de éxito en una pelea. Al contrario, tendían a alejarse de mí, con discreción y sin perderme de vista, como si esperaran que fuera yo el que fuese a saltarles encima.

No sé decir cuánto tiempo estuve andando de aquí para allá, boquiabierto con lo que veía.

Hasta que, de pronto, la visión de unas azadas y rastrillos inclinados contra la pared de una masía devolvieron a mi mente lo que había ido a hacer allí.

Tuve que parpadear varias veces. No podía creerlo: ¡Un rastrillo, un pico, una pala y una azada medio oxidadas al aire libre, al alcance de cualquiera! ¡A la vista de todo el mundo! Estaban apoyados en la pared de una casa, tras una valla de madera que separaba el jardín de la calle. Con la puerta abierta a un tiro de piedra de donde estaban.

Miré las herramientas de campo. Armas a la vista de todo el mundo, afilados instrumentos de muerte expuestos y accesibles a todo aquel que quisiera robarlas. Hacer algo así en Occitia era poco menos que firmar una sentencia de la propia muerte. Por aquel entonces yo no podía verlos como útiles o herramientas con otro uso que clavarse en carne ajena. No reparé en que acaso tuvieran otro uso, no sabía para qué servían en realidad, ni siquiera sabía cómo se llamaban.

Muy nervioso, miré alrededor relamiéndome. Al fin y al cabo, no había venido a hacer amigos. Ese concepto, como el de hacer turismo, ni siquiera existe en mi país.

No había nadie en la finca, nadie vigilaba aquellas herramientas. Miré alrededor otra vez, pero la gente no parecía encontrar ningún interés en esos objetos. Si había algo a lo que estuvieran más preocupados de no perder de vista, ese era yo.

Y entonces, como si acabara de verlo, en la misma finca se avistaba una abertura tapada por una red de alambres. Dentro, en una estancia en penumbra, se veían varias aves de corral. Gallinas que iban de un lado a otro, picoteando por el suelo.

No me lo pensé. Rodeé la valla de la finca hasta pasar al otro lado, donde los arbustos me podían ocultar. Allí terminaba el pueblo, ya no había nadie más atrás. A continuación no me fue difícil, con la destreza y el la experiencia que traía desde Occitia, saber cómo y cuándo actuar. Creo que hasta había desarrollado una especie de sexto sentido para saber cuándo no miraba nadie.

Salté la valla aprisa. Fui directo a la pared. Llegué a las herramientas, sin explicarme cómo las podían haber dejado allí sin vigilancia. ¿Dónde estaba la trampa? Pero no me ocurrió nada... cogí la más contundente, que más tarde descubrí que se llamaba pico. Tras volver a mirar por todas partes, me dirigí al corral donde guardaban a las aves.

El cacareo se oyó más fuerte a medida que abrí la red de alambres a golpes de pico y a patadas. Me metí en el gallinero. No entraba mucha luz allí, así que sentí sobre todo el cacareo de las aves y la suciedad del suelo en las plantas de los pies, que estaba cubierto de una mezcla de barro, paja y excrementos.

Una vez a solas con las aves abrí el saco y empecé a llenarlo a contrarreloj mientras miraba alrededor. Plumas, cacareos huevos haciéndose añicos... Metí en el zurrón gallina tras gallina, nervioso como no lo había estado en años. ¡Un arma y comida para días, todo de una vez! Respiré hondo mientras en el saco las gallinas peleaban por salir. Y ya iba a huir de allí como una flecha con el pico en brazos, cuando se me heló la sangre al parecerme haber sentido la presencia de un lugareño. No, no me lo había imaginado. Lo había oído con la claridad del diente de un chacal. Era un ruido de pasos que se acercaban. A continuación, una figura oscura se formó en la puerta, proyectando una sombra que tapaba la pared del fondo.

— ¡Eh! —gritó alguien—. ¿Quién hay ahí? ¿Qué les haces a las gallinas...? ¡Sal de mi puto corral enseguida, o te atravieso con la horca!

Muy a pesar mío, y del susto que me había llevado, tuve que aguantar por un segundo las ganas de reír. ¿Cómo podía amenazarme alguien con aquel acento tan ridículo? Pero entonces era cierto lo que había oído. En el país de Sagrania se habla el mismo idioma que en Occitia. Pero ellos de una forma rara, todo hay que decirlo.

— ¿Quién cojones eres tú? —gritó avanzando con una horca quew agarraba con ambas manos—. ¿Qué coño haces en mi gallinero? ¡Que salgas, hostia! ¡Sal de ahí antes de que te atraviese!

— Perdona por meterme donde no me llaman —respondí prudente, pues pensaba que tal vez aquella raza fuese más fuerte de lo que aparentaba—. Pero es que he oído cacarear a las gallinas y me ha parecido ver a alguien que merodeaba por...

— ¿Pero tú de dónde...? ¡Te voy a enseñar a meterte en casa ajena, occitiense de mierda!

No pensé en que él también me calaría por mi acento. Ni tampoco sabía que tuvieran tanta rabia a los que son como yo. Arremetió contra mí sin más, con la horca por delante, con aquellos tres enormes pinchos de hierro afilados como espinas de cactus que brillaban en medio de la oscuridad. Esquivé el ataque de milagro y caí al suelo, resbalando con el sucio suelo del corral. Las gallinas cayeron del saco, y corrieron por el gallinero haciendo co co co. Pero el pico seguía en mis manos, pues por nada del mundo pensaba soltarlo. De entre las sombras me puse en pie y fui a la salida. Pero el tipo de la horca se puso en medio, bloqueándome el paso. Con la horca por delante. Me giré hacia él.

— ¡Tú no te vas de aquí, occitio asqueroso! ¡No te vas de aquí! ¡Vas a desear haberte quedado en tu país de mierda!

Co, co, co, las aves no paraban de cacarear. Como esto siguiera así mucho rato acabaría viniendo medio pueblo...

Volvió a embestir. Pero esta vez ya estaba preparado. Además, me había hecho una idea muy clara del estado físico de mi atacante, que además tenía ya una edad. Esquivé la horca una segunda vez, y la tercera no llegó. Se notaba que aquel tipo no había tenido que pelear en la vida. Al primer golpe que le asesté cayó redondo. La sensación de notar la hoja de metal del pico hundiéndose en aquella frente fue indescriptible. Y el tipo cayó redondo en aquel suelo lleno de mugre. Un hilo de sangre le empezó a brotar entre unos ojos que tenía en blanco y empezó a formar un charco.

Respirando muy nervioso, miré alrededor. Silencio. Nadie nos había oído.

Volví a llenar el saco de gallinas, huí del corral y escapé de la finca. Salí corriendo de aquel pueblo con el pico entre las manos, esquivando las miradas de la gente con que me topé. Corrí a refugiarme al bosque. Desde allí oí, al cabo de unos minutos, los primeros gritos de pena, miedo, rabia y odio que venían del pueblo. Juraban por dioses de nombres muy ridículos que me sacarían la piel a tiras como me pillaran algún día. Oí cosas como «sucio occitiense» y «os vamos a matar a todos». Y que iban a venir a nuestra mierda de país a quemarlo entero y arrancaros a tiras esa piel marrana. ¡Cómo me reí! Estaba muy contento. Una vez a salvo, de vuelta en lo más profundo del monte, dejé el saco a un lado. Maté a las gallinas a golpes de pico, desplumé a una de ellas y tenía tanta hambre que me la comí entera. Cruda, sí, porque en aquel entonces ni siquiera asaba la carne.

Ahora disponía de un arma espléndida. Pesaba un poco para mi gusto, pero me permitiría ser el rey de la calle. Ya no debía preocuparme por la falta de colmillos, y había comido como el dios Galanf. En cuanto volviera a Occitia podría tener lo que quisiera. Aunque de momento yo lo que quería era voivir tranquilo.

Y aquel país era genial. Todo era muy interesante allí. Y si a partir de entonces iba a comer de esa manera cada día, entonces ya estaba todo resuelto... Además yo no tenía miedo de la gente, mientras que ellos sí me temían a mí. Sin duda aquel era el país de la prosperidad. Y de los tontos. Ya hay que serlo para dejar que te roben de esa manera...

Aunque ahora pienso que si hay algún país de tontos en el mundo es Occitia. Pero no me hubiera dado cuenta de ello si, al verme solo y tranquilo en medio del bosque, no se me hubiera ocurrido que tal vez quisiera ver un poco más de aquel nuevo país de maravillas cuyo nombre era Sagrania.

Tampoco me apetecía mucho volver a Occitia, al menos de momento, y la perspectiva de atravesar de nuevo el desierto y pasar hambre, frío, sed y calor me daba cien patadas.

Y si hubiera vuelto a Occitia, además, nunca habría tenido la oportunidad de aprender a hacer magia.







lunes, 3 de junio de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (II): La despedida






LA DESPEDIDA

Una vez terminé de hacer el equipaje, miré mi habitación por última vez. Sabía que no tardaría mucho en ocuparla alguno de los mendigos de Isolacrán, así que ya podía despedirme de ella. Pero daba igual, no iba a echar de menos a aquel churro de casa construido con bloques de barro cocido. Y además estaba resuelto a irme. Pedí protección y valor a Anjín, y furia a Aspín, y luego salí a la calle. Pero nada más cruzar la esquina me encontré con Lávice.

No la vi de frente. Fue ella la que se me acercó por detrás, con un sigilo que mi oído aún captar demasiado tarde. Antes de que pudiera ponerme en guardia me agarró desde atrás, y sentí sus afiladas uñas clavándose en mi pecho y en mi vientre. Supe que era ella antes de moverme, pero no me dejó ir. Entonces noté el calor de sus labios en mi cuello, el aire aspirado por su nariz detrás de mi oreja y el susurro aspirado de aquella serpiente:

— ¿A dónde vas con eso?

Sabía cómo tratarla. De un codazo pude poner unos cuantos palmos entre ella y yo, pero Lávice era demasiado rápida. Consiguió que no me alejara demasiado, agarrándome del antebrazo. Intenté liberarme, pero me tenía bien sujeto. La miré a los ojos, aquellos ojos color miel. En aquel rostro de piel roja, facciones afiladas y dientes podridos.

— ¿Eso es un saco? —inquirió—. No te irás del pueblo, ¿no?
— Y a donde me dé la gana —dije volviendo a estirar el brazo para liberarme, sin éxito.

En sus ojos no vi cambio alguno. No estaba ofendida. Al contrario, parecía que estuviera disfrutando. Tenía un brillo en la mirada, y reía divertida mientras me miraba.

— ¿Por qué no vienes a casa?
— Porque no me da la gana. Además, hoy no estoy para tonterías.
— Eso es verdad. Parece que has tenido una pelea. Anda, ¿por qué no te vienes? Seguro que te puedo curar de alguna forma y...
— ¡Que te he dicho que no?
— Unos mimos no hacen daño a nadie... —insistió entornando los ojos.

¿Mimos? Pues serán los de otra, porque los de ella...

— Ni harto de safana —dije intentando zafarme de su agarre—. Me largo ahora mismo. ¡Que me dejes, zorra! —grité al ver que no me soltaba—. ¡Me haces daño!

Eso también era verdad. Aún recuerdo aquellas uñarras sucias, y tan afiladas como su nariz.

— No hasta que me digas a dónde vas —dijo.
— De excursión. Y ahora suéltame, antes de que te parta la cara.
— ¿Tú te crees que soy idiota? Quieres irte lejos. Pero no te dejaré.

No sé ni por qué me molesté en mentirle. Allí es casi tan natural como el hablar. Se abusa tanto de ello que nadie espera oírle la verdad a nadie. Y aunque se dijera también sería inútil, porque nadie hace caso de los demás. Para acabar de empeorarlo, Lávice era muy agresiva, y aquellos días tenía una obsesión conmigo que no había forma de quitarle. Solía perseguirme, y aquel día estaba decidida a no dejarme escapar.

— Échame otro polvo —insistió—. Aprovecha ahora, venga. Rescel no está en casa.
— ¿Y tus hijos?

Aquellos monstruos. A veces me he distraído viéndolos matarse entre ellos, mientras miraba sus caras y jugaba a adivinar quién podría ser el padre. De cada uno, porque puede que de alguno el padre sea yo. No deja de parecerme hipócrita que los maridos se pongan como fieras ante cosas como estas. No van a lograr que cambie nada, y lo que hacen ellos no tiene nada que envidiar a lo que hacen sus esposas.

De modo que los críos de Lávice eran mi última esperanza.

— ¿Mis hijos? —repitió—. ¿Qué pasa con mis hijos?
— ¿No están en casa?
— Los envío lejos con cualquier excusa. Que se vayan a otro lado a molestar.
— ¿Y no te importa qué harán solos por la calle? ¿No te preocup...?

La pregunta no era más estúpida porque no me había dado tiempo de ensayar otra más tonta. Lávice puso punto y final al paripé. Se me tiró encima sin más, besándome en la boca, lamiéndome la cara, arañándome la espalda, mordiéndome el cuello... jadeaba como una hiena en celo. En lo que dura un parpadeo capté la imagen de cierta gente de la calle que nos miraba y sonreía. Imbéciles... Dudé por unos segundos antes de reaccionar, porque a una parte de mí siempre le encanta que Lávice haga eso... pero tenía que sacármela de encima. Y por un momento me dejé hacer, hasta que vi las estrellas. Grité de dolor encuanto me mordió en el cuello, con todas sus fuerzas. Ya era suficiente. Y aquel día más que demasiado.

Le di un mamporro en la nariz tan fuerte que cayó redonda al suelo, mirando hacia abajo. Traía un goteo de sangre tan profuso que enseguida formó un charco. Como por instinto me puse en guardia, dispuesto a protegerme o a salir corriendo. Pero aquella vez ni siquiera levantó la mirada. Había recibido el tipo de golpes que me reservo para cuando de verdad, en serio, por los dioses que no me apetece que me molesten. Había que ser duro, sobre todo con ella, porque si no le daba de manera contundente me arriesgaba a que nos peleáramos allí, en medio de la calle. Y entonces una de dos: o la lucha se alargaba hasta quedar hechos papilla, y se iba cada uno por su lado, o acabábamos follando.

Pero ese día yo no estaba para tonterías. Además pensé que aquel iba a ser el último tortazo que le daba en mucho tiempo. Debía aprovechar para despedirme bien de ella mientras estuviese fuera.

Antes de que Lávice reaccionara, di media vuelta y me marché.

Por última vez hasta ahora anduve por las terrosas calles de Isolacrán, siempre hacia oriente. Isolacrán, que en aquel entonces era grande para mí, se terminó al cabo de unos minutos. Yo no dejaba de mirar hacia atrás mientras seguía caminando. Pero no lo hacía por nostalgia, sino por miedo a que Lávice me persiguiera calle abajo. No sería la primera vez.

La tierra rojiza, tanto como la piel de los que la habitaban, llegaba al horizonte. Los caminos que seguí en la tierra plana los evité en las zonas de macizos rocosos, porque temía menos a los chacales que a los bandidos que se ocultaban entre las peñas. Durante días no vi otra cosa que yermos y puebluchos, donde robaba algo de comer para luego refugiarme lejos, en el desierto. Me exponía a los chacales, pero era más seguro que estar cerca de personas.

En el pozo junto al que habían contruido la última aldea me harté de beber agua y llené la botella del tapón de corcho. Esperé a que se pusiera el sol, y empecé a cruzar el gran desierto que separaba Occitia del resto de países. Al otro lado estaba lo desconocido, los sitios de los que sólo habíamos oído leyendas. Lugares poco o nada acostumbrados a pasar hambre, y de cuya gente se decía que no peleaba. Ese país, que entonces se llamaba Sagrania, aguardaba con la esperanza de tener un arma para mí. Un arma que esperaba que me guardase las espaldas para cuando estuviera de vuelta. Pronto alguien me quitaría la casa, pero si volvía con un arma, podría echar de cualquier sitio a quien me diera la gana.

Entré en el desierto, muy decidido. Más allá no encontraría casas. Era un mar de tierra y de hierbajos que iban mucho más allá de donde alcanzaba la vista.

Hasta la fecha no he vuelto a añorar Isolacrán ni Occitia. Tampoco a la gente, ni el blanco de cal de las casas, ni aquellos paisajes desérticos de tierra roja, tierra amarilla, peñas y peñascos. Ni a las pocas plantas que hay, que da pena verlas. Antes al contrario: en los meses en que he puesto tierra de por medio me he ido preguntando, cada vez más, cómo he vivido treinta años en aquella porquería de país.