lunes, 27 de mayo de 2019

LA VENGANZA DE LAS FLORES (I): La decisión



La venganza de las flores es una nueva novela escrita por Ego Revenio que, a diferencia de El descontrol, consideramos mucho más adecuada al blog del Oniródromo por su relación estrecha con el mundo de Momeria. Procederemos, pues, a publicarla por entregas en nuestro blog, con la periocidad regular de un capítulo por la semana (uno cada lunes).

A continuación mostramos el primer capítulo:


 — LA DECISIÓN 

Vengo de un país donde se oyen más mentiras que verdades. Tanto es así que allí no ayuda asegurar que uno está diciendo la verdad para que los demás la crean.

Sin embargo, la Asamblea Forestal no se equivoca nunca. La historia de cómo llegó a conquistarlo todo para hacer del mundo un lugar mejor merece una buena historia.

Creo que todo empezó en aquella porquería de lugar llamado Isolacrán. Ahora que vuelvo la vista atrás, el motivo por el que abandoné mi ciudad natal me parece increíble. Con la de razones importantes que tenía para irme de allí... ¿de verdad lo hice por algo tan estúpido como encontrar un arma? ¿O viajar un poco? No deja de tener su gracia...

Mientras me toco la barbilla con la mano me doy cuenta de que sí, que esa es la verdad. Para mí, debéis saber, no había nada más importante por aquel entonces. Porque, en el país de Occitia, un arma puede suponer la diferencia entre llevar una buena vida o sucumbir a una mala muerte. La vida que llevaba allí, antes de escapar al extranjero, era lamentable, aunque entonces mi mayor problema no era otra cosa que saber si comería al día siguiente.

Sí, llevaba tiempo diciéndome que necesitaba un arma. Y que en el extranjero habría posibilidades de encontrar alguna sin tener que jugarme la vida. No me decidía, sin embargo, a dar el paso. También tenía ganas de cambiar de aires por un tiempo. Pero huir al extranjero en busca de un futuro incierto no es algo que se pueda plantear de hoy para mañana, aunque sea por escapar de un sitio como Occitia. Antes de salir de su frontera, por ejemplo, había que franquear un gran desierto, del que no sabía si saldría vivo.

Pero entonces sucedió algo que me hizo decidirme a abandonar Isolacrán el mismo día.

Creo que fue el día que... sí, fue la tarde en que se me cayó el tercer colmillo.

Ocurrió poco después de que me hubieran robado la cesta de fruta que tenía en casa, mientras dormía la siesta. Recuerdo que, al despertarme y darme cuenta, monté en cólera. Enseguida salí a la calle hecho una fiera, jurando por Anjín y por mis cicatrices que en cuanto encontrase al desgraciado le arrancaría los ojos.

Corrí furioso por las calles levantando polvo y tierra, porque en ese yermo que se hace pasar por país no hay calles adoquinadas en ninguno de sus poblachos, ni tan siquiera hierba. Iba preguntando a gritos por mi cesta a quien fuera que me sostuviera la mirada. Entretanto soltaba tacos y pisaba el suelo con fuerza, como si quisiera hacerle daño.

Tras unos minutos de búsqueda, yo ya no esperaba encontrar al ladrón. No sé si en realidad lo que quería era descargar mi rabia, hacer algo que me cansara, correr... Pero al final, no muy lejos de una mata de espinos en uno de los descampados, encontré a un grupo de tres adolescentes que comían fruta de mi cesta. Los muy palurdos la miraban como si fuese diamante, porque nunca habían visto nada parecido. Pero la cesta la había hecho yo, y mi trabajo me costó, a partir de una planta del desierto parecida a la que ellos tenían al lado. Una... bueno, sí, a falta de una palabra mejor era una planta... que consiste sólo en tallos negros y espinas afiladas. Cuando recordé lo que me había costado arrancarle los pinchos y trenzar los tallos, la rabia me quemó la sangre.

Hacer algo en Occitia sin pensar le puede salir caro a uno, pero no hacerlo se puede llegar a pagar con la vida. Y yo no sabía cuándo iba a ser la siguiente vez que comería. Me abalancé sobre ellos sin más, saltando como un chacal. Mordí brazos y piernas como si fuera a devorarlos. Arañé como si quisiera dejarme allí las uñas. Golpeé y coceé con todas mis fuerzas, descontrolado, soltando los tacos más soeces que sabía. Conseguí ponerles en fuga y recuperar la cesta. Pero a costa de un precio muy caro. Entre los varios moratones y heridas vi, en un charco de sangre en el suelo, uno de los dos colmillos que solían quedarme. Ahora ya sólo tenía uno en el que confiar.

Me dolía todo una barbaridad. No sé cómo pude ponerme en pie y volver a casa después del vapuleo. Pero el miedo a las miradas que me echaban los vecinos, que cada vez eran más, terminó de hacer su trabajo. Al primer ruido de pasos que se acercó demasiado me decidí por fin. Alguien soltó una risotada. Saqué fuerzas de flaqueza, me levanté y volví a casa cojeando.

Sin embargo había hecho bien. Estaba en juego que pensaran que robarme sale gratis, y en Occitia eso nadie se lo puede permitir. Había hecho bien. O al menos eso me repetí mil veces, intentando convencerme. Del contenido de la cesta, sólo la mitad estaba intacta. Me lo fui comiendo por el camino, antes de que fuera demasiado tarde. Porque además, de entrada, un artículo hecho de madera llama demasiado la atención.

— ¿Y vosotras qué miráis? —lancé a dos muchachas que me crucé.

Me estaban sonriendo con malicia. Debía de ser por el aspecto que ofrecía, y lo más probable es que hubieran visto la pelea. Primero reforcé el agarre de mi cesta. Luego se me ocurrió que tal vez les gustaba. A las mujeres occitias no se las impresiona siendo amable, eso está claro. Pero aquel día ya no estaba para tonterías. Fue ahí cuando tomé mi decisión. Iba a irme al extranjero aquella misma tarde.

Tardaría un poco en estar de vuelta, pero con algo contundente podría hacerme respetar aún a falta de colmillos. No quería un cuchillo o una espada para formar y proteger un negocio o dominio, como hacen algunos, ni para obligar a nadie a asociarse conmigo en la empresa que fuera. Yo sencillamente pensé que, si volvía con un arma, nadie se atrevería a molestarme. O al menos eso era lo que creía yo.

Conseguir un arma blanca en una ciudad es rápido y simple, pero requiere de paciencia. También hay que contar con un pedrusco como mínimo, así como con la habilidad de encontrar el momento adecuado... y una fuerza, rapidez y ganas de jugarse el pellejo que yo no tenía.

Pero había oído que en el extranjero era todo muy distinto. El desierto que nos separaba del resto de países ya no me aterraba, y pensé que merecía la pena intentar atravesarlo. Por lo menos estaría tranquilo por un tiempo alejándome del resto de aquella gentuza. De modo que terminé de decidirme. Iba a prepararme para partir de allí el mismo día, con la idea de marchar hacia el este en busca de armas.

En casa tenía un gran zurrón de piel de chacal, con asas para llevar a la espalda. Busqué de qué llenarlo, pero no había gran cosa. La cesta iba a llevármela aunque estuviera vacía, porque allí era poco menos que un objeto de valor. Puse también la túnica de piel que tenía de repuesto y una botella de barro cocido, que llenaría cada mañana con el agua de las charcas del rocío.

La botella estaba tapada con tapón de corcho. No tuve que sacudir demasiado al viejo solitario al que se la robé, que vivía en una casa de piedra en medio del desierto, para que me dijera de dónde lo había sacado. Y no creí su respuesta, como es natural. Pero encima es que se quedó a gusto. ¿Cómo iba a creerme que había estado en la Cordillera Sur? Sin embargo me divertí oyendo su relato, que incluía desafiar la prohibición divina de llegar a las montañas, y una huida por los pelos de los monstruos que algunos dicen que las habitan. Y además me reí mucho cuando dijo que había extraído el corcho de la corteza de un árbol. Deliraba, el pobre, pero no consiguió asustarme. El tapón lo habría robado a un extranjero. Ahí se quedó, gimiendo como un perro tirado por el suelo, y soltando tacos de otro siglo que me hicieron reír más.