¡Cada lunes continúa la aventura!
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6. ~ HUIDA ~
Salí de la tienda
satisfecho de mí mismo. Había conseguido que Dana hiciera lo que yo
quería. Sí, lo había conseguido. Ahora sólo debía robar a la
gente suficiente como para comprar todos los libros que quisiera.
Acostumbrado a lo que estaba en sitios como Isolacrán, no acababa de
creer que alguien que diese su palabra fuese cumplirla... y, sin
embargo, yo me había hartado de ver cosas sorprendentes en aquel
país. Valía la pena comprobarlo. Al final decidí creerla.
Sí, Dana se había
portado bien conmigo, pensé mientras me reía de ella. ¿Qué te
parece? Esa loca pensaba que podía convertir el mundo en... vaya, en
un sitio donde la gente hiciera un esfuerzo para que las cosas
fuesen... más sencillas. Para todos.
Sí, Dana había sido
buena con otra persona. Conmigo. Se había portado bien... Tan bien
que no logré quitarme aquello de la cabeza.
Le empecé a dar vueltas,
de hecho. Bastantes, en realidad. Creo que era la primera vez en la
vida que veía a alguien hacer algo por otra persona. De manera
desinteresada. Porque sí. E incluso se le había visto, en cierto
modo, contenta de ayudarme.
Por lo visto, no todos
los sagrárines eran tan desagradables. Y algunos como Dana no sólo
tenían ideas que merecían la pena, sino que encima obraban en
consecuencia. Aunque les costase un esfuerzo a cambio de nada. A Dana
le había costado un poco, pero al final lo había hecho. Iba a
enseñarme a leer.
Aquello me produjo una
fascinación tan grande que, por primera vez en la vida, empecé a
plantearme si todo lo que había dado por sentado era tan buena idea.
Si Occitia era mejor que Sagrania o al revés, o si ninguna mejor que
otra. ¿Había algo que cambiar en la forma de ser de un país u
otro, en las personas, en mí? De repente se me descuadraron muchos
esquemas, y empecé a ver las cosas de otra manera.
Me propuse comprar ese
libro por mis propios medios. Sin robar ni molestar a nadie. Me
acordé de lo que Dana me leyó en el libro sobre Occitia. Quería
demostrarle a aquellos listos, los autores que hablaban de mi pueblo,
que estaban equivocados si pensaban que de un occitiense no se puede
sacar nada bueno. Sí, estaba decidido. Iba a ganarme el libro por
mis propios medios. Sin mentir, sin robar, sin hacer daño a nadie.
Empecé a mendigar por
las calles, y pasé los días en esquinas de la calle, pidiendo
limosna. Pasé mucha hambre. Si quería ahorrar, entonces eso también
significaba comer menos. Había que tener la paciencia de un dios.
Poca gente me daba monedas, y mi paciencia se puso a prueba en más
de una ocasión. Varios transeúntes me miraban como si fuese un
vómito en medio del suelo, y otros incluso me decían cosas como:
— Sucio occitiense, tu tía te va a pagar para que ensucies la calle con tu porquería...
— Sucio occitiense, tu tía te va a pagar para que ensucies la calle con tu porquería...
Las ganas de ponerle la
cara del revés a más de uno y robarle lo que llevara encima
empezaban a poder conmigo. Sin embargo, me contuve. Aquello era lo
fácil, de eso estaba el mundo lleno. Lo que merecía la pena
conseguir era luchar por la actitud de gente como Dana, aunque fuese
tan poca.
Por lo menos podía
apagar mi sed en los estanques de los parques. Pero comía mucho
menos que de costumbre. A veces, cuando no podía más, iba al campo
a cazar alguna liebre silvestre. Me costó, pero poco a poco pude
ahorrar unas monedas. Iba a demostrar a todos, empezando por mí
mismo, que otro mundo era posible.
Visitaba a Dana todos los
días, siempre un poco más tarde de la hora de comer, cuando en su
librería no había casi nadie. Aprovechaba mi tiempo libre para
repasar sus enseñanzas y releer las palabras que me había escrito
en trozos de papel, para que practicase. C con A hacía CA, en tanto
que S más A hacían SA. CA junto a SA hacían CASA o SACA,
dependiendo del orden. Y así fui practicando. Al principio me
costaba horrores de tiempo, pero cada vez me planteaba un reto menor.
Hasta que al final leía varios papeles en un día. A los pocos días
ya practicaba en la tienda de Dana con el mismo libro sobre Occitia
que había mirado antes, y que ya leía a trompicones pero a un ritmo
más fluido.
— «Afe... aferrado...
precariamente a las rocas... —leía en el libro siguiendo con el
dedo— y trepando... torpemente... de un peñasco a otro... el salvaje occitio del de... del desierto... sabe como por instinto... encontrar el mejor sitio... desde donde
acechar a sus... a sus desprevenidas presas.»
Dana me enseñó un
montón de cosas sobre su país. Me habló de los nobles de Sagrania
y su familia real. Me dijo que creía en la teoría de que los nobles
sabían hacer magia y que nos la ocultaban a los demás. Y que esa
era la razón de que estuvieran gobernando el país. También me
habló de leyendas que decían que en los bosques de Medonia, que
estaban al norte, vivía toda clase de seres sobrenaturales, que
asimismo eran capaces de hacer magia. Yo la escuchaba con la boca
abierta. Luego le llegaba el turno a ella, que ponía unos ojos como
platos al oír las cosas que contaba sobre Occitia.
Semanas después ya leía
de corrido, pero seguí yendo a la librería. No sé si he tenido
amigos en la vida, pero Dana fue lo más parecido que he tenido
alguna vez. La iba a visitar casi todos los días. Un día me
preguntó si me podría interesar encontrar algún trabajo, si tan
pocas ganas tenía de regresar a Isolacrán. Yo no veía cómo podría
hacerlo, pero ella me aconsejó preguntar a los mestizos, a los que
habían tenido antepasados occitienses. Así tal vez, me propuso,
alguno me podría poner en contacto con alguien que pudiera echarme
una mano sobre cómo empezar...
Y ya me lo estuve
planteando en los días siguientes. Pero entonces ocurrió un suceso
que truncó de golpe toda mi esperanza de una vida normal y anodina
en Sagrania.
Fue una noche en la que
había estado pidiendo en una esquina, junto a una taberna. A veces
iba a allí, a distraerme con las idioteces que se oían a través de
sus ventanas. Además de reírme, hacía buena caja con los borrachos
que salían a llevarse la fiesta a otra parte, ya a altas horas de la
noche. También había que andarse con ojo. En el estado en que
venían resultaba mucho más fácil hacerles morder el polvo, pero
alguno se ponía agresivo y hasta violento. Sin embargo, otras veces
la bebida los volvía más simpáticos, cosa que incrementaba las
posibilidades de llenarme los bolsillos.
Todo iba bien hasta que
oí el leve ruido de unos pasos cortos y rápidos, como el sonido de
una cucaracha en la cabecera de la cama. No debía de ser algo muy
grande a juzgar por el casi inexistente ruido que hacía. Cuando pasó
por la zona en que llegaba la luz de la taberna vi que se trataba de
un fuwa que se estaba acercando hasta la entrada. Los fuwas tenían
prohibido entrar en las tabernas, igual que les estaba vetado hacer
prácticamente cualquier cosa. Pero este parecía muy interesado en
entrar. ¿Qué era lo que quería?
Como tantos otros fuwas
que había visto en Sagrarin y otras ciudades, el animalejo que llegó
saliendo de las sombras parecía una especie de flor andante sobre
dos patitas, con aquellos pelos parecidos a plumeros que le salían
de la cabeza y sus hojitas en la nuca. Los plumones de este eran de
un suave y blanquecino color malva. Y, como en el caso de tantos
otros, este también trajinaba un objeto tirando a pesado en sus
endebles brazos, esos brazos con aquella piel que parecía madera
cubierta de musgo. Tenía entornados los ojos azules, como si hiciera
un gran esfuerzo, y abierto el pico de pato, pues jadeaba como un
rinoceronte.
Lo que llevaba era una
cesta llena de comida, botellas con bebida y tarros de confitura.
Como tantos otros de sus congéneres, iba temeroso por la calle, no
muy seguro de sí mismo. Ya los había visto yendo por la ciudad, con
caras de estar aburriéndose o desplazándose como almas en pena.
Pero este, además, temblaba al caminar. Parecía nervioso, casi
asustado, a juzgar por cómo se recomponía la cubierta de hojas con
que se vestía, se tocaba la cara verde oscura y se pasaba las
manitas por los flecos de su sedoso pelo color malva. Movía las
piernas deprisa, a pasos seguidos y cortos, mientras se acercaba a la
puerta de la taberna deteniéndose varias veces antes de entrar.
Pero en estas que al
final entró.
Al instante el ruido de
la taberna subió de volumen. Fue algo extraño, una mezcla de
impresiones: por un lado exclamaciones y gritos, como si hubiese
entrado una cucaracha de verdad. Por el otro risas, como si el
juglar del barrio y el tonto del pueblo hubiesen anunciado su
compromiso matrimonial. Luego se oyeron ruidos de taburetes chocando
contra el suelo, más gritos, más risas y un chirrido muy agudo y
estridente.
— ¡Pera, pera, que
lo tengo! —soltó una divertida voz de borracho.
Y a continuación salió
el pobre fuwa del bar. No por la puerta, sino por la ventana.
Aterrizó a varios metros de allí, debido a la levedad de su peso.
Con las manos vacías.
Me lo quedé mirando.
Como no expresan las emociones como los sagrárines y occitios, sólo
puedo decir que tenía los ojos y el pico muy abiertos. Ahí siguió
en el suelo, poco a poco incorporándose. Le habían dejado la túnica
de hojas medio arrancada. El vino que le chorreaba hacía un charco.
Y al parecer le habían arrancado varios de los flecos de su pelo
malva, y algunos de los que quedaban caían ahora, poco a poco, como
los pétalos de una patética rosa moribunda.
¿Qué movía a aquellos
seres a servir a los sagrárines? Ya había visto cómo los trataban,
por lo que me sorprendía que no se hubieran vengado de ellos o se
hubieran fugado en masa hacia los bosques. Me hizo gracia la manera
en que habían tirado a este por la ventana, pero ¿qué le habrían
hecho dentro? Por lo visto le habían dado una paliza. Eso ya no me
gustó tanto. Sé por experiencia propia, de cuando era un niño o
estaba enfermo, que no tiene ninguna gracia que te machaquen cuando
no te puedes defender. ¿Serás idiota, fuwa? Eso pensé, porque
seguía allí plantado. ¡Vete ya! ¿No ves que pueden salir?
Y, en efecto, al cabo de
un rato los teníamos en la calle. Tres hombres borrachos, dos de
ellos como cubas, salieron del bar. El tercero llevaba la misma cesta
que el fuwa había llevado al entrar en el bar. Ahora sólo contenía
una botella. Se dirigían manotazos unos a otros y se decían cosas
que, entre las risas y la borrachera, poco o nada se entendían:
— Fu pues si eso
cuando... a mi casa... ya verás la zorra...
— Pero qué... ñetas
hacía?
— Buah pues a mí una
vez... eh, oye... —hizo uno de los tres reparando en el fuwa, que
los observaba paralizado—. Oye, Fis, ¿no es eso tu fuá?
— ¿Eh? Aaaah...
Claro, que le dije que esperara... ah pues... mira, fuá —le dijo
al fuwa—. Oye, que ya no hace falta que te quedes... puedes irte a
ca... ¡No...! ¡Eeeessspera! ¡Ven aquí!
El fuwa fue hacia su
dueño. Algunos de los de su especie eran altos, otros bajitos, pero
este tenía casi la misma altura que su dueño. Este lo cogió por el
cuello y empezó a darle bofetadas con la mano abierta.
— Pero serás burro... la mermelada de fresa... es más roja. ¡Y esta tan lila es la de frambuesa, inútil!
— Perdone el señor... —se disculpó el fuwa con su voz aguda y estremecida—. Pero no había más existencias en la tienda. En su lugar tuve que... ¿pero qué va a hacer? ¡No! ¡Suélteme!
Pero el otro ya lo había agarrado por las hojas que crecían en su frente. El fuwa gritaba, y sus
quejidos eran tan estridentes como la música de
una chicharra. Presenciar aquello me produjo tanta pena, rabia y asco, que no supe qué sentir primero. Y no me refiero sólo al borracho.
— ¡Ja, ja, ja, ja!
—reían los compinches de este.
— ¿Queréis dejar de
armar ese escándalo? —gritó una señora asomada a una de las
ventanas del edificio de enfrente.
— ¡Ja, ja, ja, ja!
¡Mira esa...
— ¡Como baje yo os
vais a enterar...!
— ¡Todo por tu culpa!
—se enfadó de repente el dueño del fuwa, y le dio un tortazo de
los fuertes con la mano abierta.
No sé si fueron las
cosas que me contó Dana sobre cómo trataban a los esclavos en aquel
país, pero... fui hacia ellos.
— ¡Anda, mira!
—dijeron al verme—. ¡Un granate!
— ¿Quién de tus
padres era el occitio, cerdito? ¿Fue tu padre o fue su hermana?
— Mira, si viene hacia
aquí... quiere pelea...
— ¡Oye, tú! ¿Qué
te has creído? ¡Vete a tu país antes de que...!
No me había dado cuenta
hasta entonces de cuánto añoraba una buena pelea. La paz no me
sentaba bien. Disfruté de lo lindo rompiéndome manos y pies en la
cara de los tres, enviándolos al suelo. Eran peor que aficionados en
el arte de la lucha. Y además iban borrachos. Tres presas muy
fáciles, tres saquitos de boxeo. Y como se me ocurriera sacar el
pico del zurrón podían despedirse. ¡Cómo disfruté! Creo que era
porque se la merecían.
Pero entonces todo se
complicó sobremanera al llegar un carro tirado por caballos. Alguien
había llamado a la policía. Y yo ya había tenido algún problema
con ellos, porque en Sagrarin ni siquiera se permite la mendicidad.
Me dijeron que estaba detenido, pero no me dio la gana de entregarme.
Enseguida pude comprobar que estos sí que estaban acostumbrados a
pelear. Sacaron porras y cuchillos afilados bajo las capas. Me
apuñalaron y todo, aunque por suerte no fue en ningún sitio mortal.
Conseguí hundir el pico en la espalda de uno y lanzárselo al otro
en la cabeza. Este cayó al suelo, y tras recoger el pico me fui
corriendo por las calles de Sagrarin.
A la mierda el juramento,
pensé en la esquina de uno de los barrios bajos, donde me recompuse
como pude, escondido en una de las callejuelas. Al día siguiente vi
a un tipo que llevaba una capa negra. Le ataqué y se la quité, y
luego di un rodeo para llegar a la tienda de libros. Bien tapado con
la capa, para que Dana no supiera que aquel era yo. Sin hacer caso de sus preguntas ni de sus alaridos entré en la
librería, me llevé el libraco sobre Occitia, salí de la tienda y
me fui volando de Sagrarin.
No quedaba otra que
volver a Isolacrán. Pero antes, ya que había llegado hasta allí,
pensé que no me haría daño comprobar una cosa.
De modo que me dirigí
hacia el norte.